Me gustaría decir que llevo ausente varios días por haber leído algo epatante (qué palabra, y más para referirse a la lectura de un texto), lo cual sería inobjetable, pero no... o sí. Ausente he estado porque a veces la vida te obliga a dedicarle tiempo, y más cuando se es lumpen (que sea trabajador por cuenta propia no me eleva de clase), pero también he estado ausente por autocensura. Que alguien a quien no sólo aprecias sino que admiras te escriba para decirte que te lee, allí lejos, y que le gusta lo que lee, abruma a la vez que reconforta, pero en el fondo bloquea. Me gusta sentir este blog como nexo que me comunica con cierta gente; si ciertas palabras no estuviesen tan devaluadas, daría rienda suelta a mi verborrea de gatillo fácil y puntería dudosa para intentar vestir bonito a un argumento que se resume en "no sé qué escribir porque estoy bloqueado". Tampoco hay que olvidar que uno siempre es su peor enemigo, y sobran las excusas para justificar nuestra indolencia consustancial, pero al próximo "cierre" (y destitución y devolución de mis galones como librero) se juntan el pluriempleo familiar, la pena de dejar algo que has hecho y cuidado como uno cuida su corazón, y el convencimiento de no caer en la tentación de hacer público (de mostrar, en una palabra) los pensamientos que me rondan sobre el traspaso y todo lo que eso conlleva. Autocensura de nuevo. Censurarse dos veces o por dos razones es para merecer la consiguiente patada en el culo. Pero es así. Habré deshechado estos días seis o siete post, por muy diversos motivos pero siempre con la misma rúbrica, "total...". El miedo al vacío, la terquedad inevitable, los sueños turbadores de los últimos días (desdoblarte y asistir a tu propia operación a pecho descubierto descoloca a cualquiera), los atardeceres insumisos alargando las tardes perdidas, los kilómetros engullidos, las celebraciones de bodas que vienen con baúl de los recuerdos incluido en lugares preciosos donde escabullirte y ejercer de gótico decimonónico, las visitas de amigos lejanos que vienen a decir adiós a una tienda de la que se enorgullecían aunque a ti te cueste entender los motivos por lo que de pesado saco de piedras ha acabado teniendo para tí, etc... dan como resultado un barullo de frases inconexas que no casan con el ritmo de "publicaciones" (ya quisiera yo) blogueras. Todo esto tampoco casa con nada, lo sé, pero me vale para cerrar un círculo, el que hizo que casi se me saltaran las lágrimas al leer un texto el otro día, unas páginas en las que me caí dejando que el pulso se me acelerara, el pecho se me hinchara, la sonrisa apareciera. Epatar... Aún me devuelve la vida sentir que se me revuelven las entrañas al leer algo que no esperaba leer. Los años van cayendo encima y uno piensa que el pellejo se hace callo, que rememorar lo que nos emocionaba es otra manera de volver a emocionarnos, otra, o tal vez la única, pero irremediablemente devaluada, aunque no es cierto, el callo no existe, o si existe de verdad, además le hemos puesto un escudo delante, y se nos olvida. ¿El último disco que me emocionó? Tal vez el de Nic Dawson Kelly, hace dos semanas, pero no le di tiempo, y por mucho que uno suba el volumen del reproductor del coche, en el fondo estás conduciendo, y lo escucho de nuevo ahora pero ya es tarde, me lo sé y la sorpresa la tengo anestesiada. ¿El último café que me hizo sentir pleno? No lo sé, tal vez me lo tomé demasiado aprisa. La luz bajo la puerta, el resplandor de una locura amputada en estos tiempos grises e inciertos. Podría decir todo esto en menos líneas, pulsar
la teclade enter
o como se
llame
cuando me saliera de las narices
y hacer un poema super
moderno
pero la austeridad de mi vida y mi porte no se corresponden con el follón de la crisis de identidad que martillea mi cabeza como las múltiples pistas de voz de un Bohemian Rapsody grabado en un Casio viejuno al que le fallan las pilas. Mi vida con el tinnitus iba a ser el título de esta entrada. Treinta años de dicha experiencia da para mucho, pero la descarté por ombliguista (y ahora vas y te ríes). Joder, el otro día leí un cuento de Pierre Michon, uno pequeño, de casi treinta páginas, y al acabar me sentí el tío más sólo del mundo porque no tenía al lado a nadie para poder decir "me cago en la puta madre que me parió, no te puedes creer lo que acabo de leer..." y encima era demasiado tarde para llamar a nadie, al menos a nadie que viviera en este meridiano o en uno donde pudiesen contestarme amablemente en un idioma que conociese. No era sólo por haber leído algo que pudo haberme ocurrido, en otro lugar, de otra manera, pero similar, no era sólo eso, no. Pierre Michon, "El rey del bosque", un cuento clásico, vanguardista, redondo, amputado, da igual, un cuento que te deja desnudo, en patillas, o al menos a mí me ha dejado así, pues ahora es cuando copio un fragmento, y seguro que cuando termine me digo, pues sí que eres tú epatable (y van tres) pero hacía tiempo que no leía algo y mientras lo hacía me repetía una y otra vez, literatura, ninguna palabra es gratuita, sombra, luz, cerdo, blancura... LITERATURA; monsieur Michon, es usted un cabronazo...
