martes, 27 de diciembre de 2016

Booker Little, demasiado, pero demasiado pronto. Artículo en Drugstore Magazine

Me han publicado un artículo sobre el trompetista de jazz Booker Little en Drugstore Magazine. Cosas así le animan a uno a seguir... Es tanto lo que me ha dado Booker que, el hecho de que lo hayan publicado ahí, me ha alegrado más por él que por mí (lo cual dice el grado de importancia que tiene este músico para mí). Lo descubrí por pura casualidad, como se descubren algunas cosas que pasan a ser imprescindibles. En una imprenta que había al lado del instituto donde iba a menudo a hacer fotocopias de apuntes de clases que me saltaba o no prestaba demasiada atención, apareció un día un par de cajas con varios vinilos en venta. Descubrí entonces que a veces prefería quedarme sin bocadillo (que comprábamos en plan kit de subsistencia en un pequeño ultramarinos, una barra y fiambre entre dos) para juntar suficiente para un disco. Recuerdo lo que pude comprarme como lo que no pude (el Salisbury de Uriah Heep se me escapó... una semana ahorrando y cuando fui a por él, ya no estaba)... No sé de dónde sacó los discos el dueo, pero no reponía, así que la dos cajas pasaron a ser una y ésta fue menguando hasta desaparecer. No sé quién más compraba esos vinilos, pero se llevó algunas joyas.. Por mi parte descubrí (guiándome por la portada...) a Wishbone Ash, los nuevaoleros The Nuns, Ten Years After, a Jackson Browne (The Pretender), y varios discos de jazz del sello Affinity, de austera carátula negra, como Wes Montgomery o Ben Webster... y, magia, el disco de Frank Strozier y Booker Little, Waltz of the Demons, que es una maravilla y que fue el que puso a Little en mi vida...

Dejo el link y reproduzco el artículo...

http://drugstoremag.es/2016/12/booker-little-demasiado-pero-demasiado-pronto/



Celebrar el aniversario de un disco de jazz puede resultar un gesto gratuito, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de grabaciones englobadas en este estilo a las que se les puede añadir el adjetivo de “imprescindible” o “clásico” (palabra que de lleno te mete en un jardín poco claro). Sin embargo hay discos de jazz, y músicos, que bien merecen un rescate, y entre todos aquellos que podrían englobar esa hipotética lista, pocos con más merecimiento que Booker Little y su disco Out Front, del cual hace unos meses se cumplieron 55 años de grabación.


I.
Booker Little fue un compositor y trompetista que desarrolló su breve carrera profesional en Nueva York durante 1958 y 1961. Tres años. Quizá su fallecimiento a causa de una enfermedad renal, una muerte trágica pero no muy romántica para los estándares populares jazzísticos, a la edad de 23 años, sea la causa que le haya impedido, de algún modo, adquirir la importancia que sin duda merecía a tenor de lo que dejó grabado en poco más de 36 meses, y específicamente, por lo que muestra un trabajo como Out Front, que el crítico y periodista Juan Claudio Cifuentes definió una vez como “el disco de la gran incógnita”.

Booker Little como trompetista tenía un sonido melancólico cristalino, destacando técnicamente por una articulación crujiente y profunda. Era capaz de elaborar desarrollos tonales maravillosamente orgánicos y lógicos, huyendo de los convencionalismos melódicos y rítmicos del hard-bop imperante por entonces, sobre todo en la acentuación, rompiendo además con el diatonicismo del blues. Little enfocó su atención sobre las relaciones entre intervalos melódicos tonales, basados en una extensión abierta armónica colindante con la disonancia. Su manera de tocar era angular, con amplios saltos y apuntes inesperadamente largos en medio de frases. Dotado con el oído de un mago, Booker Little poseía un lirismo innato y la consistencia firme que otorga el dominio total de la trompeta. Dueño de una técnica impecable así como poseedor de una facilidad asombrosa para crear efectos dramáticos, puede ser considerado como el gran olvidado y a la vez el gran comodín para los entendidos; sin embargo, su importancia y legado están aún pendientes de ser reivindicados como merecen.

Booker Little nació un 2 de abril de 1938 en Memphis y falleció el 5 de octubre de 1961 en Nueva York, víctima de una uremia. Era el cuarto hijo de una humilde familia trabajadora con una fuerte inclinación musical; su padre, portero de hotel, había aprendido a tocar el trombón de manera autodidacta, y su madre tocaba el piano en la parroquia. Tras probar con el trombón y el clarinete, se decanta por la trompeta y, ya en el instituto, comienza a tocar en hoteles y clubes. El 1954, con 16 años, se traslada al Conservatorio de Chicago. Allí perfecciona su maestría en trompeta e inicia estudios de composición, teoría musical y orquestación. Durante su segundo año en Chicago, compartirá habitación con Sonny Rollins, quien le presentará a Max Roach, convirtiéndose desde ese momento en su más íntimo e importante valedor.  

Tras graduarse en 1958, Roach lo reclama para su grupo (algo que intentó tras el fallecimiento en 1956 en accidente de coche de Clifford Brown -26 años- pero prefirió terminar sus estudios, por lo que, tras el paso de Kenny Dorham por su quinteto, volvió a intentarlo) y se traslada a NY. Allí se codea con Coltrane en el Five Spot Café. Estrecha amistad con nuevos músicos y se le empieza a conocer como un versátil e interesante trompetista influenciado fuertemente por Fats Navarro, el citado Clifford Brown y el inevitable Miles Davis. Graba sus dos primeros trabajos como líder y es invitado a participar en sesiones de grabación (brillantísimo su trabajo junto a Frank Strozier).

Booker en el Five Spot, NYC, 16 de Julio de 1961

1960 resulta determinante para él; es el año de su encuentro en el estudio con John Coltrane y Eric Dolphy. Junto a este último, Booker Little comenzará su ruptura con la estética post-bebop y hard-bop predominantes para acercarse a algo que se empieza a intuir como auténticamente revolucionario. La música que comienza a crear es audaz (métricas inhabituales, armonías complejas...) y el trompetista utiliza a veces los recursos de la politonalidad pero sin abandonarse a la atonalidad de lo que será posteriormente el corpus duro del free jazz. En septiembre participa en la grabación del disco manifiesto de Max Roach, We insist! Freedom now suite. Este disco, en el cual participan Abbey Lincoln y el veterano Coleman Hawkins, es un homenaje a la historia de los afroamericanos y un apoyo para el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos.

