miércoles, 30 de marzo de 2011

Se acabó La Pecera

Se acabó. Es tarde mientras escribo esto. Nunca se debe escribir “se acabó” demasiado tarde. Nuevos hábitos, nuevas rutinas, nuevos flamantes minutos donde acaparar toda la rabia y toda la esperanza. Se acabó, y es algo que no está mal. Se acabó la aventura; por lo menos hubo aventura; se acabó el sueño cuando estaba a punto de convertirse en pesadilla, aunque tampoco fuese siempre un sueño plácido. No estoy haciendo balance. Aún es pronto. 

Sólo quería escribir esto, se acabó. No escribo conectado, es decir, estoy tecleando sabiendo que esto lo colgaré en otro momento. Dí de baja el teléfono de la tienda y ya no ha habido, ni habrá, más mañanas perdidas escribiendo por escribir en el blog, de momento. La casualidad, y la mudanza, han hecho que pase esta noche en la pecera, arriba, en una habitación casi vacía, despojada de las cosas que creo que necesito cerca, guardadas ahora en bolsas y cajas; se ven las grietas como crueles cicatrices bajando por las cuatro paredes; una cama (la cama fakir), un flexo roto, unos zapatos viejos, alguna bolsa con cosas de última hora, de esas que uno no sabe dónde guardar, ni por qué, ni para qué las guarda. Le debo estas líneas a la tienda. El zumbido de un asmático calefactor de aire marca el ritmo, hace fresco, o al menos yo tengo frío, debe ser el vacío y las noches traicioneras de la primavera. No hay nada que decir de la tienda, ya está todo dicho, y ahí está para curiosos y masoquistas las pocas entradas que he salvado de la quema, las pocas que no me he llevado a otro lugar, y que se quedarán aquí testimonialmente. Que la librería siga en marcha aplaca los dolores de cabeza que sufrí, las cuentas que salieron mal; como si el coche que con tanto ahínco trataste de personalizar lo vendieses de segunda mano por problemas de solvencia,  por un cambio de residencia, por un peso que necesitas quitarte, por un ansia de salir y seguir hacia delante, o por todo ello y por nada de eso a la vez, por alguien a quien seguir y por ti a quien salvar, porque la vida se reinventa y uno necesita seguir creyendo que tenemos algo que ver en nuestras decisiones y que ni el guión está del todo escrito ni aún tiene un final previsible y aburrido. Una de las visitas más reconfortantes que he tenido antes de cerrar fue el viernes pasado; alguien a quien ya no esperaba, una clienta habitual, una amiga fugaz, una conocida íntima, vino tarde y quiso comprar por última vez en La Pecera. Es joven, preciosa y se le adivina un talento que debe dejar salir. Me dijo que de algún modo me veía como la muestra de que las cosas cambian, que cambiamos, que no pasa nada por reinventarse las veces que haga falta, que no hay vocaciones inamovibles que acaban por esclavizarnos si nosotros no queremos. Algo así dijo, no sé si la lírica barata me deja decirlo bien.

Ahora toca cambiar otra vez. Estos días han estado llenos de papeleo, bajas de autónomo, altas en el paro, peticiones de vida laboral, trabajadoras del servicio de empleo intentando comprender cómo rellenar mi demanda de empleo, cómo poner las cosas que digo haber hecho y saber, o estar dispuesto a hacer; días de inútiles instancias escritas como cartas a los reyes magos, días de sentir la librería lejana, pequeña, sin importancia, días de seguir yendo a la piscina a nadar porque cada brazada me marca hasta donde sigue llegando mi cuerpo, principio y fin de todas y cada una de mis reconversiones. Pinté la pecera, monté sus estanterías, la llené de libros, la dejé empolvarse, coqueta y soberbia, la barrí, la malcrié y la descuidé, la mantuve a flote cuando el agua me llegaba al cuello, pero ya está, se acabó, la vendí. La malvendí por cuatro duros, con lo que al menos podré pagar alguna de las deudas que he ido acumulando, aunque intento que eso no me obsesione demasiado. He hecho muchas cosas aquí dentro, incluso escribí una novela en ella y, en parte, sobre ella; de nada sirvió, acabó en una carpeta en el escritorio de este ordenador portátil e impresa en una carpeta en un cajón. Pero eso ya lo sabía, si me molestó algo fue mi ingenuidad al creer que con eso podía cambiar mi suerte, que soy algo más que mis ingresos y mis gastos y mis impuestos y mis achaques, pero la verdad es que, realmente, suerte, en el fondo, he tenido mucha; que quiera estabilidad no significa que quiera más, sólo quiero tiempo para mí y mis lecturas, mi melomanía, mi indignación y mis ganas de querer a quien me quiere, no quiero más; por tener, tengo libros sin leer al menos para un par de años, y tres o cuatro ideas para creerme capacitado para volver a intentar contar algo por escrito. Me despido de la tienda con un brindis al sol, con una carrera por el bosque con los grilletes rotos por un cortafríos oxidado, tirando mi traje a rayas entre la maleza, marchándome lejos de algo que quizá debería haber sido mi oasis pero que se acabó convirtiendo casi en mi prisión. Se acabó. Ahí se queda la librería. Me importa tanto que no me afecta qué pueda ser de ella; o quizá me importa tan poco que no creo que vuelva a desear querer entrar en ella. Si aún alguien sigue ahí, recuerde el rancio consejo que puede dar alguien que tuvo un oficio también claramente rancio y en recesión: no dejen de leer, libros; no dejen de perderse por cualquier lugar con un libro de papel en los bolsillos o en la maleta...
Visto lo visto, creo que sólo puedo terminar escuchando y viendo esto...

martes, 29 de marzo de 2011

Mircea Cărtărescu. Por qué nos gustan las mujeres.

Una última recomendación antes de que caiga el telón... Mircea Cartarescu... De ce iubim femeile. Precioso, brutal, verdadero, desde hoy imprescindible... Así empieza...

"Ruego a las distinguidas lectoras de este libro que no me tachen ya de entrada de pedante si empiezo con una cita. Durante la adolescencia tenía la estúpida costumbre de hablar en citas, lo que me granjeaba una fama bastante triste en el Liceo Cantemir. Mis colegas iban a la escuela con un magnetófono de diez kilos, ponían música y bailaban en la clase de francés...; “el Garzonelo”, nuestro maniático profesor, reunía  a las chicas a su alrededor y les contaba cómo se dicen todas las porquerías en francés… Un par de alumnos hojeaban revistas porno suecas al fondo de la clase… Sólo yo, que vivía únicamente en el mundo de los libros, subía a la pizarra y la emborronaba con alguna cita de Camus o de T.S. Eliot, que cantaba como una almeja en el ambiente de desmadre de nuestra aula polvorienta y desconchada… Al verla, las chicas que estaban con las piernas cruzadas sobre el pupitre enseñando los muslos por debajo de la falda arremangada de sus uniformes, ni siquiera se molestaban en hacer una mueca o en echarse a reír con desprecio. Se habían acostumbrado. Me miraban como si yo no hubiera existido nunca. Y así fue como pasé los años del liceo: un tipo raro con el uniforme deshilachado que escribe textos ininteligibles en la pizarra o habla con los castaños plantados a lo largo de las pistas de salto de longitud. Hablaba en citas, no por esnobismo, ni para darme importancia (no te podías dar importancia si no era con la música rock o con la lista de tus conquistas, el resto eran bobadas), sino porque llegaba a querer a un autor hasta la locura, y a identificarme con él y a creer que sólo las palabras que había pronunciado alguna vez expresaban la verdad fundamental del mundo, mientras que todo lo demás era mera palabrería.