PD: Miro en la página web de Alfabia, editorial donde está publicado el libro "El rey del bosque. Abades" y veo extrañado que tienen en catálogo un libro de Michon llamado únicamente Abades, pero juro que también, antes, viene "El rey del bosque", incluso en la edición que yo tengo, en la portada, aparecen los dos títulos, sin embargo en su web sólo aparece Abades, con otro precio...
El rey del bosque (fragmento).
"Pinté para ser príncipe.
Tenía tal vez doce años. Era pleno verano, la hora del atardecer en la que todavía hace calor pero las sombras rondan. Llevaba los cerdos a buscar bellotas en un bosque de robles cerca de mí, más abajo de un gran camino; había descortezado una vara y me había divertido mucho golpeando a esas grandes bestias ineptas que pasaban a mi alcance. Me había cansado y me contentaba con romper al vuelo los helechos, las flores altivas del sotobosque, de las que mi violencia exaltaba los olores; me gustaba servirme de ese azote. Escuché venir a los lejos un carruaje pesado, a ritmo lento; me escondí y permanecí absorto: el sol daba de lleno sobre la ruta y yo estaba allí, en la sombra, mirando esta ruta bajo el sol, casi a la misma altura de la tierra, invisible. A diez pasos de mí y de mis cerdos, en la luz del verano, una carroza se detuvo, pintada, marcada con iniciales, con bandas de azur; de esta caja decorada con escudos de armas surgió una muchacha muy ataviada, que reía, y corrió como si se dirigiera hacia mí; me ofreció sus dientes blancos, la fogosidad de sus ojos; todavía riendo, se detuvo en suspenso en el límite de la sombra, resueltamente me dio la espalda, durante un interminable instante se plantó en ese sol jaspeado de hojas, en el que flamearon su cabello, su falda azur enorme, la blancura de sus manos y el oro de sus muñecas, y cuando, como en un sueño, estas manos se dirigieron a su falda y al levantaron, los muslos y las nalgas prodigiosas me fueron concedidos, como si fuera de día, pero un día más denso; brutalmente, se acuclilló y meó. Yo temblaba. El chorro de oro, bajo el sol, caía sombríamente, haciendo un agujero en el musgo. La muchacha ya no reía, completamente ocupada en mantener levantada su falda y sentir escaparse de ella esa luz brusca; con la cabeza un poco inclinada, inerte, consideraba el agujero que hacía en la hierba. la arrugada ropa de azur se le amontonaba en la nuca, descosiéndose, abultada, extravagantemente ofreciendo la cintura. En la carroza, cuya puerta pintada aún batía un poco -tan alegremente la había empujado la meona-, había un hombre acodado, con un jubón de seda desabrochado, que la miraba. Tenía tantos encajes en su cuello como ella en sus nalgas; sonreía como lo hacemos cuando nadie nos ve sonreír, con desdén y un placer mezclado, a la vez modesto y fatuo, con una ternura feroz. El cochero miraba hacia otro lugar, refinado y bestial. El chorro recio de la beldad se agotaba; el príncipe le dirigió un cumplido, aderezado con una palabra abyecta que se reserva para las más bajas meretrices; sonreía más francamente, más tiernamente. Las manos de la mujer se crisparon en el encaje que remangaban y soltó una risita apagada, tal vez servil, suplicante o alborozada, que me encantó; había levantado la cabeza y lo miraba también. Yo imaginaba esa mirada como sangre. Altas flores blancas florecían contra mi mejilla. Todo rebosaba de violencia indiferente, como los cielos a mediodía, como la copa de los bosques.
