martes, 9 de septiembre de 2014

Confesiones de un joven novelista.

 
@elcaimansincopado

"Cuando un texto es lanzado al mundo como un mensaje en una botella, es decir, cuando un texto se produce no para un solo destinatario, sino para una comunidad de lectores, el autor sabe que no será interpretado de acuerdo con sus intenciones, sino de acuerdo con una compleja estrategia de interacciones que implica también a los lectores, junto con su competencia en su lenguaje como antología social. Con "antología social" no quiero decir solamente una lengua dada compuesta por una serie de reglas gramaticales, sino también toda la enciclopedia que han generado las ejecuciones de la lengua: las convenciones culturales que esta lengua ha producido y la historia de las interpretaciones previas de muchos de los textos, incluido el texto que el lector está leyendo.
El acto de leer tiene que tomar en consideración todos los elementos, incluso siendo improbable que un solo lector los domine todos. Así que cada acto de lectura es una transacción compleja entre la competencia del lector (el conocimiento del mundo que posee el lector) y el tipo de competencia que un texto determinado requiere para ser leído de una manera "económica", o sea, de una manera que aumentará comprensión y el disfrute del texto, y viene apoyado por el contexto.
La literatura, creo, no está pensada solamente para entretener y consolar a la gente. Pretende también provocar e inspirar a leer el mismo texto dos veces, quizá incluso varias veces, para poder entenderlo mejor."
Confesiones de un joven novelistaUmberto Eco.Lumen

sábado, 6 de septiembre de 2014

Antonio Iniesta (1913-1999). Pintor. Un intento de relatar su biografía.

Orgullo y deuda. Antonio Iniesta Jiménez.
Tragedia de un pintor pobre.
  
Antonio Iniesta con su madre, 1936
La vida de Antonio Iniesta Jiménez siempre estuvo marcada por la austeridad, primero brutalmente impuesta como pobreza y penuria, y después, poco a poco, convertida en sencillez y sobriedad. Nació un 3 de agosto de 1913 a las afueras de Manzanares, en un terreno que sus padres tenían en la llamada era de Remolinos, en mitad de un campo (literalmente) tan desolado como inspirador, mientras sus padres segaban. De familia de campesinos, María e Ignacio, también eran caseros de una finca al norte del término municipal, propiedad de una adinerada familia local. Su padre murió cuando él era muy niño, aplastado por un carro que una mula terca no se dejaba guiar, y su madre, una mujer aparentemente pequeña y frágil, tuvo el valor y la fuerza suficiente para sacar a su familia adelante. Al ser el menor de cuatro hermanos, Iniesta siempre recordó como definitorios de su carácter, la periferia, el campo esquilmado por la siega, la presencia demasiado cercana de los muros del cementerio y el sonido de los trenes pasando por la estación cercana. Su personalidad algo tímida y retraída se vio sellada definitivamente cuando se quedó cojo con cinco años (se cayó de un árbol, se rompió la rótula y su madre se la intentó curar como pudo). “El pitido del tren, la niebla de invierno, la soledad, el cementerio cercano… aquellos años me dejaron secuelas, me hicieron ser un hombre tímido”, le confesó en una de sus últimas entrevistas para la revista Siembra a Manuel Rodríguez.

Estudia en el colegio de los Hermanos Maristas, sobresaliendo por su tenacidad y buenas notas, pero el hambre manda y tiene que trabajar el campo junto a los suyos. El problema es su cojera; sufre mucho y es de poca ayuda. Busca otros quehaceres, y cuando puede, coge tizones de la lumbre de la cocina y con ellos pinta por las paredes todo lo que ve. Es evidente que tiene una destreza fuera de lo común. Por mediación de una hermana de su madre, que trabajaba como sirvienta en casa de una importante familia de Manzanares, es acogido bajo el mecenazgo de Tomás Corchado, el cual se hace cargo de los gastos de su educación. Él sólo piensa que quiere ser pintor. Imagina y sueña con otro destino diferente al que hasta ese día ha sido el de su familia. Absorbe todo lo que ve, los cuadros colgados en las paredes de esas casas tan diferentes a la suya donde sus tías sirven, las deficientes reproducciones de los libros que caen en sus manos y que devora irremediablemente sentado mientras los demás niños corren y dan patadas a pelotas hechas con trapos viejos. Estudia y descubre que aprende rápido. Calla y espera. Alguien ha decidido darle una oportunidad. Fiel al lugar donde crece y a la época que pertenece, ve a Dios detrás de todo ello.