Con el tiempo he seguido siendo el mismo jerk al que le da lo mismo lo que uno se pone, come o dice delante de una cerveza o en un coloquio, pero he aprendido a ser más prudente en dos cosas, por lo menos. La primera: al relatar los sueños, y la segunda: al citar a mis autores preferidos. Ambas cosas aburren mortalmente, tanto por escrito como en una conversación, y hacen que te cuelguen la etiqueta de tipo impresentable…"

Mircea Cartarescu. Por qué nos gustan las mujeres. Editorial Funambulista



Tras ese comienzo, se desarrollan una serie de lo que podrían llamarse relatos, visiones de mujeres que han pasado por la vida del narrador (posíblemente el propio Mircea, pero con la literatura nunca se sabe, ¿no?), mujeres que sirven de excusa para apuntar un discurso vital, o quizá sea al revés, quizá sea la vida la que se sostiene y desarrolla para encontrar a esas mujeres que nos dignifican, moldean, crean y dan sentido. Uno cuenta cosas, momentos duros, por ejemplo, o momentos importantes, y si quitas todo lo superfluo, ¿qué queda? Pues eso. Si además escribes como Cartarescu, poco más se puede decir salvo volver y releer cuando haga falta, es decir, cuando admitamos sin posibilidad de retorno, que somos lo que somos por las personas (en este caso, mujeres) con las que nos cruzamos a lo largo de los años...
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lunes, 21 de marzo de 2011

El sillón para morirse

Todas las librerías tienen un sillón para morirse, todas; viene con la licencia de apertura. Un transportista con bigote y levita aparece el mismo día que vuelves tú del ayuntamiento con tu flamante licencia, pensando si ir directamente a plastificarla o a enmarcarla, y a medio día, puntuales como un reloj de arena, resulta que te dejan un paquete enorme donde hay un nota adjunta en la que se te comunica que el gremio de libreros de Canciones Tristes te obsequia con un auténtico sillón para morirse. El problema no es ya el sillón en sí, que es un arma en toda regla, y no precisamente cargada de futuro, sino dónde lo pones y, claro, hay que buscarle un sitio, y uno ya empieza su primer día como librero con estrés. Casi todos en el oficio esconden el sillón, lo meten en el almacén o lo ponen en un rinconcito de la oficina y ahí se queda. Un día, todo librero que se precie, acaba dejándose caer en él, algunos por despiste, otros por curiosidad, los más por accidente, pero casi ninguno se muere esa primera vez, porque resulta que el sillón nunca viene con hojita de instrucciones y resulta que sí, es un sillón para morirse, qué duda cabe, pero como los fabrican en Rusia, a veces funciona y a veces no, así que poco a poco el librero le va pillando cariño a leer en su sillón para morirse, y termina por no saber si ese libro con el que se esconde para leer en su sillón serán el último que lea. 

A fuerza de echarse siestas en él, la mayoría de los libreros creen que están inmunizados de por vida, aunque a veces les llegan cartas donde les comunican que tal librero ha fallecido sentado en un sillón de su librería, pero como no pueden dejar de sentarse a leer en él, el oficio de librero con el paso de los años se ha convertido en una profesión de alto riesgo, aunque no lo parezca. Por norma, cuando una librería va a cerrar, se suele sacar y poner el sillón a la vista porque saben que el mismo transportista con bigote y levita vendrá a llevarse el sillón para morirse pero nadie sabe cuándo, sólo que vendrán a por él, así que el librero, que con el paso de los años suele convertirse en un ser atormentado, prefiere sentarse él mismo en el sillón y pasar esos últimos días ahí, disimulando, haciendo como que lee, quedando como un maleducado cuando la gente le pide libros y él ni siquiera se levanta del sillón,  dando permiso para cojan lo que quieran (o quede en las estanterías en esos últimos días), respondiendo cuando la gente se cansa de esperar a que le cobren, "me levantaría, pero preferiría no hacerlo...", sin que nadie nunca llegue a saber que realmente les está salvando la vida... Melville lo sabía, y Cortázar también, pero nunca contaron toda la verdad del asunto.



Propiedades de un sillón (fragmento), Julio Cortázar, en Historias de Cronopios y de Famas (1962)  
"En casa del Jacinto hay un sillón para morirse. Cuando la gente se pone vieja, un día la invitan a sentarse en el sillón que es un sillón como todos pero con una estrellita plateada en el centro del respaldo. La persona invitada suspira, mueve un poco las manos como si quisiera alejar la invitación y después va a sentarse en el sillón y se muere. Los chicos, siempre traviesos, se divierten en engañar a las visitas en ausencia de la madre, y las invitan a sentarse en el sillón. Como las visitas están enteradas pero saben que de eso no se debe hablar, miran a los chicos con gran confusión y se excusan con palabras que nunca se emplean cuando se habla con los chicos, cosa que a éstos los regocija extraordinariamente.
Al final las visitas se valen de cualquier pretexto para no sentarse, pero más tarde la madre se da cuenta de lo sucedido y a la hora de acostarse hay palizas terribles. No por eso escarmientan, de cuando en cuando consiguen engañar a alguna visita cándida y la hacen sentarse en el sillón. En esos casos los padres disimulan, pues temen que los vecinos lleguen a enterarse de las propiedades del sillón y vengan a pedirlo prestado para hacer sentar a una u otra persona de su familia o amistad. Entretanto los chicos van creciendo y llega un día en que sin saber por qué dejan de interesarse por el sillón y las visitas. Más bien evitan entrar en la sala, hacen un rodeo por el patio, y los padres, que ya están muy viejos, cierran con llave la puerta de la sala y miran atentamente a sus hijos como queriendo leer su pensamiento. Los hijos desvían la mirada y dicen que ya es hora de comer o de acostarse.
Por las mañanas el padre se levanta el primero y va siempre a mirar si la puerta de la sala sigue cerrada con llave, o si alguno de los hijos no ha abierto la puerta para que se vea el sillón desde el comedor, porque la estrellita de plata brilla hasta en la oscuridad y se la ve perfectamente desde cualquier parte del comedor. "

miércoles, 16 de marzo de 2011

Cosas. Teo Serna.

Me envía Teo Serna un poema, escrito tras leer cosas de este blog y enviado a mí "porque le da la gana", así que yo hago lo propio, lleno de sorpresa y agradecimiento... Gran tipo, sí señor... Yo por mi parte sigo guardando cosas mientras me despeino decimonónicamente, arrugo mi levita, dejo caer con una mano "clinex" salados entre aullidos por los rincones mientras con la otra cojo libros y leo en voz alta fragmentos contodo lo engolada que mi voz puede sonar, lo típico en estas situaciones, Melville, Homero, Celine, Shakespeare... y de paso este poema, claro...