El 21 de diciembre de ese año será cuando Eric Dolphy y Booker Little graben, co-liderando por fin un quinteto, lo que es toda una obra maestra: Far Cry. Rompen definitivamente con el hard-bop convencional y se sitúan en un camino nuevo y a la vez distinto del post-bop de su amigo Max Roach. El discurso, sin ser puramente “free”, es abiertamente experimental y libertario. Su sociedad con Dolphy sin duda estaba a punto de dar frutos importantísimos. Ellos eran compañeros ideales, completamente distintos en el estilo instrumental, pero claramente trabajando sobre la misma longitud de onda musical e intelectual.




II. Out Front
Registrado durante dos sesiones en la primavera de 1961 y producidas por el crítico Nat Hentoff, en Out Front Booker Little se hace acompañar de Eric Dolphy a la flauta, clarinete y saxo alto, Julian Priester al trombón, Ron Carter y Art Davis (según el tema) al contrabajo, Don Friedman al piano y su íntimo amigo Max Roach a la batería, quien no ceja en apoyarle para dar forma a su visión musical. Entre los numerosos factores que contribuyen a hacer de éste un álbum clásico, destaca principalmente la capacidad compositiva de Booker Little, impecable y llena de melodías brillantes, enérgicas y altamente evocadoras. Tanto por la fecha de su grabación como por lo contenido en ella, Out Front puede ser considerado el disco de la gran incógnita, que no es otra que saber qué camino hubiera tomado el jazz de haber continuado por lo ahí expuesto en lugar del beligerante free atonal en los convulsos años 60. Ninguna aproximación crítica en este sentido debería omitir la importancia de las carreras tan desgarradoramente cortas de Little y Dolphy.

Fuese cual fuese el lugar al cual el jazz se habría de dirigir en aquellos turbulentos y estimulantes años, Booker Little sabía que tenía que formar parte de ello. Nunca sabremos lo que podría haber alcanzado de no haber fallecido tan pronto, pero tanto éste como los otros tres álbumes que dejó grabados bajo su propio nombre, rebosan una claridad asombrosa en su concepción musical así como manifiestan un talento gigantesco para explotar los recursos instrumentales de los que dispone (composiciones e interpretaciones por y para quintetos).



Out Front es un disco diferente ideado por un músico, nunca está de más volver a recordarlo, de apenas 23 años. Out front, puede traducirse como “al frente”, “en primera fila”. Se grabó en dos sesiones, el 17 de marzo y el 4 de abril de 1961, curiosamente pocas semanas antes del celebérrimo concierto de Miles Davis en el Carnegie Hall, donde estampó el marchamo mitológico del jazz modal. Pero Booker Little, teniendo en cuenta esto, quería ir más allá. Out Front es un disco único, con mucho swing pero de formas nuevas; algunas de sus composiciones contienen ritmos deliberadamente lentos, lo cual permite que un magnífico Little desarrolle su concepción melódica a lo largo de sucintas improvisaciones, riquísimas armónicamente, tanto suyas como de Dolphy y el trombonista Julian Priester. No es un disco fácil, pero su escucha es muy agradable. Desde entonces no se ha vuelto a oír algo similar. Saliéndose de todo lo imperante, Booker busca melodías y estructuras originales, llenas de armonía y disonancias, esto es, abre vías al jazz que ensanchen su arco emocional y compositivo.

El disco comienza con “We speak”: Tras unas armonías diversificadas en alternancia de tensión creciente, se pasa a un momento de libertad absoluta hasta su resolución, dejando un rastro de acordes para que los músicos improvisen holgadamente. Max Roach aquí toca timbales sinfónicos, enmarcando una composición ejecutada con brillantez que ya vale por sí sola para tildar este disco de clásico. Le sigue “Strength and sanity”. Fuerza y salud. Una melodía con numerosas variaciones de arreglos disonantes y consonantes va creando un contraste emocional para resaltar la lucha entre la templanza y la debilidad. Abre el tema Don Friedman al piano hasta que Booker plantea delicadamente la melodía inicial armonizando con un delicado Dolphy (alternando el saxo alto con la flauta) hasta casi romperla, cosa que resuelve la entrada de Roach acentuando con los timbales hasta que Little repite la melodía, esta vez con más fuerza, dejando que los silencios tensen la emoción latente y dejen espacio para que el trompetista ejecute libremente variaciones sobre la melodía principal, invitando al resto del grupo a unirse solapadamente, poniendo sobre la mesa tal cantidad de ecos (latinos, urbanos, de raigambre blues) que dejan claro el que debería haber sido el destino de Booker Little como figura de primer orden en la historia del jazz, plagada de sobra de músicos caídos en la cumbre de su desarrollo artístico. Al acabar el tema uno repara en que fue grabado hace más de cincuenta años y la admiración crece, al igual que esa reincidente pregunta de qué hubiese pasado de haber vivido más años. El sonido de su trompeta en este tema es de una pureza que duele.

Sigue “Quiet please”; con un prólogo tipo balada, de golpe surge una explosión de actividad que vuelve a la calma y de nuevo vuelve a explotar, permitiendo que las improvisaciones vuelen alto, brillantísimas, con un Little que da muestras de nuevo de la pureza de su timbre y su vibrato, así como de su desbordante inventiva para llevar al límite la melodía, retorciendo y exprimiendo las posibilidades de la misma hasta dejarla en bandeja para que el pianista la recoja, atempere el tema y el trombón de Priester apunte detalles luminosos hasta que Eric Dolphy le de nuevos bríos y culmine con maestría iconoclasta hasta la resolución final.

“Mi propia opinión sobre la dirección en la cual debe ir el jazz es que debería haber mucha menos tensión sobre el exhibicionismo técnico y hacer más hincapié sobre el contenido emocional, sobre lo que podría ser la humanidad en la música y la libertad para ver adónde quieres llegar.” Así describió Booker Little su concepción armónica en una entrevista con Robert Levin  en 1961, meses antes de su muerte, para la mítica revista Metronome. En ella también añadió: “No puedo pensar en términos de apuntes incorrectos, de hecho, no considero ninguna nota como equivocada. Se trata de saber integrar y resolver esos apuntes. Puedes insistir en que esas notas están equivocadas, pero yo considero que eso es pensar de manera convencional, técnicamente, olvidándonos de la emoción. Y no entiendo cómo alguien puede pensar que es erróneo intentar llegar a emociones alcanzadas o expresadas fuera del modo convencional diatónico... Pienso que el aspecto emocional de la música es el más importante. Muchos músicos, y yo he sido culpable de esto también, han puesto demasiado acento en el aspecto técnico, algo fomentado desde las academias musicales. Sin embargo estoy interesado en la idea de sonidos contra sonidos y también estoy interesado en la idea de libertad. No le quiero decir a un músico cuántos compases tiene para improvisar. Lo que le quiero decir es sopla un rato, intenta construir una historia y resuélvela."