En 1934, con veintiún años, aprueba con nota el concurso oposición para poder estudiar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Al llegar a Madrid, no se puede creer que eso le esté pasando a él, sin embargo, por muy bien que se le dé dibujar, pronto verá que eso es sólo el principio, pues nadie más en su aula viste con alpargatas ni lleva una cuerda como cinturón. Su carácter tímido se recubre para siempre de una orgullosa mesura. El golpe militar de julio de 1936 provoca que huya con su madre y su hermana Juana a Valencia, ejerciendo de escriba y contable en una colectividad agraria. Debido a que sus dos hermanos mayores están aún en Manzanares, consigue volver con su madre y pasan allí el resto de la guerra, ejerciendo también como escriba y contable de la Comunidad de Campesinos. Inmerso en un profundo conflicto interior, pocas veces hablará de esos años más allá de las inevitables generalidades de “hambre, dolor y miseria”, a excepción de un hecho que él consideró absolutamente definitorio de lo que posteriormente fue toda su vida. Durante uno de sus viajes a Alcázar de San Juan para vender una tinaja de diez litros de aceite, es sorprendido en la estación de tren por un ataque de la aviación nacional. Varios cazas pasan ametrallando los andenes, y él, debido a su cojera, no puede correr a esconderse. Siente las ráfagas silbando alrededor suyo, alcanzando a la tinaja. Cuando los aviones desaparecen, está ileso. Una mujer corre hacia él y le ayuda a recoger parte del aceite que se derrama y a cambio le da un pequeño saco de harina y otro de garbanzos. A partir de aquel hecho, en el que él quiso ver una mano providencial, decide dedicar su vida a devolver la deuda que cree haber contraído con Dios, para lo cual sólo cree tener un modo, la pintura.

Al término de la guerra regresa a Madrid y consigue finalizar la carrera con las mejores notas posibles; de nuevo, su madre y su hermana Juana (y la primera hija de ésta con Juan Camarena, Ruperta) van con él. Alquila una pequeña vivienda en un edificio de la calle Castelló y en 1943 saca la plaza de profesor titular de dibujo. Al ser el segundo de su promoción (“el primero se quedó el hijo de un ministro, no recuerdo cuál”), puede elegir centro, decantándose por uno que queda a cinco minutos de su casa y al cual puede ir andando. Durante cuarenta años ejerce de profesor de dibujo en la hoy desaparecida escuela oficial de Artes y Oficios que había en la calle Ayala esquina príncipe de Vergara. Desde entonces, se le podrá ver caminando cargado de papeles y lienzos enrollados por ese barrio en el que, a pesar de los constantes cambios, siempre seguirá teniendo cierto aire de brillante polilla decimonónica. Su mundo discurrirá entre las calles Castelló, Ayala y Goya, donde están su casa, su escuela y un estudio que, de nuevo, Tomás Corchado le cede: un pequeño y luminoso ático en un edificio propiedad de su familia. El refugio para tanta deuda y gratitud lo encontrará en la cercana iglesia de la Concepción, que visita diariamente. A mediados de los años 50, Iniesta traslada su estudio a otro ático, esta vez en el mismo edificio donde reside, en la calle Castelló, el cual mantendrá hasta su regreso definitivo a Manzanares al jubilarse.