COSAS

Amamos las cosas:
los libros,
los lapiceros,
los discos de vinilo,
los cuadernos viejos…
Cosas.
Solo cosas que palpamos, que sentimos,
que creemos únicas, necesarias.
Acariciamos cosas
como acariciamos la piel de una mujer
o el lomo de un gato torpe.
Cosas que están ahí
porque nosotros las cogimos,
o quizá  las encontramos como el tesoro ése
de algún pirata.
En cualquier caso,
cosas que hicimos nuestras porque, a veces,
necesitamos sentirnos algo menos pobres.
Cosas tontas:
canicas, cucharas, una afeitadora,
un soldadito de plástico,
un sello de hace 20 años.
Ellas seguirán, de alguna manera
(ya lo dijo Borges).
Nosotros no.
Pero nosotros pasaremos a ser cosas también:
una camisa, unos huesos, una foto,
una carta apenas empezada,
un cerco seco en la boca de un vaso,
una tarjeta de crédito caducada.
Una huella en la habitación aquella.
Cosas.
Solo cosas.

domingo, 13 de marzo de 2011

Trece imágenes. (The Acuarium LP Compilation. Vol I)

Imágenes, o tal vez escenas; de casi la mitad no hay documento visual, sólo palabras, la mía y con las que lo cuento.

Mi lugar y aparejo favoritos para leer

DOS. Un chico de unos once o doce años, habitual (somos pocos y aquí con un par de veces te conviertes en habitual), con pinta de tener los pulgares fuertes por la Nintendo y gustos indefinidos (vamos, que lo mismo puede escuchar a Mago de Oz que a DJ Truhán), de primera impresión altivo pero inequívocamente tímido, seguramente enamorado de alguna compañera de clase, amigo de pocos amigos pero de pandilla grande. Hace dos semanas entra a la librería y se planta frente a la sección de literatura extranjera (es decir, entras y giras el cuerpo el plan chotis, sin moverte de la baldosa, a la derecha). Nunca ha mirado ahí, siempre se va a literatura juvenil fantástica (seis pasos de frente). Yo sigo escribiendo en el blog; me gusta cuando vienen simplemente a mirar, y eso no pasa casi nunca. A los cinco minutos alzo la cabeza y me lo encuentro frente a mí. Me sonríe y me dice: "sólo venía a oler, me encanta cómo huele la librería, os voy a echar de menos". Antes de que me seque las lágrimas, cargue el desfribilador, le haga la ola y me suba la camiseta tapándome la cara y corra en círculos en plan loco suicida por la tienda, el cabrón desaparece.

Phil Lynott enseñándonos que nunca hay camino demasiado difícil ni lugar del que no se pueda regresar
CUATRO: Ayer. Uno de los cinco yonkis habituales entra en la tienda. ¿Me conoces? me pregunta. Claro, le digo (y pienso, vamos hombre, no me jodas). Regularmente se pasan por la tienda a darme pequeños sablazos. Me cuentan histórias ridículas de juntas de culatas rotas de coches que no poseen, de potitos o de pañales para niños que no tienen o de bocadillos que necesitan comprar pero no que yo les haga. Con los cinco he acabado discutiendo y los cinco me han sableado alguna vez. El de ayer, tras preguntarme si le conocía, se me quedó mirando fijamente pero sin verme; me balanceé un poco pero sus ojos siguieron fijos en un punto indeterminado detrás de mí. ¿Sabes lo que me ha pasado? arranca. Mi madre me ha dado seis euros para comprar pan y atún, pero iba para el mercadona y he visto dos campanas; con una moneda las luces han hecho fiuuu y dos camapanas y un plátano. He echado otra moneda y casi la tenía. Cuando me he dado cuenta me he gastado los seis euros. La puta máquina tragaperras me ha dejado sin nada. Déjame seis euros, hazlo por mi madre... Si hubiese sabido que estoy enganchado a la primera temporada de The Wire con la puta y asquerosa verdad igual hubiese ablandado mi corazón. En cuatro años y medio consideré que ya me han puteado bastante.

"First we take Manhattan, then we take Berlin. I'm guided by a signal in the heavens. I'm guided by this birthmark on my skin..."
SEIS: Navidad. Mientras envuelvo unos libros a una mujer. No hay nadie más en la tienda y su hija de cuatro años mira y desordena una mesita baja donde tengo algunos libros de ensayo y filosofía. La mujer regaña a su hija y le dice que no toque, que sea obediente, que deje de portarse mal y que lea los títulos pero que no toque los libros. Han pasado por aquí auténticos niños tiranos más salvajes que esa niña, pero opto por no contradecir a su madre dándole permiso para que toque los libros. Mientras envuelvo el último libro acaba el disco que estaba sonando y se hace el silencio. La niña dice: Mamá.... La madre contesta: Quéééé.... quieres.... La niña dice: ¿Qué es el marxismo? mientras señala un libro de la mesa con una foto imitando la portada de Sgt. Peppers de los Beatles pero con toda la intelligentsia comunista...Librero rompe a reir y la mujer mira a la niña y enrojece, hasta que el librero enmudece y a su vez empieza a enrojecer , justo cuando la mirada de la mujer se vuelve totalmente inquisitiva hacia el pobre librero, que lo único que desea hacer es regalarle a la niña ese libro titulado "Marxismo para principiantes" (Ed. Longseller).

Rótulo luminoso que en el patio de la casa
del librero quedaría fetén pero no puede ser...

OCHO: Antes de ayer. La imagen de la inmensa y radiante sonrisa que acompaña a la cara de sorpresa de una mujer al contestarle el librero que por supuesto que sabe qué son los mandalas y que sí existen libros para colorear mandalas y que en cuatro días tiene un libro así. "Por fin encuentro a alguien que no me toma por loca", dice, "no sabes en la de sitios que he preguntado, hasta mi marido me decía que esas cosas no existen, que eran fantasías mías. En cuanto pinte el que me consigas vendré a por más". Por no cortarle el rollo el librero no se atrevió a decirle que el més que viene no estará. Le ha pedido dos  ejemplares distintos.