Que Out Front es un disco que juega constantemente con la métrica se aprecia perfectamente en “Moods in free time”. El combo al completo va a pasar, rítmicamente, del 3x4 (tempo de vals) al 4x4 (swing), luego al 5x4, para terminar de nuevo en un tempo de vals, pero esta vez de 6x4. Solos de trompeta absolutamente increíbles que te van llevando emocionalmente hasta que Eric Dolphy, ahora con el saxo alto, rompa todos los esquemas y Max Roach, sobre todo con los timbales, demuestre por qué era, si no el mejor, sí uno de los mejores baterías del momento.

El siguiente tema está dedicado al productor del disco, el escritor Nat Hentoff. “Man of words” describe (no hay otra palabra) musicalmente lo que es escribir. Control, sonido, ritmo, narración, búsqueda… Man of words. Ensayo sobre el proceso creativo al igual que la composición que la sigue, “Hazy Blues”. Del mismo modo que el anterior tema describe el proceso creativo del escritor, en este lo hace desde el punto de vista del pintor enfrentándose al lienzo. Un tempo de 5x4 que fluctúa de principio a fin, como la impronta del pintor en pugna con su propia creatividad e intención. Cierra el álbum una delicada y envenenada “A New Day”, aparentemente muy ortodoxa en sus primeros dos minutos hasta que Roach y Little rompen de golpe el tema, quedándose solos en una conversación impresionista llena de viveza, hasta que la trompeta desaparece y Max dispone de tiempo para improvisar. La llegada del resto del quinteto devuelve el tema a su cauce inicial, en una polifonía brillante, resuelta con cierta rudeza, quizá por la falta de espacio en la cinta de grabación, por haber acabado el tiempo de estudio o por la asquerosa sombra de la muerte, que siempre llega sin avisar… y da lugar a un nuevo día…

Quizá para entender en su totalidad las razones de su “olvido” haya que tener en cuenta el hecho de que Booker Little no grabó como líder en una compañía con el respetable marchamo de Impulse o Blue note (salvo su primer disco de 1958, que sí lo licenció Blue Note, pero lamentablemente no es su obra mayor), sino que se movió en compañías pequeñas como Candid y Bethlehem, cuyos catálogos han sido adsorbidos y revendidos a lo largo de los años por compañías más grandes. También hay que tener en cuenta que Out Front no se ha reeditado en cd hasta el 2015, teniendo que luchar por su relevancia y legado en el mercado de segunda mano y las referencias críticas inevitables al hilo de estudios más profundos y por tanto minoritarios.

A pesar de todo lo dicho, éstos solamente fueron los primeros pasos; desgraciadamente Booker Little no pudo dejarnos su mensaje completo. Gracias a él aparecieron Jackie McLean, Joe Henderson, Andrew Hill o el Speak no Evil de Wayne Shorter. El jazz en los sesenta, en lugar de irse por los caminos que comenzaba a desbrozar la trompeta y composiciones de Little, derivó al free marciano, pura reivindicación extirpada de lo meramente musical. Cuando grabó este disco Booker ya estaba muy enfermo, lo cual resulta aún más impresionante. Una carrera tan breve y a la vez tan segura en su búsqueda de nuevas armonías, llena de disonancias elegantes.


Aún tuvo tiempo de grabar, en agosto y septiembre, otro disco, titulado dolorosamente Victory and Sorrow. Este álbum — reeditado bajo el título Booker Little and Friends— saldrá a título póstumo. El 5 de octubre de 1961 muere de una crisis de uremia a la edad de 23 años. Estaba casado y tenía cuatro hijos. Con su talento colosal alimentado con fruición y el convencimiento de estar delante de un futuro brillante, antes de sucumbir a la enfermedad, Booker Little nos dejó con más para pensar que muchos músicos en toda una vida.

viernes, 7 de octubre de 2016

Reseña de "La muñeca rusa" en Libros Prohibidos.

La muñeca rusa

Photo by Viktor Franko
Año: 2016
Editorial: Baile del Sol
Género: Novela
Valoración: Está bien
Llevo muchas semanas sin hacer una reseña. Tal vez sea ese el motivo por el que me está costando tanto arrancar con el título del que hablo hoy, La muñeca rusa, o tal vez no; es posible que este libro sea uno de esos especialmente complicados. Voy a inclinarme por la segunda opción.
Unos meses antes de que las fuerzas del Pacto de Varsovia invadiesen Praga (1968), una chica rusa llamada Irina llegó a un hospital psiquiátrico. Contaba la historia de que su padre fue un cosmonauta lanzado al espacio en una misión fallida por alcanzar la luna en 1962. Milos, un funcionario del hospital en esos momentos, cuenta esa historia muchos años después durante su estancia en Almarga, Almería. Una historia que le cambió la vida incluso más que la propia invasión de su país.
La muñeca rusa no es un libro de viajes en sí, pero relata un viaje compuesto de otros viajes. La llegada de Irina a Praga desde distintos sanatorios rusos, la huída de Milos de la represión soviética, el vuelo frustrado hacia la luna de ese cosmonauta perdido. No en vano, el autor se refiere a Ulises y La Odisea en distintas ocasiones, en el mejor símil posible, y todo un homenaje a esta obra fundamental de la literatura. Esto nos deja entrever visos de una novela valiente y ambiciosa que, sin embargo, no termina de cumplir con las expectativas creadas, sobre todo a raíz de los primeros capítulos.
De escritura elegante pero intermitente, que intercala pasajes de gran belleza con otros menos inspirados, La muñeca rusa plantea una historia de gran fuerza e interés en sus 4 primeros capítulos. Ahí queda reflejada la inverosímil (y a la vez totalmente creíble) historia del cosmonauta perdido en el espacio, de la chica rusa esquizofrénica, del celador checo que luego se convierte en un escultor reconocido, y del librero almeriense con problemas de salud. El problema viene cuando, a partir de esa vibrante introducción, el texto comienza a dar vueltas sobre sí mismo, volviendo una y otra vez a las historias planteadas sin profundizar en las mismas, sin avanzar. A mitad del libro, el lector se encuentra con la misma información que tenía al principio. Muy poco más. Por suerte, ya metidos en la segunda mitad, las historias se deciden a avanzar y abandonan este bucle.
Por otro lado, los grandes aciertos de la novela, las historias de los dos rusos, se quedan en un segundo plano para darle mayor relevancia a Milos (el escultor checo) y el librero de Almarga. Ninguno de los dos consigue calar hondo en el lector, ya sea por lo tópico del primero o por la ausencia de carisma (o interés) del segundo. Tal vez esa fuera la intención del autor desde el principio, más interesado en contar una historia cercana que un relato maravilloso más propio de la ciencia ficción. Sin embargo, la posibilidad de conocer más sobre un astronauta ruso perdido en el espacio (cuyo recuerdo es literalmente borrado), y la deriva de su hija por los centros psiquiátricos soviéticos, es demasiado potente y, en mi opinión, engulle al resto. No importa cuánto se torture Milos por lo que hizo, no hizo o dejó de hacer, así como tampoco sirve lo famoso que fuera el padre biológico del librero; siempre quedan empequeñecidos por los acontecimientos que les preceden.
De cualquier forma, La muñeca rusa es una novela llena de texturas, rica en matices, de la que se pueden sacar numerosas lecturas. Invita a leer de forma pausada, incluso a releer con detenimiento esos acertados pasajes que pueblan sus apenas 176 páginas.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Reseña de "La muñeca rusa" en el blog "Cuentos pendientes"