A. Iniesta, 1942

En 1943 tiene treinta años y Antonio Iniesta siente que quizá ahora empiece todo para él. Cuida de su madre, a la cual por fin ve descansar, sus hermanos mayores, María y Celedonio, trabajan en Manzanares, su hermana Juana sirve en casa de un importante dentista, y su cuñado, aunque está preso desde el final de la guerra, ha sido trasladado a Cuelgamuros gracias a la intercesión de uno de los clientes del reputado dentista (a cuya primera mujer, Iniesta realiza un retrato de gran formato, una francesa llamada Dana, y que resultó ser espía aliada, hecho que provocó, entre otros sucesos incómodos, la desaparición del retrato). Respecto al traslado de su cuñado, piensan que algo ha tenido que ver un ministro, su hermana cree que el de vivienda, Antonio que el de Asuntos Exteriores. Seguramente tuvo más que ver el fin de la Segunda Guerra Mundial y los gestos que el dictador tuvo que hacer para conseguir partidarios entre los países aliados, pero ellos tienen la impresión de que han sido ayudados por alguien importante y es posible que muchos de sus actos, a partir de ese momento, se rijan por ese sentimiento de deuda. El 1 de agosto de ese mismo año, dos días antes de cumplir treinta, realiza su primera exposición individual. A partir de entonces compagina los encargos que empieza a tener con sus clases, explorará a conciencia los fondos del Museo del Prado (donde lleva años estudiando no sólo a Velázquez, Murillo, Zurbarán y a toda la escuela flamenca, sino también a Carlos de Haes y a paisanos como Ángel Andrade, de quien le habla Antonio López Torres y cuya pintura deslumbra al tener acceso a los fondos de la Diputación de Ciudad Real, en ese momento olvidados sin exponer), viaja y se refugia en unos pocos amigos que aprecia y le aprecian. Pedro Guijarro, José Díaz, el periodista José López Caba (Jolopca), el actor Luis González (Luisillo), José Fernández Arroyo, César López, Jacinto Pintado y Emiliano García Roldán, serán los más queridos por él. Animado por lo que la vida le ha deparado, se siente con fuerzas para tomarse en serio la vertiente literaria que siempre ha sentido. Escribe teatro y poesía, y en 1957 termina el libreto para una Zarzuela titulada “Sotomayor y los franceses” inspirada en la historia de su pueblo. Ésta última será la única que se llevará a los escenarios. Después de su estreno, solamente escribirá sonetos y artículos periodísticos que verá publicados esporádicamente. 

"Megua niña",óleo sobre tela, 1942
Desde 1944, bajo una creciente demanda por parte de particulares, y hasta 1958, expondrá en casi toda España, siempre entre constantes alabanzas a su obra por parte de críticos como José Prados López. El 27 de enero de 1946, sucede un hecho del que nunca hablará y que salvo su familia y allegados nadie sabe, toma los hábitos en la Orden Franciscana y es ordenado fraile seglar, asumiendo todos los votos y obligaciones de la misma. En 1947, la Diputación de Ciudad Real le otorga un pensionado para ampliar estudios; viaja y visita temporalmente otras ciudades en la península, momento en el cual se debate entre el paisaje o profundizar en el retrato y la figura humana, iniciando un serie de cuadros religiosos centrados en el tema de la Pasión; dicha serie será expuesta ese mismo año pero, lamentablemente, hoy no quedan rastros de su localización, a pesar de que uno de ellos, un lienzo titulado “San Francisco”, fue considerado una de sus mejores obras hasta ese momento y con la cual ganó el Primer premio del certamen de Pintura Religiosa de Ciudad Real. A pesar de ello, en 1949 vuelve al paisaje. Es posible que ese paréntesis tenga sus raíces en varios sucesos familiares relacionados con la guerra. Siempre evitó a toda costa dar explicaciones sobre ese abandono, recurriendo a una frase que dijo en múltiples ocasiones: “Fueron los encargos los que me hicieron paisajista”. En 1949, más seguro de sus capacidades, comienza a abordar varias de sus obras más ambiciosas; no abandona del todo la figura humana, pero comienza a sentir que en su proyecto pictórico ésta no tiene cabida. Es el periodo de “La Era”, “Desde Cuelgamuros” y “Desnudo en la playa” (atípico lienzo en su carrera, no sólo por su título, pero inencontrable a día de hoy). Colores vivos, pincelada firme y algo rugosa en lo definitorio, liviana y sutil en la atmósfera y la luz. Quizá el debate no fuese Velázquez o Sorolla (cuyo museo visitaba regularmente), sino el autoconvencimiento y posesión de un estilo propio.