Poema de Rodolfo Quintero-Noguera

DIEZ. Librero friega la tienda. Librero deja el mocho a su lado y gruñe al ver el cubo en la otra punta, al lado de la puerta, pues ha ido fregando de espaldas. Librero deja un pasillito de baldosas sin fregar hasta el expositor del centro para poder pasar y colocar unos libros que le acaban de llegar. Librero tropieza. Libros salen volando, uno de ellos vuela más de lo lógico, rebota con el lomo en la estantería, entra en barrena y cae en el cubo tan limpiamente como un tripe de Larry Bird en el último segundo. Librero va hacia el cubo, se escurre con el piso aún húmedo y mientras da con la rodilla en el suelo piensa, "la rodilla no, la rodilla no...que soy autónomo, joder". Mete la mano en el cubo y saca el libro "La sociedad del esptectáculo", Ed. Pre-Textos, 13 €, totalmente empapado. El librero pasa a modo Mr Bean meets Hulk y espeta "me cago en Guy Debord, el los situacionistas y en la puta madre de la vaca que ríe" mientras una monja anciana con hábito blanco de la residencia de ancianos que está a dos manzanas de la librería le mira desde la calle. El librero le mira asu vez y piensa, "como se santigüe meto mi cabeza en el cubo". En vez de eso la monja pregunta como si nada "¿te quedan evangelios del 2011?". Si, claro. "Pues quiero tres". Aunque el librero cojea visiblemente la monja apuntilla, "Si no te importa mejor no entro y me los sacas aquí, no vaya a ser que me escurra yo también..."

DOCE: La semana pasada. Adolescente levemente alolitada entra y se dirige a la sección infantil. Mira (al final los jóvenes son los únicos que vienen y miran un rato antes de elegir). En la pecera suena "Nubes de Papel", el último Depedro y el librero ve que mueve la cabeza y canturrea alguna letra. Pone sobre el mostrador "Memorias de Idhun. La Resistencia", de Laura Gallego (20,95€) y le pregunta a librero cómo está ese libro, que se lo han recomendado sus amigas de clase. Depende de lo que quieras leer, responde el librero. Algo, dice ella, ¿éste es muy fantástico? El librero piensa qué puede significar que un libro sea poco o muy fantástico. Opta por decir de nuevo, depende. ¿Y algo más....? dice ella. El librero le da "El guardián entre el centeno" y "El vaso de plata" de Antoni Marí (precioso). Tras ojearlos (y hojearlos) ella dice, ¿cuál es mejor? Y el librero dice, elige tú. Ella elige "El vaso de plata", pero el librero cree que lo hace más por que no hay tanta diferencia de precio entre ese (13,95) y el de Laura Gallego que quería llevarse que con el de Salinger (7,95). Por el precio no lo hagas, dice. No, no, me apetece éste, dice ella. Al salir de la tienda al librero le da por pensar en eso que llaman efecto mariposa y en la cantidad de veces que ha hecho algo parecido a lo largo de los años.

El descanso del librero

viernes, 11 de marzo de 2011

Obituario autoflagelatorio volumen 1, o ¡Que le corten la cabeza! (volumen 4)

Aprovecho una mañana de calma para escribir, tal y como dice Iván que debo escribir aquí, sin corregir y lo que salga, como si de un match de improvisación se tratase. Quedan veinte días para "cerrar" la librería, y cerrar significa que yo me voy con lo puesto y entra otra persona. La semana que viene me toca aleccionar al joven padawan en las artes libreras que sí, algo tienen de jedi, tanto por lo rancio del oficio (librero, válgame) como por la cara de apollardao que se te acaba poniendo, como si un mal viaje te hubiese dejado en órbita o como si poseyeses un secreto privado, que por muy secreto privado que sea, como no vale para nada (arte de vender libros, válgame -2-) pues de ahí la cara de giliposhas. Me armaré de paciencia, primero porque amo mi tienda y, vale que no es el "enterprais" pero sí un rocín orgulloso y terco que merece un final mejor del que yo le puedo dar, y segundo porque lo que yo creía que era el trabajo más sencillo del mundo parece que no lo es tanto, así que no haré como el capitán Cousteau ante la pregunta de cómo se dirige el Nautilus y  no responderé "pues manejándolo, alma de cántaro, tomas asiento y navegas, que no es una central nuclear", sino que me tendré que sentar y parar ante los detalles, contradicciones, trucos, obviedades y silogismos varios que entraman el noble y vulgar arte de vender libros (válgame -3-). Gestionar libros se me da de puta madre (voy a tirarme alguna flor, hombre ya), ahora bien, gestionar económicamente no se me da tan bien. El fondo bibliográfico que ha llegado a tener la Pecera ha sido algo a tener muy en cuenta (piropeado, no mucho, pero alguna que otra vez, y curiosamente, en un 90 % gente forastera que ha visitado y comprado libros entre estas paredes), pero poco a poco se me ha ido marchitando entre las baldas. Es como si en este pueblo me hubiese puesto una levita, me hubiese dejado un bigote daliniano resultón y hubiese sacado de mi chistera a la misma Venus de Boticceli en la plaza del mercado; hasta ahí todo bien (y hasta aquí me duraron las flores para tirarme) pero he tardado en darme cuenta de que a nadie le parecía interesar tan magna belleza y la Venus hubiese acabado entrando casi en coma por el frío, la indiferencia y la dejadez. Ahora bien, dos cosas; primero, la belleza de la Venus no es cosa mía, traer ediciones bonitas y/o baratas y/o maravillosas y/o simplemente ediciones de Carver, Flaubert, Bolaño, Dante, Quiroga, Ajmátova, Perutz, Cheever, Zola... tener todo el fondo de Impedimenta, poner bien a la vista a Wagenstein, Pron, Halfon, Olmos, Foster Wallace, Giralt Torrent, Cartarescu, es decir, intentar mantener el equilibrio entre un fondo bibliográfico que no sólo huele a polvo y a viejo sino que aún está vivo y es algo con sentido y compaginarlo con el noble arte de surtirme de best sellers, esto es, gestionar una librería, eso, eso se hace con la punta de la pluma de la gorra; y segundo, que eso tan bonito sea rentable ya es otro cantar y es un tema a discutir a fondo, y yo no sólo lo he discutido sino que he acabado molido por unos palos que me han caído por todos lados. He sobrevivido cuatro años y medio porque he optado por quitarme gran parte del pan de la boca, renunciando (pero sin renunciar, he ahí el problema) a lo que pienso que debe ser una librería, porque he sacado un pie fuera y he intentado otras opciones laborales (con un pie fuera tampoco uno puede esperar mucho resultados), así que el afuera de mi pie izquierdo se va a convertir en el dentro de mi todo y la Librería pasa a otras manos. He acabado agotado de mi propia cabezonería y romanticismo, y aunque sea muy bonito ser romántico, también es muy ingrato.  Puedo echarle la culpa a la situación geográfico espacial donde se asienta la librería, que no es moco de pavo, pero en el fondo, sé que el problema soy yo. Nueva gestión, nueva vida, el rey ha muerto; ¡Larga vida a la Pecera!