La muñeca rusa, de Juan Miguel Contreras

La muñeca rusa, de Juan Miguel Contreras (Ed. Baile del Sol)


Nunca sabremos lo que piensa un astronauta soviético perdido que contempla la Tierra desde el espacio, pero podemos suponer que se verá desbordado por la soledad y la sensación de punto final. La muñeca rusa fue la novedad del catálogo de Baile del Sol que más llamó mi atención durante la fiesta de presentación de las novedades de primavera – verano que la editorial organizó en la librería Vergüenza ajena en junio, a la que acudí a presentar Mil dolores pequeños. Juan Miguel Contreras, en su turno de intervención, nos habló de un astronauta soviético que va a la Luna y nunca vuelve, y de cómo esa figura, y sobre todo la manera de borrarla de la historia, se convierte en la obsesión de su hija, a la que acaban tomando por loca.
Esa trama no es ni mucho menos la única que aparece en La muñeca rusa, pero me hizo querer leer la novela. Esa trama parcial me recordó inevitablemente a mi relatoRescate, incluido en Beber durante el embarazo, en el que un hijo reconstruye la vida de su padre, cosmonauta soviético, que fue el primero en llegar a la Luna pero que no pudo regresar y al que también condenaron al olvido.
Un escritor está buscando muchas veces, como lector, mundos estéticos y de intereses parecidos al suyo. Otras veces no, claro, otras veces quiere leer justo lo contrario a lo que intenta escribir. Pero una novela con esa historia en la trama no podía dejarla pasar, así que la compré y Juan Miguel pudo firmármela. Atrasos y conflictos entre lo que uno quiere hacer y lo que la realidad dicta que haga, una dinámica que a veces se mete hasta en nuestras lecturas, ha hecho que no me haya puesto a leerla hasta agosto. Quizá agosto sea un buen mes, con su calor y sus ciudades desiertas, para leer un libro que rescata el mundo del telón de acero, que nos llena la cabeza de secretos y de cosmonautas. El año pasado, también en agosto, vi esta exposición en La casa encendida de Madrid,http://www.lacasaencendida.es/exposiciones/arstronomy-incursiones-el-cosmos-4512, de la que me he acordado mientras leía esta novela.

La muñeca rusa es, según la solapa del libro, algo así como la segunda novela de Juan Miguel Contreras, que también ha publicado un libro de relatos, además de ser librero, tramoyista y editor. Comparte con el narrador de su novela por tanto el interés por el teatro y la profesión de librero. ¿Qué quiere decir algo así como la segunda novela de un autor? No lo sé exactamente, pero se habla de una primera novela,Cuando acabe el invierno, y se habla también de una primigenia versión de La muñeca rusa. Que el autor permita que se hable de una primigenia versión del libro que vamos a leer creo que indica que considera que aquel era un libro sustancialmente distinto al que vamos a leer, y por eso no sé si hablar de segunda o tercera novela. ¿Qué más da, en realidad?

La muñeca rusa es una novela corta, de unas 170 páginas, cuyo título remite a dos ideas, o así me lo ha parecido. Por un lado a Irina Belokoneva, la hija del astronauta desaparecido, y por otro a la estructura de la historia y su semejanza con las matrioskas, haciendo de la novela una historia en el interior de otra y en el interior de otra.

La muñeca rusa empieza en Praga en 1.968, con la invasión de los tanques soviéticos tras la llamada primavera de Praga. Allí, en Praga, está ingresada en un hospital psiquiátrico, Irina Belokoneva, que apareció contando una disparatada historia de astronautas desaparecidos, y en particular la historia de su padre, Alexei Belokonev. En ese hospital hay un celador, Milos Meisner, que es el personaje central de la novela. Uno de los dos. Diría que el importante, pues el narrador se guarda un discreto papel de observador. Nos habla un poco de su vida, contextualiza (y muy bien) la historia, pero no le quita protagonismo a Milos, que muchos años después será un artista que ha pasado por Londres, por París, por Toulouse, entre otras muchas ciudades, y que ha llegado a un pequeño pueblo de Almería persiguiendo una de esas becas que le permiten a los artistas ponerse a crear sin preocuparse por cómo subsistir.

Allí, en Almería, a través de la mujer que lo aloja como parte del programa, una actriz retirada, llega hasta el narrador, librero en esa pequeña localidad costera. La estructura de historias que encajan en otras me dificulta avanzar en el resumen de la trama, pues me viene a la memoria, hablando del pasado como actriz de Greta, que es su amante, que el librero insinúa en algún momento que es hijo de un famoso actor, a quien no pone nombre pero a quien, desde mi relativa incultura cinéfila, he identificado como Omar Sharif. Esa clase de detalles, en apariencia innecesarios, y que narrativamente es posible que lo sean, dibujan con mucha más profundidad a los personajes y hacen que la novela esté llena de vida, y van completando el juego de apariencias, verdades y mentiras.

El librero ha llegado allí como por casualidad. Parece que se mueve así por el mundo. Heredó la casa de su abuela y decidió poner allí una librería. Vive encima de su negocio y vende, sobre todo, libros en inglés y alemán para extranjeros que pasan allí unos días. Se aburre. Sueña. Habla de una enfermedad renal que le obliga a estar cerca de un hospital donde tienen que tratarlo a menudo. No puede viajar. Por eso le fascina la historia de Milos y las historias que se esconden en Milos. La de Irina, la de los cosmonautas soviéticos, la de Praga, la Praga en la que Milos se juntaba con artistas y aprendía de Bohumil Hrabal, aquella Praga post – 68 en la que le retiraron el carnet del partido a muchos escritores, como Kundera, y fueron tomando el camino de la huida. Hrabal, que intuyo que es un autor que interesa mucho a Juan Miguel Contreras, pues uno de los epígrafes iniciales de la novela es suyo y otro es del recientemente fallecido Peter Esterhazy sobre Hrabal, tiene un peso importante en la novela. Es una especie de referencia que va y viene, como escritor y amigo, en la vida de Milos.