A. Iniesta pintando en las calles de Piedralaves, 1947

El 1 de julio de 1949, sabiendo ya que su proyecto vital será distinto al de los pintores que le rodean, afirma en una entrevista: “Un cuadro interesa mientras se está pintando, luego se desprende de uno. Algunos cuadros nos cansan antes de acabarlos cuando lo que se intentó ya está hecho. Acaso lo que más me gusta pintar es la era con sus mieses a la siesta, cuando no hay nadie…”. Descubre que sus cuadros pueden ser ricos dentro de su básica paleta cromática, que sus motivos académicos no impiden que pueda ser capaz de mostrar su fuerte personalidad y sobre todo, descubre que con su pincelada segura puede evocar todos sus anhelos y toda su espiritualidad dentro de esa suerte de paisajes ideales (que no idílicos) que pinta, donde a pesar de la paz que en primera instancia parecen emanar, aparece siempre una honda melancolía que con el paso de los años dará forma a una serena religiosidad y también a una profunda amargura. En marzo de 1953 es incluido en la exposición colectiva celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid dedicada a África, donde gana el primer premio con una de sus obras más expresivas y atípicas, “Cerca de la cábila”. Ese lienzo, a pesar del marcado academicismo, sobresale por su potente expresividad y señala un nuevo punto importante en su carrera. Es en ese momento cuando tiene que hacer frente a uno de los hechos más duros de su vida. En plena trayectoria ascendente de su carrera, donde los cada vez más numerosos encargos se mezclan con ofrecimientos para viajar a Europa, en mitad de un camino donde se intuye una vida nunca imaginada, su madre enferma. Decide pintarla antes de que fallezca.

"Mi madre", óleo sobre tela, 1954
Parte con ella hacia Manzanares y allí morirá unos meses después, ya en 1954, mientras Iniesta aún está trabajando en su retrato. Presa de una infinita tristeza, le duele pintar; por ella él es lo que es, pero por primera vez duda y se plantea cómo ha de ser realmente su pintura. El estudio de Madrid está lleno de lienzos; está orgulloso de ellos y sabe que el camino que hasta ahora ha transitado es el que él quería. Aún así quiere dar un paso más allá. Sueña con idealizar la naturaleza en una suerte de ascesis cromática, para ello, ha de prescindir de la figura humana y, prácticamente, de todo rastro suyo (las casas, los pozos, los puentes… todo aquello creado por el hombre, abandonará cualquier residuo de mundanidad). El retrato de su madre no es sólo un homenaje, sino también una despedida. Dedicará casi un año a terminarlo, poco en comparación con lo que le costará pintar lo que está a punto de adivinar que debe pintar. Un día, a salir de su estudio, pasa por una fragua que hay cerca y se detiene, entra y se da cuenta de que no hay nadie. Se sienta y, mientras anochece y la estancia va quedando en penumbra, descubre que la pregunta no es Velázquez o Sorolla, de Haes o Murillo, sino que la pregunta es hasta dónde podrá llegar de la mano de Velázquez, hasta dónde podrá llegar siendo sólo él amando a Velázquez, hasta dónde podrá llegar pintando sin dejar de ser ese niño pobre que nació en mitad de un campo y que ha llegado a ser un pintor reconocido y con lo que se intuye será un brillante futuro. De momento ha llegado hasta ahí, pero, ¿y si va un poco más allá? ¿Y si saca a Velázquez y a todos los demás que habitan “Las Meninas” y pinta la puerta o las granadas que hay en el suelo detrás de Nicolasito Pertusato? ¿Y si espera a que Apolo y Vulcano abandonen la fragua para ver qué sucede? ¿Y si coge lo esencial de la “Vista del jardín de la Villa Médici” y lo lleva al campo manchego que tanto ama?