No estaría mal que un día de estos yo pudiese decir como Aristóteles ante las noticias de las gestas de Alejandro, o como Alexis Korner frente a una foto del dios dorado de Robert Plant: "A ese, a ese truhán, todo lo que sabe, se lo enseñé yo", aunque el espíritu sea otro, aunque el rey esté desnudo, y aunque yo siga sin tener para un café. El brillo de la Pecera, o lo que yo quería que fuese, duró poco, tal vez el segundo semestre del 2007 y el primero del 2008, pero al menos conseguí que algo que hice yo brillara, algo al menos, quien quiera verlo que lo vea, y el que no, pues no, pero la medalla es mía y me importa un carajo que al ponérmela me la haya clavado y hecho sangre, aún así luce bien en mi pechera, y me va niquelada con mi decimonónico monóculo y mi ráncio abolengo proletario. ¿Después de esos meses de gloria...? Luego... pues... luego... Si me pongo a pensar en el luego en vez de flores empiezo a tirarme tomates y ya me flagelo bastante yo con lo mío todos los días. Es como montar un sexshop en Siberia, igual por eso de la novedad y el frío y la mente pervertida de algún Siberiano te funciona, pero o le das otro aire o empiezas a pensar cómo darle salida a todos esos dildos, consoladores y fustas. En el fondo he optado por lo fácil, y es pensar que yo no sé hacerlo de otra manera. Es lo primero que le diré al nuevo dueño, dale un buen giro a esto, cúrrate los coles, los "instis", organiza actividades, lo que sea, pero cámbiala (en el fondo eso fue lo primero que le dije cuando me preguntó la primera vez); no es un vago huraño como yo, conoce a bastante gente, así que le será fácil.

Librera Siberiana con local equipado de calefacción central, ¿quién dijo que éste no es un oficio sexy?

Ahora la Pecera da cosa verla; medio vacía, algo melancólica, con una "mustiéz" enorme recorriendo las baldas; sé que tiene hambre de libros y de lectores pero ya le he dicho que espere. En el fondo, y no sé si lo he dicho alguna vez, creo que no, así que creo que por fin lo diré de una vez, el problema es, como también me han dicho bastantes veces mis amigos, que yo mismo soy mi mejor cliente. Imaginaos ese sexshop bien surtido en Siberia; imaginaos un día típico siberiano; imaginaos ahora a ese sexshopero mano sobre mano mirando sus estanterías, fijándose en esa reproducción del aparato genitourinario de la gran Vanessa del Río y mirando la colección de películas altamente esteticistas y preciosas de Andrew Blake, preguntándose cómo demonios no tiene la tienda llena; ahora imaginad que dicho sexshopero se llama Donatien Alphonse François de Sade, oui, vualá, tre vian... Ahora se entiende que nadie le augure un buen futuro al pintón negocio siberiano de ese vicioso marqués; igual con unas mesitas, unas velas, un suculento bizcocho casero, una selección de tés, un taller del uso y correcto majeno de las bolas chinas, una presentación pública para los paisanos siberianos del "jes extender" fabricado por un vecino poeta y lo mismo el sexshop le funciona, pero es que estamos hablando del puñetero marqués de Sade y ese lo que quiere es lo que quiere, está claro; normal que no tenga visión comercial, pero ni aquí ni en Siberia ni en Sebastopol. Ahora bien, darle a ese onanista degenerado un buen mecenas y un gestor con maña y lo mismo convierte esa tienducha perdida en la Siberia más dejada, apática y sin fuste de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviética en un oasis de perversión y libertinaje. Anda que no... Pero la vida es como es, si no se puede no se puede y además es imposible (pleonasmo espetado por Rafael Gómez Ortega "El Gallo" y máxima vital de este librero), y si una etapa se acaba, pues se acaba y punto. Una cosa está clara, voy a echar mucho de menos ser librero, y sobre todo, voy a echar de menos ser mi mejor cliente. A todo esto, ¿de qué estaba hablando? No lo sé, pero mi amigo dice que no debo corregir esto.

jueves, 10 de marzo de 2011

Tengo sueño

Los días que sueño que estoy en un sueño y que, en algún momento del sueño todo se para y me miro a mi mismo en el sueño y me digo “estás soñando y debes acordarte de esto cuando despiertes porque es importante”, al despertar, de lo único que me acuerdo es de que soñé que tenía que acordarme de algo, pero no de qué tenía que acordarme. Esos días son los días más extraños, o al menos esos son los días en los que me preocupo por cuadrar mi vida, por enderezarla, por recomponerla, como si diese por hecho que no lo estuviera, pues eso es algo de lo que pocas veces estoy seguro, y me atormenta el hecho de haber vivido en el sueño algo esencial y que el haberlo olvidado no me fuese a traer nada bueno; en fin, no lo sé, igual no tiene ningún sentido darle tanta importancia a un mísero sueño, pero, ¿qué hacemos en la vigilia cuando sabemos que hemos despertado de un sueño demasiado real pero del que sólo quedan imágenes como fogonazos? Todo parece más famélico, más ridículo, más tonto, más absurdo...

sábado, 5 de marzo de 2011

HUMANITAS

No encontré por ahí mejor resolución...
Entre otras cosas: lampiño, asexuado, mortecino, clonado y, lo mejor, sin cicatrices...

HUMANITAS
Miguel Oriola. 2002

viernes, 4 de marzo de 2011

De Litoral y desastres personales. De Aluros de plata. De Todo y Nada. Alberto García-Alix

Foto: © Alberto García-Alix
 "Siempre he pensado que el retrato exige una gran capacidad de comprensión, lo cual obliga a comprenderse a uno mismo. Al hacer un retrato, estás jugando con la idea de que la otra persona te muestre una parte de sí misma. Las cámaras me dan miedo, porque sé lo que puede verse a través de ellas. Para empezar, creo que cada uno de los habitantes de la tierra somos un ecce homo. Toda experiencia relacionada con la visión, con la creación, conduce a desangrarse. Mi trabajo no va disociado de mi personalidad. Para hacer fotos, es necesario que sea como soy, porque las fotos nacen de la inestabilidad en la que vivo. Viéndolas, intuyo que lo que puedo contar en el futuro es mi ruina... Será divertido."

Alberto García-Alix. Fotógrafo.



Foto: Alberto García-Alix. Un hombre triste. Autorretrato, 2001.


Una vez vi trabajar a García-Alix, fue hace diez años y yo aún no sabía quién era, aunque, como casi todos, había visto obra suya, en discos, revistas, en catálogos que nunca nos parábamos a leer, o si leíamos se nos olvidaba tan rápido como pasábamos de hoja y descubríamos otra foto. Yo estaba contratado en una escuela de fotografía como "chico para todo"; era duro, o más que duro tendría que decir que era agotador, es lo que tiene ser el último mono; lo mismo limpiaba el laboratorio de revelado o positivado que recogía y ordenaba el material de una clase teórica que preparaba un plató, lo mismo colgaba (con Andrés, el gran Andrés, ¿qué será de él?) las fotos de la sala de exposiciones con un nivel medio roto, un metro, clavos, un lápiz y la socorrída plasta azul moldeable que asistía en una sesión práctica sin tener ni idea de la mitad de las cosas. Como siempre, éramos pocos (2) para toda la escuela, en un mundo ideal tampoco era un curre para deslomarse. Por todo eso, el trabajo lo tenía todo para que yo adquiriera de una vez la conciencia de clase (para que no lo olvidara); mal sueldo,  algunos estudiantes que te trataban como si fueses su esclavo, algunas y algunos modelos y fotógrafos ansiosos por denigrarte (esa Bimba y ese Delfín, incomprensibles personajes) y una desidia directiva que suplíamos como podíamos los de abajo capeando el temporal (donde malmanda patrón los marineros mantienen a flote el barco). No todo era así en aquel trabajo, pero lo primero que me sale es eso. Con calma surgen los colores sepia, los blancos sobre los grises, los filtros. Pablo Esgueva y su candorosa amabilidad e  inmenso saber; Miguel Oriola gamberreando, probándote a cada paso y deslumbrando cuando lo tenía a bien; lo que yo racaneaba a mi superdon de la superubicuidad para colarme en clases y tomar notas a escondidas; estar pendiente a las 11:30 del paseo matutino del poeta José Hierro con su bombona de oxígeno, dándo la vuelta a la manzana, saliendo del portal de al lado como un zorro asustado y sonriéndome al pasar con mi escoba en la mano; las fotos que rescataba de la basura del laboratorio de positivado que no valían una mierda pero que me gustaba coleccionar; la sonrisa de algunas alumnas; los guiños de algunos profesores, las cervezas a hurtadillas escuchando los consejos de Andrés mientras hacíamos de informales camareros en las inauguraciones de las exposiciones el primer viernes de cada mes, cambiando nuestras horas extras por sobras de sandwiches y la posibilidad de entrar media hora más tarde el siguiente lunes. Los achaques no me dejaron mantener el trabajo, pero recuerdo esos diez u once meses bastante bien.