El lector se siente parte de esas conversaciones entre cafés en el mostrador de la librería. La prosa es contenida y dibuja muy bien matices y sensaciones. Hay constantes referencias al olvido y a cómo la historia se va dibujando entre olvidos y recuerdos. La memoria funciona en ese caso como un escultor que del bloque de piedra va quitando lo que le sobra, y uso esa imagen por relacionarla con el trabajo artístico de Milos.

Las misiones soviéticas que fracasaban desaparecían de la historia. Porque los soviéticos eran maestros en el arte de borrar a los colaboradores caídos en desgracia de las fotos. Y por eso nadie hablaba del padre de Irina Belokoneva, y hasta tuvieron suerte, porque a las familias de otros astronautas desaparecidos las borraron directamente del mundo. Me parece fascinante la recreación de una ciudad secreta, en el Asia Central, hacia la que van a preparar aquella misión suicida, Belokonev y su familia, una ciudad que se llama como otra ciudad que no es, para que nadie sepa exactamente dónde están, de modo que así el borrado de las huellas sea más fácil. Es tan fácil borrar el pasado como matar a la gente y dejar de hablar de ella. Tan fácil como usar el mismo nombre para la misma misión, olvidando que la anterior fracasó. Hay un Gagarin que tapa a los Belokonev. Tres misiones Vostok 1 antes de la que realmente funcionó.

El dibujo de algunos proyectos artísticos está muy bien hecho. El narrador nos habla de la reproducción de la Luna que Milos hizo en Toulouse, o el trabajo artístico que emprende sobre la gente que forra los libros, cómo lo hace y por qué lo hace, y las fotografías que trata de tomar de esos lectores ocultos, y ahí hay un nuevo punto de conexión con mi particular mundo de obsesiones y preguntas.

El trabajo del fotógrafo Josef Koudelka sobre la invasión soviética de Praga y las detenciones y huidas de la ciudad. Otra exposición que vi en el otoño pasado en la Fundación Mapfre. Otro punto para apoyar la obsesión.

La muñeca rusa es una novela que se lee en una larga tarde de agosto en la que la luz del sol no se acaba de poner y se piensa y reconstruye durante la semana siguiente. Es una de esas novelas que cogen la historia, la desmontan, y nos llevan a preguntarnos cuánto hay de leyenda. Al lado del libro tienes un cuaderno y un bolígrafo y apuntas nombres de artistas checos, astronautas y misiones soviéticas, y por la noche buscas en Google lo que has apuntado para saber qué es verdad y qué está inventado para hacer la realidad más digerible. Dedico veinte minutos de mi vida a buscar información sobre el libro Gravedad, de Armand Coppens, y parece que no existe. Es el libro que Milos quiere leer, es el libro que le consiguen. Para que se vea que la estructura de muñecas rusas es la descripción adecuada, no sólo a la novela, sino a la realidad, el tal Armand Coppens, según mi breve investigación y algunos textos que leí en ella, parece ser un autor fantasma, que muy probablemente no se llamaba así, que no se sabe quién fue, y que escribió un libro llamado Memorias de un librero pornógrafo. El juego final.

Seguiremos leyendo y disfrutando de buenos libros como éste.

Felices lecturas


Sr. E

lunes, 12 de septiembre de 2016

Reseña de "La muñeca rusa" en el blog "La mar de letras"


"La muñeca rusa" es una lectura deliciosa, una novela corta que añade un éxito más al catálogo lleno de brillos de la editorial Baile del Sol. Como nos adelanta su título, se trata de una historia en la que las vidas de unos personajes influyen en otros y así sucesivamente, de modo que con el paso de los años siga de alguna forma latente aquello que vivieron otros.

También es una historia sobre locura y pasiones. Un agradable hallazgo escrito por Juan Miguel Contreras (Madrid, 1974), que ya ha publicado la novela “Cuando acabe el invierno” (homónima de la de Mary Ann Clark Bremer) en 2004 y también ha participado con éxito en algunos concursos de relatos.

Una sola decisión, y muchas vidas
El origen de la trama de esta novela se encuentra  en 1968, cuando las fuerzas del Pacto de Varsovia invaden Checoslovaquia. En ese momento, el protagonista, celador de un hospital, se preocupa por el bienestar de Irina, una de las pacientes del hospital psiquiátrico donde trabaja, de la que se ha enamorado.

A partir de este inicio tempestuoso, conocemos más a fondo a la frágil y misteriosa Irina y accederemos a los desagradables sucesos que le hicieron perder la cordura. Sufre manía persecutoria y teme que los agentes secretos que destrozaron su mundo vuelvan a por ella para seguir infligiéndole daño.

Todos desapareceremos sin dejar rastro, me dijo, todos desapareceremos y nada quedará de nosotros, pues así lo quiere ella. ¿Quién?, le pregunté. Irina se dio la vuelta y se desabrochó el pijama, dejando al descubierto su espalda. Tenía tatuada de manera un tanto torpe una Luna enorme y redonda, sonriente y llena de arañazos y cicatrices cubriéndole la totalidad de la espalda.

Esta novela explora la importancia que puede tener cualquier gesto nimio, cualquier pequeña decisión que tomemos sin darle importancia, para el devenir de nuestra vida y las implicaciones que puede tener en las vidas ajenas. Asistimos al paso de los años en unas pocas páginas y al modo en que aquello por lo que uno fue casi capaz de desvivirse ya es sólo una frágil colección de recuerdos que cabe en una caja de galletas deslucida.

La vida en una caja de galletas
Sin duda, la trama está muy bien construida y aunque de entrada parece ser un tanto compleja por la rareza de los acontecimientos y la prolongación en el tiempo durante generaciones, sin embargo es una lectura muy cómoda, con una prosa honesta y que mantiene el ritmo desde el principio.

Estoy haciendo bocetos para decidir cómo será la primera escultura que se llevará a la Luna.

Se aprecia un gusto especial por construir un libro a la altura del género, que quizá no sea una novela inolvidable pero que está repleta de frases que piden a gritos ser subrayadas, y fragmentos hermosos y delicados que transmiten el placer por un trabajo bien hecho.

Si uno se sitúa en el pellejo del protagonista principal, una vez que ha pasado el tiempo y recuerda su historia y cómo influyó una breve temporada de su juventud en el resto de su vida, es fácil que el lector se detenga a meditar al menos por un instante en su propia circunstancia, en las vidas ajenas que han marcado la suya y en los actos propios que han modificado el devenir de las personas de su entorno.