De un salto, la mujer se puso de pie, el resplandor ordinario de la falda recubrió el de los muslos; volvió a la carroza, más lenta que antes, con complacencia y afectación en el andar; estaba roja; bajaba la mirada, no sonreía. El príncipe, sí. Ella se sentó frente a él con un crujido de seda. Él le besó la mano, la aferró un instante bajo la falda, luego, ceremonioso, distante, hizo chasquear fuera de la portezuela dos dedos; caballo y cochero, que forman parte de la carroza, obedecieron a este pequeño ruido que conocían y dócilmente se llevaron hacia Roma su delicado cargamento, hecho de otra sustancia que la madera de las carrozas y el cuero de los arneses, de otra carne que la de los cocheros y los caballos, una carne que, no obstante, como la de los caballos, mea y mira, pero que tiene el tiempo y el espíritu de disfrutar de lo uno y lo otro, de mear más bestialmente que un caballo y disfrutarlo, de mirar más intensamente que un cochero buscando su camino en una noche oscura, pero disfrutarlo, una carne que lleva en el vientre encajes para ser más carne, o que los lleva en el cuello para ya no ser carne sino solamente nombre, esplendor, desdén, la carne extrema de los príncipes. Así pues, estas carnes diversas se alejaron y todo esto, al partir, levantó una polvareda como un rebaño de ovejas. No sé si sentí lo que llaman placer aquel día, todavía era pequeño. Fui al lugar donde ella se había levantado la falda, fui al lugar donde la carroza se había detenido, el pequeño espacio consagrado donde calculaba que se había parado el príncipe; miré desde allí la linde, el árbol exacto bajo el que la muchacha había meado para su mirada. Besé lo que imaginaba como una mano blanca, dije en voz alta la palabra que designa a las putas bajas, hice chasquear dos dedos. Los árboles, en la luz, eran inmensos, numerosos, inagotables. Estamos hechos de tal manera que unos muslos desnudos allí debajo nos parecen más vastos. A Dios, que todo lo ve con una mirada igual, no lo envidiamos; la mirada que envidiamos es la que se dirige hacia aquello de lo que se dispone a disfrutar, aunque se acabe el mundo. Sentado allí, en aquel camino sobre el que daba el sol de lleno, donde fugazmente había sonreído un príncipe que quizá sólo era marqués, me puse a llorar, ruidosamente, sollozando, fuertemente. Hubiera querido arder. Un exaltación insensata me dominaba, que era tal vez pena, cólera o esa risa desgarradora de los que de repente encuentran a Dios, en un camino. Era el porvenir sin duda, esa bola de lágrimas. También era Dios, a su curiosa manera.
Había visto la desnudez de muchas otras mujeres. Conocía también el uso inmoderado que le dan, cuando sobre un hombre se mueven, dislocadas pero con todas su fuerzas cerradas, luchando contra esa nada que las colma. Pero por hermosas que fueran a veces, las que yo había visto así seducidas no tenían las piernas blancas ni moños en el cabello, y sus vestidos, debajo de los cuales los vaqueros se divertían, estaban hechos de esas telas imprecisas en las que nosotros envolvemos todo lo que se consume y debe desaparecer, pero no de inmediato, no del todo, tanto nuestros granos como nuestras mujeres, nuestros tres escudos, nuestros muertos, nuestros quesos. Sobre todo, sentían vergüenza y no sabían fingirlo, quizás porque creían que su vergüenza no disimulaba nada; y cómo hubieran podido estremecerse y solazarse en la suciedad clandestina que nos llena y tal vez nos cimienta, ellas, para quienes la suciedad era el elemento y algo así como la piel, el aire que respiraban sobre los rebaños y la tierra podrida que les embarraba los dedos de los pies en los establos, y sobre ellas, permanentemente instalada, la grasa del cuerpo vil que trabaja y que incluso trajinando, dislocado, gritando, parece trabajar todavía; y, como tal, apesta. Hay que tener manos blancas para mear sombríamente. Sí, era otra carne, otra especie. Y se me había aparecido, evidentemente; había tenido mi Visitación; una dama celestial de encaje y azur había descendido de una de esas