Alberto García-Alix. Las hermanas, 1994


Alberto García-Alix. Moda para Manuel Piña, 1987
Un día, en mi planilla vi que teníamos que preparar un plató para un seminario de García-Alix. Normalmente con ciertos profesores no llegaba a cruzar ni una palabra, eran demasiado importantes como para que los jefes no saliesen a rendirles pleitesía y, mientras los encantaban, tu hicieses tu trabajo como una ratilla hacendosa e invisible. Soy fulanito, te decían, y tu llamabas a dirección y empezaba la rueda a girar mientras con Andrés te organizabas sin hablar para hacer lo que tenías que hacer y a la vez estar enteramente disponible. La mañana que conocí a García-Alix fue en esos momentos de silencio extraños de primera hora de la mañana, mientras estudiaba la planilla tras el mostrador de la entrada y me preguntaba si por una vez Shiva iba a hacerme caso y prestarme alguno de sus brazos de sobra. Entró alguien con casco de motorista aún puesto, chupa de cuero y mochila. Yo creí que era un mensajero y seguí a lo mío. Alcé la vista y vi dos manos con las palabras "todo" y "nada" tatuadas en los dedos. Se presentó con esa voz granulosa, me estrechó la mano y preparé en un plató todo lo que me dijo que necesitaba. Un seminario sobre retrato. Su cámara de medio formato, preciosa. Su dura amabilidad y su voz dura de por sí. El primer día me fue imposible quedarme más de diez minutos en su clase, y por veteranía , el que tenía derecho a escabullirse y que el otro cubriese su ausencia era Andrés. En alguna que otra de sus clases sí que me colé, y es un profesor cojonudo (me descubrió a  Dianne Arbus, y verle moverse con la cámara ya era suficiente). Cito a Molina Foix: Como se trata del fotógrafo menos retórico que pueda haber, apetece repasar literariamente sus obras, tan frecuentemente dotadas de la atmósfera de cuento sucio-realista que sólo tiene desenlace en el misterio o la incertidumbre (cita).

Al terminar el seminario nos regaló un catálogo suyo a Andrés y a mí. Antes de marcharme y despedirme cuando decidí que mi cuerpo no daba para más, Andrés me hizo una copia de una de sus fotos y me la dio (lástima no saber el apellido de Andrés). Perdí la foto y el catálogo, no sé si en alguna mudanza o hurtados por un visitante de alguno de los pisos que compartí, cuando era ingenuo y tenía cosas en las habitaciones comunes y compartía pisos fascinantes con habitaciones infames. Por perder, de esa época, he perdido todos los negativos que hice, incluso perdí hasta la cámara, la única que he tenido, rusa, analógica, con un objetivo cojonudo y cuyo disparador, como un revolver viejo, a veces se encasquillaba. De la escuela de fotografía recuerdo muchos chascarrillos, como acabar de modelo en una clase y terminar preguntándote por qué te has dejado convencer y, lo que es peor, cómo has acabado en pelotas (y años después descubrir que eres tú aquel repetido, deformado y con piel de ciencia ficción del cartel que anuncia una muestra teatral sobre el Sida; no se te reconoce, por eso aceptaste, Oriola te dijo que luego retocaría las fotos, pero aún así descoloca) o asistir como ayudante a una sesión de fotos de un alumno a Juan José Millás  y ver la semana siguiente dichas fotos en el suplemento dominical de El País y descubrir que el fotógrafo es su  propio hijo, y pensar "la casualidad no existe y la ambición es cosa de  padres o padrinos bien relacionados..."

García-Alix, 1977 (la foto que perdí)
Como todo, lo dejé sin más; hacer fotos, digo; otras cosas reclamaban mi ánimo. Ayer me quedé prendado de un libro, el número 250 de la revista Litoral, que sí, es una revista, pero yo la trato como un libro, y he visto una foto de García-Alix en él (Un hombre triste. Autorretrato) acompañada por el texto con el que comenzaba, y por fin llego a donde quería llegar, a recomendar dicha revista. (http://www.edicioneslitoral.com/navega250.html). Escribir la luz, fotografía & literatura se llama. Revistas que merecen la pena ser perdidas, manoseadas, cuidadas como animales frágiles, leídas en la bañera o en el Jardín Botánico cuando por fin arranque la primavera o mejor, que merece la pena regalar. Me gustan que sigan existiendo estas publicaciones, aunque luego las acabe perdiendo me gusta verlas y leerlas despacio. Tirado en el sofá anoche, acariciaba el papel satinado y oía la cola  del lomo resquebrajarse al pasar las hojas y, sí, me volvieron a entrar ganas de tirarme al monte a hacer fotos, pero al final me dormí frente a un poema de Jorge Riechmann y una imagen de Gervasio Sánchez (páginas 284-285) cuando apenas pasaban dos minutos de las doce. Pensaré cómo hacerme con una cámara, aunque he de tener los ojos de un oxidado preocupante, sé que ya no sé mirar como se debe hacer. Conozco a alguien que me vendería una ampliadora, me la ofreció hace años y seguro que sigue teniéndola, pero ya no estoy para tantos romanticismos, y eso implicaría además buscarme un sitio donde hacer un cuarto oscuro, comprar revelador, paro y fijador, carretes, papel fotográfico... Aunque nunca está de más dedicar tiempo a placeres inútiles, eso ya sería demasiado, ¿o no?...


Foto: Alberto García-Alix. La hora de la misericordia (2007)

martes, 1 de marzo de 2011

Pierre Michon, el rey del bosque donde peces desmemoriados boquean antes de palmarla.