Es así como la literatura nos convierte en mejores personas, y creo sin duda que Juan Miguel Contreras transmite en “La muñeca rusa” un mensaje vitalista muy válido para los lectores afortunados que se atrevan a realizar un viaje espacial entre sus páginas.

http://elmardeletras.blogspot.com.es/2016/07/la-muneca-rusa-juan-miguel-contreras.html

viernes, 17 de junio de 2016

Sergéi Pavlovich Korolev. El diseñador Jefe. Biografía gravitatoria


Artículo aparecido en la revista "La aventura de la Historia", número 212. Junio 2016


EL HOMBRE QUE NOS LLEVÓ AL COSMOS.

La humanidad siempre ha soñado con recorrer el cielo, no sólo como un pájaro, sino más allá, hasta la Luna y las estrellas. Un día lo hicimos por primera vez, lanzamos un cohete que salió de la atmósfera, enviamos un hombre al espacio que regresó con vida (un cosmonauta) y, entre otros grandes logros, otro hombre (un astronauta), pisó la Luna. Siglos y siglos soñando e imaginando llegar a ella, y lo que pasó después fue que la fuimos olvidando, como un amante que pierde el interés por el objeto deseado una vez que lo ha conquistado.

Doce hombres han paseado por la Luna. La última vez, en 1972. Ya no hemos vuelto a ir. Uno de los dos hombres que propició todos aquellos hitos no vivió para verlo. Seguramente, si hubiera vivido más, hubieran sido otros hombres, y otras banderas, las que hubiesen pisado la superficie de Selene. Este año se cumplen 50 años de su desaparición. Lo llamaban el Diseñador Jefe, y desde el más completo anonimato consiguió cosas que sólo pueden producir asombro y admiración. Su vida, sólo conocida tras su muerte, también produce el mismo efecto. Se llamaba Sergéi Pavlovich Korolev, genial ingeniero soviético y célebre diseñador de cohetes. Como suele ocurrir con los genios, fue un personaje singular: comunista represaliado por el estalinismo, austero, íntegro y frugal pero también mujeriego e infiel, hábil entre políticos grises y extraordinario inventor de astronaves.

Entre 1957 y 1966, la Unión Soviética asombró al mundo una y otra vez con los éxitos extraordinarios de su programa espacial, siendo la primera en hacer que la especie humana abandonara la cálida atmósfera que nos vio nacer. Aquellas hazañas dejaron lívidos a sus enemigos y cautivó el entusiasmo de millones de personas por todo el mundo. Tras todas ellas estaba la mano de Sergéi Pavlovich Korolev. Por desgracia su vida no fue larga: nació el 12 de enero de 1907 en la ciudad de Zhitómir (Ucrania) y falleció el 16 de enero de 1966 en Moscú. Su biografía, independientemente de sus increíbles logros, fue tan terrible como fascinante.

Korolev con su hija y su sobrina. © RIA Novosti / Sputnik
Korolev tuvo una infancia complicada, con unos padres ausentes y criado por sus abuelos. El segundo esposo de su madre, un ingeniero eléctrico, resultó ser una buena influencia, transmitiéndole la fascinación por inventar y crear artilugios mecánicos. Se mudaron a Odessa, donde vivió la Revolución y conoció el hambre y el tifus. En 1923 ingresó en la escuela de formación profesional, en la rama de carpintería. También comenzó a pilotar planeadores en el aeroclub local, uniéndose a una asociación aeronáutica y consiguiendo el título de piloto. Posteriormente ingresó en la Facultad de Aeromecánica del Instituto Politécnico de Kiev. Poco después se trasladó a Moscú, a la Escuela Técnica Superior, en donde se graduaría en 1929 bajo la tutela de Andrei Tupolev. Fue en aquellos años cuando conoció la obra de Konstantín Tsiolkovski, provocando que su pasión por el cielo se ampliara hasta el cosmos.  En 1931 entra a trabajar con Tupolev en una oficina de diseños aeronáuticos experimentales, y meses más tarde ayuda a fundar el GIRD (Grupo de Investigaciones en Propulsión a Chorro), que pronto dirigiría. En 1933 esta organización se fusiona con el Laboratorio de Dinámica de Gases de Leningrado, creándose el Instituto de Investigaciones en Propulsión a Chorro (El RNII). Allí coincide con otros ingenieros interesados en los viajes espaciales, entre ellos Valentin Glushko, el cual había conocido personalmente al citado Tsiolkovski.
Imagen extraída del libro "PS SP" AQUI


Tuvo una hija, Natasha, junto a Xenia Vincentini, y en 1935 obtuvieron su propio apartamento, coincidiendo con su nombramiento como Director de la Sección de Misiles de Crucero en el Instituto Científico de Investigación de la región de Moscú. Korolev adquirió fama de ser un gestor de proyectos capaz y exigente; pronto consiguió desarrollar un sistema giroscópico capaz de controlar los movimientos de una aeronave a largas distancias, origen de los modernos sistemas de navegación automáticos.
Pero llegaron los terribles años 1937 y 1938, cuando la URSS se vio inmersa en una delirante ola de purgas estalinistas. Cualquiera, a cualquier hora y por cualquier motivo, podía ser arrestado. El 28 de junio de 1938 detuvieron también a Sergéi Korolev. Se le acusó de afiliación a organización trotskista, sabotaje y ralentización premeditada de las labores en la fabricación de armamentos modernos para el Ejército Rojo. Hubo varios denunciantes, entre ellos Valentín Glushko. Fue condenado a diez años de trabajos forzados, primero en el ferrocarril transiberiano, y después en las minas de oro de Kolymá, donde estuvo más de un año, perdiendo todos los dientes y adquiriendo diversos problemas de salud que años después conducirían a su temprana muerte.

imagen extraída de libro "PS SP" AQUI

Los avatares de la guerra y el avance del ejército nazi hasta las puertas de Moscú, provocaron que a Stalin no le quedase más remedio que “rescatar” a multitud de represaliados; entre ellos estaba Andréi Tupolev, que también cumplía condena en una sharashka (un centro de detención para científicos e intelectuales útiles al estado, menos duro que los gulags, y con cierta calidad de vida). Se le había encomendado la creación de aviones de bombardeo, pero apenas contaba con personal cualificado. Tupolev envió una lista con 25 nombres al correspondiente Comisario de la NKVD. La guerra apremiaba más que la reeducación, por lo que así fue cómo Korolev, sin dejar de ser considerado preso, fue enviado a trabajar con su antiguo mentor.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Korolev fue liberado, recibió su primera condecoración (la Insignia de Honor) y se le otorgó el grado de coronel del Ejército Rojo en el departamento científico. Pronto fue trasladado al OKB-1 (Oficina de Diseños Experimentales), donde estaban los científicos alemanes de los legendarios cohetes V-2 capturados por las fuerzas soviéticas, así como planos y componentes de los mismos. Es entonces cuando se le encomienda la tarea de diseñar el primer misil balístico intercontinental (ICBM) de la historia.