carrozas en la que las llevan en procesión, con gracia había caminado hacia mí, bajo los árboles, sobre el satén de sus pequeños zapatos, con toda su pompa se había remangado alto y, temblando por saberse profanada por sí misma, había salpicado un poco el satén de sus pequeños zapatos. Habría dado mi vida por volver a verlo. Quería volver a verlo, pero no escondido bajo los árboles. No, del otro lado. No como un cochero exasperado, inerte, que, porque se lo ordenan, mira allí donde su deseo no está y con el rabillo del ojo, por un instante, a pesar de todo, mira lo que no tendrá. No, del otro lado definitivamente, como el día, que mira a la tierra, que sobre ella llueve o la reseca, a su antojo. Quería ser aquel para el que ese milagro acontece cada día, a cualquier hora del día, con tan sólo hacer chasquear dos dedos; quería ser aquel que, a la sacrosanta con gran pompa profanada, mira, espera; ese hombre sombrío que, con un nudo en la garganta, tiene el descaro de sonreír, de dirigir cumplidos, de ornar a una beldad en cuchillas con nombrecitos mordaces reservados para las meretrices. Esto era lo que yo llamaba un príncipe en mi primera juventud."
Pierre Michon. "El rey del bosque. Abades". Ed. Alfabia, 16 €. Traducción Nicolás Valencia.
Había visto la desnudez de muchas otras mujeres. Conocía también el uso inmoderado que le dan, cuando sobre un hombre se mueven, dislocadas pero con todas su fuerzas cerradas, luchando contra esa nada que las colma. Pero por hermosas que fueran a veces, las que yo había visto así seducidas no tenían las piernas blancas ni moños en el cabello, y sus vestidos, debajo de los cuales los vaqueros se divertían, estaban hechos de esas telas imprecisas en las que nosotros envolvemos todo lo que se consume y debe desaparecer, pero no de inmediato, no del todo, tanto nuestros granos como nuestras mujeres, nuestros tres escudos, nuestros muertos, nuestros quesos. Sobre todo, sentían vergüenza y no sabían fingirlo, quizás porque creían que su vergüenza no disimulaba nada; y cómo hubieran podido estremecerse y solazarse en la suciedad clandestina que nos llena y tal vez nos cimienta, ellas, para quienes la suciedad era el elemento y algo así como la piel, el aire que respiraban sobre los rebaños y la tierra podrida que les embarraba los dedos de los pies en los establos, y sobre ellas, permanentemente instalada, la grasa del cuerpo vil que trabaja y que incluso trajinando, dislocado, gritando, parece trabajar todavía; y, como tal, apesta. Hay que tener manos blancas para mear sombríamente. Sí, era otra carne, otra especie. Y se me había aparecido, evidentemente; había tenido mi Visitación; una dama celestial de encaje y azur había descendido de una de esas carrozas en la que las llevan en procesión, con gracia había caminado hacia mí, bajo los árboles, sobre el satén de sus pequeños zapatos, con toda su pompa se había remangado alto y, temblando por saberse profanada por sí misma, había salpicado un poco el satén de sus pequeños zapatos. Habría dado mi vida por volver a verlo. Quería volver a verlo, pero no escondido bajo los árboles. No, del otro lado. No como un cochero exasperado, inerte, que, porque se lo ordenan, mira allí donde su deseo no está y con el rabillo del ojo, por un instante, a pesar de todo, mira lo que no tendrá. No, del otro lado definitivamente, como el día, que mira a la tierra, que sobre ella llueve o la reseca, a su antojo. Quería ser aquel para el que ese milagro acontece cada día, a cualquier hora del día, con tan sólo hacer chasquear dos dedos; quería ser aquel que, a la sacrosanta con gran pompa profanada, mira, espera; ese hombre sombrío que, con un nudo en la garganta, tiene el descaro de sonreír, de dirigir cumplidos, de ornar a una beldad en cuchillas con nombrecitos mordaces reservados para las meretrices. Esto era lo que yo llamaba un príncipe en mi primera juventud."
Pierre Michon. "El rey del bosque. Abades". Ed. Alfabia, 16 €. Traducción Nicolás Valencia.
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