Me gustaría decir que llevo ausente varios días por haber leído algo epatante (qué palabra, y más para referirse a la lectura de un texto), lo cual sería inobjetable, pero no... o sí. Ausente he estado porque a veces la vida te obliga a dedicarle tiempo, y más cuando se es lumpen (que sea trabajador  por cuenta propia no me eleva de clase), pero también he estado ausente por autocensura. Que alguien a quien no sólo aprecias sino que admiras te escriba para decirte que te lee, allí lejos, y que le gusta lo que lee, abruma a la vez que reconforta, pero en el fondo bloquea. Me gusta sentir este blog como nexo que me comunica con cierta gente; si ciertas palabras no estuviesen tan devaluadas, daría rienda suelta a mi verborrea de gatillo fácil y puntería dudosa para intentar vestir bonito a un argumento que se resume en "no sé qué escribir  porque estoy bloqueado". Tampoco hay que olvidar que uno siempre es su peor enemigo, y sobran las excusas para justificar nuestra indolencia consustancial, pero al próximo "cierre" (y destitución y devolución de mis galones como librero) se juntan el pluriempleo familiar, la pena de dejar algo que has hecho y cuidado como uno cuida su corazón, y el convencimiento de no caer en la tentación de hacer público (de mostrar, en una palabra) los pensamientos que me rondan sobre el traspaso y todo lo que eso conlleva. Autocensura de nuevo. Censurarse dos veces o por dos razones es para merecer la consiguiente patada en el culo. Pero es así. Habré deshechado estos días seis o siete post, por muy diversos motivos pero siempre con la misma rúbrica, "total...". El miedo al vacío, la terquedad inevitable, los sueños turbadores de los últimos días (desdoblarte y asistir a tu propia operación a pecho descubierto descoloca a cualquiera), los atardeceres insumisos alargando las tardes perdidas, los kilómetros engullidos, las celebraciones de bodas que vienen con baúl de los recuerdos incluido en lugares preciosos donde escabullirte y ejercer de gótico decimonónico, las visitas de amigos lejanos que vienen a decir adiós a una tienda de la que se enorgullecían aunque a ti te cueste entender los motivos por lo que de pesado saco de piedras ha acabado teniendo para tí, etc... dan como resultado un barullo de frases inconexas que no casan con el ritmo de "publicaciones" (ya quisiera yo) blogueras. Todo esto tampoco casa con nada, lo sé, pero me vale para cerrar un círculo, el que hizo que casi se me saltaran las lágrimas al leer un texto el otro día, unas páginas en las que me caí dejando que el pulso se me acelerara, el pecho se me hinchara, la sonrisa apareciera. Epatar... Aún me devuelve la vida sentir que se me revuelven las entrañas al leer algo que no esperaba leer. Los años van cayendo encima y uno piensa que el pellejo se hace callo, que rememorar lo que nos emocionaba es otra manera de volver a emocionarnos, otra, o tal vez la única, pero irremediablemente devaluada, aunque no es cierto, el callo no existe, o si existe de verdad, además le hemos puesto un escudo delante, y se nos olvida. ¿El último disco que me emocionó? Tal vez el de Nic Dawson Kelly, hace dos semanas, pero no le di tiempo, y por mucho que uno suba el volumen del reproductor del coche, en el fondo estás conduciendo, y lo escucho de nuevo ahora pero ya es tarde, me lo sé y la sorpresa la tengo anestesiada. ¿El último café que me hizo sentir pleno? No lo sé, tal vez me lo tomé demasiado aprisa. La luz bajo la puerta, el resplandor de una locura amputada en estos tiempos grises e inciertos. Podría decir todo esto en menos líneas, pulsar 
                                                                                                                          la tecla
                                                                                                   de enter
                                                                                             o como se
                                                                                                             llame
                                                        cuando me saliera de las narices
                               y hacer un poema super

                                                               moderno

                                  pero la austeridad de mi vida y mi porte no se corresponden con el follón de la crisis de identidad que martillea mi cabeza como las múltiples pistas de voz de un Bohemian Rapsody grabado en un Casio viejuno al que le fallan las pilas. Mi vida con el tinnitus iba a ser el título de esta entrada. Treinta años de dicha experiencia da para mucho, pero la descarté por ombliguista (y ahora vas y te ríes). Joder, el otro día leí un cuento de Pierre Michon, uno pequeño, de casi treinta páginas, y al acabar me sentí el tío más sólo del mundo porque no tenía al lado a nadie para poder decir "me cago en la puta madre que me parió, no te puedes creer lo que acabo de leer..." y encima era demasiado tarde para llamar a nadie, al menos a nadie que viviera en este meridiano o en uno donde pudiesen contestarme amablemente en un idioma que conociese. No era sólo por haber leído algo que pudo haberme ocurrido, en otro lugar,  de otra manera, pero similar, no era sólo eso, no. Pierre Michon, "El rey del bosque", un cuento clásico, vanguardista, redondo, amputado, da igual, un cuento que te deja desnudo, en patillas, o al menos a mí me ha dejado así, pues ahora es cuando copio un fragmento, y seguro que cuando termine me digo, pues sí que eres tú epatable (y van tres) pero hacía tiempo que no leía algo y mientras lo hacía me repetía una y otra vez, literatura, ninguna palabra es gratuita, sombra, luz, cerdo, blancura... LITERATURA; monsieur Michon, es usted un cabronazo...

PD: Miro en la página web de Alfabia, editorial donde está publicado el libro "El rey del bosque. Abades" y veo extrañado que tienen en catálogo un libro de Michon llamado únicamente Abades, pero juro que también, antes, viene "El rey del bosque", incluso en la edición que yo tengo, en la portada, aparecen los dos títulos, sin embargo en su web sólo aparece Abades, con otro precio...

El rey del bosque (fragmento).