El equipo de Korolev tomó únicamente las partes más interesantes de la tecnología germana y desechó lo demás en favor de conceptos propios (bien es cierto que los Estados Unidos sólo habían dejado varias carcasas vacías de V-2 tras su paso por Peenemünde, dentro de la Operación Paperclip). Tras años de trabajo, el resultado sería el mítico cohete R-7, más conocido como Semyorka (“el siete”).

En 1957, durante el Año Geofísico Internacional, la idea de lanzar un satélite artificial  comenzó a aparecer en la prensa occidental. Anteriormente, en 1953, Korolev ya había propuesto utilizar uno de aquellos Semyorka para viajar al espacio, pero sus fantasías espaciales sólo interesaban para su uso militar. El equipo de Korolev pensó que podrían superar a los Estados Unidos, así que volvió a sugerirlo, consiguiendo finalmente el apoyo del gobierno. Oficialmente comenzaba la Carrera Espacial, un enfrentamiento que no sólo fue científico y tecnológico, sino también ideológico, moral, social, filosófico y político.

El desarrollo del Sputnik les llevó menos de un mes. Era un diseño muy sencillo: una bola metálica pulida, un transmisor, instrumentos de medición y las baterías. Finalmente, a las 22:28 del 4 de octubre de 1957, hora de Moscú, un cohete R-7 Semyorka despegó desde una plataforma secreta en Tyuratam, Kazajastán, en lo que hoy se conoce como Cosmódromo de Baikonur. Aquel acontecimiento tuvo un efecto electrizante. El impacto del Sputnik 1 fue inmenso en todo el planeta, propulsando instantáneamente a la Unión Soviética a la posición de superpotencia global dominante. Un Jrushchov pletórico decidió que debía haber un nuevo logro para el 40º aniversario de la Revolución de Octubre, el 3 de noviembre. Por tanto, Korolev disponía de menos de un mes para prepararlo. Esta vez el Sputnik 2 pesaría seis veces más, e incluiría como tripulante a la perra Laika. No hubo tiempo para pruebas. El lanzamiento fue un éxito, y Laika sobrevivió al despegue, aunque moriría poco después debido al agotamiento y al calor.

Tras esos dos hitos, el equipo del Diseñador Jefe trabajaba a destajo en la OKB-1 de Moscú, desarrollando varios programas a la vez. Uno de ellos, aún ultrasecreto, se denominaba Mechta ("Sueño"). El sueño consistía en llegar hasta la Luna orbitando alrededor de la Tierra. El primer intento se produjo el dos de enero de 1959. La idea era estrellar una nave automatizada contra la Luna. Este lanzamiento, llamado Luna 1, erró por casi seis mil kilómetros; pero fue el primer artefacto humano en alcanzar la velocidad necesaria para escapar de la gravedad terrestre, además de convertirse de paso en el primero en orbitar el Sol (de hecho, ahí continúa, entre la Tierra y Marte).

El 13 de septiembre del mismo año, despegaba de Baikonur una segunda sonda espacial: se llamaba Luna 2. Treinta y tres horas y media después del lanzamiento, se estrelló deliberadamente entre los cráteres Arístides, Arquímedes y Autólico, al este del Mar de la Serenidad. Fue la primera vez en que un objeto creado por manos humanas entraba en contacto con un lugar extraterrestre. Menos de un mes después, el 6 de octubre, una tercera nave, Luna 3, dio la vuelta a nuestro satélite, fotografiando por primera vez su cara oculta, hasta entonces desconocida para la humanidad; es por ello que la mayoría de los cráteres tienen nombre ruso. El equipo del Diseñador Jefe estaba preparado para un éxito aún mayor. De manera muy discreta, durante los siguientes meses, hasta seis perros viajaron al espacio en naves cada vez más sofisticadas. Algunos lograron regresar con vida.

Sergei Korolev comunicándose con la Vostok de Yuri Gagarin. © RIA Novosti / Sputnik
También durante 1959 había comenzado la selección de cosmonautas. Korolev había dispuesto que fuesen pilotos preferiblemente jóvenes, con una edad comprendida entre 25 y 30 años y una estatura no superior a los 1,70 metros. El 11 de enero de 1960 se estableció un centro exclusivo de entrenamiento en unas instalaciones situadas cerca de la base aérea de Frunze, a las afueras de Moscú. El comandante Konstantin Vershinin elaboró la lista oficial de los veinte candidatos el 25 de febrero. Todo parecía suceder demasiado rápido, pero no había vuelta atrás. Resultaba obvio que los veinte candidatos no podrían participar al mismo tiempo, por lo que el 30 de mayo se crea un grupo con los seis mejores cosmonautas. Dos destacaban sobre sus compañeros: el brillante militar Gherman Stepanovich Titov, y el hijo de unos granjeros koljosianos, un piloto inteligente, vivaracho y ligón conocido como Yuri Alexéievich Gagarin.

A finales de 1960 comienzan a visitar las instalaciones donde se está construyendo la Vostok 3KA. Durante una de esas visitas tiene lugar el primer encuentro cara a cara entre Gagarin y Korolev. La fascinación y afecto entre ambos fue instantáneo. El entusiasmo contagioso de Gagarin, así como su honda comprensión de lo que para la humanidad significaba todo aquello, impresionaron muy favorablemente a Korolev. Sobre el papel, la opción más lógica era Titov, pero Sergéi Pavlovich sabía que Gagarin era una apuesta mejor. No sólo resultaba más propagandístico, sino que Yuri demostró ser un excelente técnico que había memorizado al detalle cada elemento tecnológico de la nave así como todos los pasos del vuelo.
 Sergei Korolev se despide de Yuri Gagarin antes del lanzamiento. © A. Sverdlov / Sputnik

Yuri Gagarin, vestido con su traje de presión Sokol SK-1, subiría en el ascensor que le conduciría hasta la parte superior del cohete, donde se encontraba el acceso a la cápsula, en la mañana del 12 de abril de 1961. A las 9:07 hora de Moscú, la Vostok 1 levantaría el vuelo. “¡Lanzamiento! Te deseamos buen viaje”, dijo Korolev. “Поехали! (¡allá vamos!) Hasta pronto, camaradas” respondería eufórico Gagarin. Durante los siguientes 108 minutos, Yuri describió una órbita completa alrededor de la vieja Tierra, alcanzando 327 km de altitud, y descendiendo un soleado y fabuloso día de primavera hasta tomar tierra cerca de Smelovka, un pequeño pueblo de la región de Saratov. El impacto en la opinión pública mundial fue tal, que resulta difícil de explicar. El camino parecía trazado con firmeza, por lo que sólo había que realizarlo Los Estadounidenses parecían estar a años luz, pero ni Korolev ni Jrushchev se querían confiar.