"Pinté para ser príncipe.
Tenía tal vez doce años. Era pleno verano, la hora del atardecer en la que todavía hace calor pero las sombras rondan. Llevaba los cerdos a buscar bellotas en un bosque de robles cerca de mí, más abajo de un gran camino; había descortezado una vara y me había divertido mucho golpeando a esas grandes bestias ineptas que pasaban a mi alcance. Me había cansado y me contentaba con romper al vuelo los helechos, las flores altivas del sotobosque, de las que mi violencia exaltaba los olores; me gustaba servirme de ese azote. Escuché venir a los lejos un carruaje pesado, a ritmo lento; me escondí y permanecí absorto: el sol daba de lleno sobre la ruta y yo estaba allí, en la sombra, mirando esta ruta bajo el sol, casi a la misma altura de la tierra, invisible. A diez pasos de mí y de mis cerdos, en la luz del verano, una carroza se detuvo, pintada, marcada con iniciales, con bandas de azur; de esta caja decorada con escudos de armas surgió una muchacha muy ataviada, que reía, y corrió como si se dirigiera hacia mí; me ofreció sus dientes blancos, la fogosidad de sus ojos; todavía riendo, se detuvo en suspenso en el límite de la sombra, resueltamente me dio la espalda, durante un interminable instante se plantó en ese sol jaspeado de hojas, en el que flamearon su cabello, su falda azur enorme, la blancura de sus manos y el oro de sus muñecas, y cuando, como en un sueño, estas manos se dirigieron a su falda y al levantaron, los muslos y las nalgas prodigiosas me fueron concedidos, como si fuera de día, pero un día más denso; brutalmente, se acuclilló y meó. Yo temblaba. El chorro de oro, bajo el sol, caía sombríamente, haciendo un agujero en el musgo. La muchacha ya no reía, completamente ocupada en mantener levantada su falda y sentir escaparse de ella esa luz brusca; con la cabeza un poco inclinada, inerte, consideraba el agujero que hacía en la hierba. la arrugada ropa de azur se le amontonaba en la nuca, descosiéndose, abultada, extravagantemente ofreciendo la cintura. En la carroza, cuya puerta pintada aún batía un poco -tan alegremente la había empujado la meona-, había un hombre acodado, con un jubón de seda desabrochado, que la miraba. Tenía tantos encajes en su cuello como ella en sus nalgas; sonreía como lo hacemos cuando nadie nos ve sonreír, con desdén y un placer mezclado, a la vez modesto y fatuo, con una ternura feroz. El cochero miraba hacia otro lugar, refinado y bestial. El chorro recio de la beldad se agotaba; el príncipe le dirigió un cumplido, aderezado con una palabra abyecta que se reserva para las más bajas meretrices; sonreía más francamente, más tiernamente. Las manos de la mujer se crisparon en el encaje que remangaban y soltó una risita apagada, tal vez servil, suplicante o alborozada, que me encantó; había levantado la cabeza y lo miraba también. Yo imaginaba esa mirada como sangre. Altas flores blancas florecían contra mi mejilla. Todo rebosaba de violencia indiferente, como los cielos a mediodía, como la copa de los bosques.

De un salto, la mujer se puso de pie, el resplandor ordinario de la falda recubrió el de los muslos; volvió a la carroza, más lenta que antes, con complacencia y afectación en el andar; estaba roja; bajaba la mirada, no sonreía. El príncipe, sí. Ella se sentó frente a él con un crujido de seda. Él le besó la mano, la aferró un instante bajo la falda, luego, ceremonioso, distante, hizo chasquear fuera de la portezuela dos dedos; caballo y cochero, que forman parte de la carroza, obedecieron a este pequeño ruido que conocían y dócilmente se llevaron hacia Roma su delicado cargamento, hecho de otra sustancia que la madera de las carrozas y el cuero de los arneses, de otra carne que la de los cocheros y los caballos, una carne que, no obstante, como la de los caballos, mea y mira, pero que tiene el tiempo y el espíritu de disfrutar de lo uno y lo otro, de mear más bestialmente que un caballo y disfrutarlo, de mirar más intensamente que un cochero buscando su camino en una noche oscura, pero disfrutarlo, una carne que lleva en el vientre encajes para ser más carne, o que los lleva en el cuello para ya no ser carne sino solamente nombre, esplendor, desdén, la carne extrema de los príncipes. Así pues, estas carnes diversas se alejaron y todo esto, al partir, levantó una polvareda como un rebaño de ovejas. No sé si sentí lo que llaman placer aquel día, todavía era pequeño. Fui al lugar donde ella se había levantado la falda, fui al lugar donde la carroza se había detenido, el pequeño espacio consagrado donde calculaba que se había parado el príncipe; miré desde allí la linde, el árbol exacto bajo el que la muchacha había meado para su mirada. Besé lo que imaginaba como una mano blanca, dije en voz alta la palabra que designa a las putas bajas, hice chasquear dos dedos. Los árboles, en la luz, eran inmensos, numerosos, inagotables. Estamos hechos de tal manera que unos muslos desnudos allí debajo nos parecen más vastos. A Dios, que todo lo ve con una mirada igual, no lo envidiamos; la mirada que envidiamos es la que se dirige hacia aquello de lo que se dispone a disfrutar, aunque se acabe el mundo. Sentado allí, en aquel camino sobre el que daba el sol de lleno, donde fugazmente había sonreído un príncipe que quizá sólo era marqués, me puse a llorar, ruidosamente, sollozando, fuertemente. Hubiera querido arder. Un exaltación insensata me dominaba, que era tal vez pena, cólera o esa risa desgarradora de los que de repente encuentran a Dios, en un camino. Era el porvenir sin duda, esa bola de lágrimas. También era Dios, a su curiosa manera.

Había visto la desnudez de muchas otras mujeres. Conocía también el uso inmoderado que le dan, cuando sobre un hombre se mueven, dislocadas pero con todas su fuerzas cerradas, luchando contra esa nada que las colma. Pero por hermosas que fueran a veces, las que yo había visto así seducidas no tenían las piernas blancas ni moños en el cabello, y sus vestidos, debajo de los cuales los vaqueros se divertían, estaban hechos de esas telas imprecisas en las que nosotros envolvemos todo lo que se consume y debe desaparecer, pero no de inmediato, no del todo, tanto nuestros granos como nuestras mujeres, nuestros tres escudos, nuestros muertos, nuestros quesos. Sobre todo, sentían vergüenza y no sabían fingirlo, quizás porque creían que su vergüenza no disimulaba nada; y cómo hubieran podido estremecerse y solazarse en la suciedad clandestina que nos llena y tal vez nos cimienta, ellas, para quienes la suciedad era el elemento y algo así como la piel, el aire que respiraban sobre los rebaños y la tierra podrida que les embarraba los dedos de los pies en los establos, y sobre ellas, permanentemente instalada, la grasa del cuerpo vil que trabaja y que incluso trajinando, dislocado, gritando, parece trabajar todavía; y, como tal, apesta. Hay que tener manos blancas para mear sombríamente. Sí, era otra carne, otra especie. Y se me había aparecido, evidentemente; había tenido mi Visitación; una dama celestial de encaje y azur había descendido de una de esas carrozas en la que las llevan en procesión, con gracia había caminado hacia mí, bajo los árboles, sobre el satén de sus pequeños zapatos, con toda su pompa se había remangado alto y, temblando por saberse profanada por sí misma, había salpicado un poco el satén de sus pequeños zapatos. Habría dado mi vida por volver a verlo. Quería volver a verlo, pero no escondido bajo los árboles. No, del otro lado. No como un cochero exasperado, inerte, que, porque se lo ordenan, mira allí donde su deseo no está y con el rabillo del ojo, por un instante, a pesar de todo, mira lo que no tendrá. No, del otro lado definitivamente, como el día, que mira a la tierra, que sobre ella llueve o la reseca, a su antojo. Quería ser aquel para el que ese milagro acontece cada día, a cualquier hora del día, con tan sólo hacer chasquear dos dedos; quería ser aquel que, a la sacrosanta con gran pompa profanada, mira, espera; ese hombre sombrío que, con un nudo en la garganta, tiene el descaro de sonreír, de dirigir cumplidos, de ornar a una beldad en cuchillas con nombrecitos mordaces reservados para las meretrices. Esto era lo que yo llamaba un príncipe en mi primera juventud."

Pierre Michon. "El rey del bosque. Abades". Ed. Alfabia, 16 €. Traducción Nicolás Valencia.

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