El 6 de agosto del mismo año, Gherman Titov subió también al cosmos, en la Vostok 2. Las Vostok 3 y 4, en 1962, se lanzaron simultáneamente y se aproximaron hasta comunicarse, ejecutando un ensamblaje. Luego fue el turno de Valentina Tereshkova, en 1963, convirtiéndose en la primera mujer en el espacio. En 1965 se produjo el primer paseo espacial, a cargo de Alekséi Leónov. El Diseñador Jefe aún tuvo tiempo para iniciar los proyectos Marte y Venus, que enviaron sondas a los respectivos planetas, y concebir el Programa Soyuz, tan clave hoy en día.

Korolev junto al cosmonauta Vladimir Komarov en Baikonur. © RIA Novosti / Sputnik

Sin embargo, no todo eran buenas noticias. En 1962 sus problemas de salud comenzaron a dar la cara: Una hemorragia intestinal obligó a ingresarle de urgencias. Anteriormente, el 3 de diciembre de 1960, cuatro meses antes del vuelo de Gagarin, Korolev había sufrido su primer ataque cardíaco. También se había diagnosticado un grave problema renal a consecuencia de su paso por los campos de trabajos forzados de Kolymá. En 1964, le diagnosticaron arritmia cardiaca en su ya muy débil corazón. Además se estaba quedando sordo, debido a su presencia en numerosas pruebas de lanzamiento. En diciembre de 1965, cuando la Venera 3 ya viajaba hacia Venus, le diagnosticaron pólipos intestinales. Ingresó en un hospital para operárselos, pero resultó ser un tumor abdominal de gran tamaño. La intervención se complicó y el Diseñador Jefe, muy debilitado, dejó su vida en la mesa de operaciones, el 14 de enero de 1966, un mes antes de que su Luna 9 se convirtiera en la primera en alunizar de manera automatizada. Tenía 59 años. Fue enterrado con honores en el muro del Kremlin.

El mundo descubrió su nombre el 16 de enero de 1966, cuando Pravda publicó su foto junto a su obituario. El legendario Diseñador Jefe del Programa Espacial Soviético resultó que se llamaba Sergéi Pavlovich Korolev (también transliterado como Koroliov): El hombre que había sacado a la especie humana del planeta donde había surgido por primera vez.

Los primero 20 cosmonautas soviéticos con Korolev en 1961 Foto: RIA Novosti

martes, 14 de junio de 2016

Las cenizas del diseñador Jefe. Sergéi Pavlovich Korolev, la estela de un hombre invisible




Con vistas a terminar de una vez de colgar entradas dedicadas a la carrera espacial soviética, pongo el primero de varios artículos que me encargaron para la revista "LA AVENTURA DE LA HISTORIA", número 212, de junio de 2016. Me encargaron una biografía sobre Sergéi Pavlovich Korolev, y dos anexos. como soy nuevo en esto, escribí mas palabras de las que me pidieron, así que hubo que recortar y adaptar. Este que sigue era uno de los anexos, lo pongo íntegro. Los próximos días pondré la biografía y otro artículo que quedó fuera.


Las cenizas de Korolev


Dicen que una de las frases que Sergéi Pavlovich Korolev más repetía era: “Todos desapareceremos sin dejar rastro”. Curiosa expresión para alguien que sobrevivió al gulag y, sobre todo, para un hombre que soñaba con construir naves que viajaran al cosmos. Fue tras su liberación que Korolev se vio obligado a vivir sin rastro; él era el Diseñador Jefe, alguien sin nombre, ocultado para poder con ello proteger su vida, su preciada vida, aunque solamente unos años antes esa misma vida no hubiera valido nada, a punto de dejarla tirada en una mina de oro, convertido en un animal.

Es posible que en toda la historia de la ciencia de la URSS no haya habido especialistas con una identidad más secreta que él. En la prensa nunca se decía su nombre. Las condecoraciones que recibió en vida fueron secretas (Héroe del Trabajo Socialista en 1956 y 1961, Premio Lenin en 1957, y en 1958 fue elegido miembro de la Academia Rusa de las Ciencias). Incluso se le otorgó el Premio Nobel, pero fue rechazado por Jrushchov, alegando precisamente el carácter secreto del Diseñador Jefe. Cuando murió, contradiciendo su ahora famosa frase, fue enterrado con honores en el Mausoleo de la muralla del Kremlin, algo reservado únicamente a los grandes héroes de la revolución. Un gran desfile fue organizado en su nombre y su féretro fue custodiado por una guardia de honor. Se puso su nombre a una calle, actualmente denominada Úlitsa Akadémika Koroliova (Calle del Académico Korolev). En 1975 se inauguró una casa museo en el hogar que habitó en Moscú entre 1959 y 1966. Boris Yetsin renombró la ciudad de Kaliningrado como Korolev, hogar de la mayor compañía espacia rusa, S.P. Korolev Rocket and Space Corporation (el originario bureau que él inauguró en 1946, el OKB-1). Un cráter de la cara oscura de la Luna lleva su nombre, así como otro en Marte. También existe el asteroide 1855 Korolev.


Seguramente, un hombre que pasó por lo que él tuvo que pasar y que falleció sin haber conseguido llevar al primer hombre a la Luna, todas esas distinciones le habrían hecho torcer el rostro y sonreír, pero la historia aún le guardaba una última ironía. Se cuenta que sus cenizas iban a bordo de la Soyuz-1, con la intención de ser depositadas en la Luna. Como sabemos, el destino de la Soyuz-1 fue funesto, por lo que es posible que sus cenizas se dispersaran por el cosmos, mezcladas con los restos del cohete. A pesar de pisar terreno pantanoso en este asunto (puede resultar posible que aparezca un archivo aún sin desclasificar corroborando esto) esta última historia sus a mera especulación romántica, pero uno no puede evitar imaginar que fue así, o que debería haber sido así. Sucediese lo que sucediese, tanto como si sus restos siguen en el muro del Kremlin como si están flotando por el cosmos, no queda más remedio que darle la razón a Sergéi Pavlovich y afirmar que “todos desaparecemos sin dejar rastro”.
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