"Sandías", óleo sobre tela, 1985
A partir de entonces su pintura se vuelve adulta, serena. Vuelve a pintar al ritmo de antes. Expone en Valladolid, Albacete, Zaragoza, Jaén, Granada, Madrid, Vigo... El problema es que, el 10 de julio 1958, tras exponer en Ciudad Real, se da cuenta de que no tiene cuadros. Ha expuesto en Albacete y Zaragoza, donde ha vendido todo. Para la de Ciudad Real hace veintinueve más, y de nuevo vende todos menos uno, el que hacía el número treinta y que se ha animado a llevar a la capital, “La fragua de Magdaleno”. Por un lado, no quiere desprenderse de él, al igual que tampoco quiere desprenderse del retrato de su madre, pero desea verlo en un museo. Incomprensiblemente, ninguna institución se ha ofrecido. Incluso piensa en otros de sus lienzos (un paisaje de Despeñaperros), donde él cree haber alcanzado la “espiritualidad” que busca, pero que han acabado en manos privadas. Su estudio de Madrid, por primera vez en años, está vacío. Han terminado las clases y regresa a Manzanares; entra en su estudio de la calle de la Cárcel y allí sólo le espera la fragua. La siempre jovialidad de su amigo Luisillo no logra animarlo del todo. Visita Ruidera, donde toma apuntes para una obra de grandes dimensiones que le ha encargado un médico de Ciudad Real, prepara el curso de verano que da a varios chicos del pueblo; desde hace varios años, enseña con especial interés a un joven pintor de Villanueva de los Infantes llamado Juan Antonio Giraldo, a quien anima a exponer.

A. Iniesta pintando en su estudio de Manzanares, 1954

De regreso a Madrid entabla amistad con Faustino Sanz Herranz; pintor y escultor se entienden perfectamente, se intercambian obras y comparten muchas horas de conversación. A Iniesta le llegan ofertas para ir a París y exponer allí, también le ofrecen una beca para residir una temporada en Roma, del Banco Hispano Americano le encargan un gran lote de obras para todos los despachos de dirección de las sucursales de Madrid, toma alumnos de fuera de la escuela; uno de ellos, un agregado militar de la embajada de Venezuela, le encarga treinta cuadros para una galería de su país y le pide treinta más; acepta el primer encargo pero no el segundo. “Mucho jaleo”, dice. José Utrera Molina, un por entonces joven y ambicioso gobernador civil de Ciudad Real, le alaba y encarga obra. Se siente abrumado. Sanz Herranz le aconseja que se haga con un representante pero dice que no. Declina ir a París. Rechaza la beca de Roma. Piensa que todo eso es demasiado. Sólo es un niño pobre que le gusta pintar. De 1959 a 1962, aunque no deje de pintar, no expondrá en ninguna parte, vende pero no expone. Paradójicamente, a la par que esto sucede, o quizá un poco antes, nunca se sabrá, la crítica ha cambiado. A principios de los sesenta, aunque la crítica oficial sigue manteniendo una concepción del arte eminentemente conservadora, asentada en las llamadas propiedades transcendentales de belleza-verdad, una nueva generación de críticos comienzan a abrirse a las manifestaciones de vanguardia. José Hierro, Figuerola-Ferretti, Carlos Antonio Areán y otros, comienzan a hablar de “nueva crítica”. Son los años del grupo “El Paso”, del éxito de Tàpies en la Bienal de Venecia, de las crucifixiones de Antonio Saura. De repente, él, representa lo viejo.

Es entonces cuando Antonio Iniesta escribe una carta que no llega a enviar; aunque no está fechada ni tiene destinatario, posiblemente estuviera dirigida al antiguo alcalde de Manzanares, José Calero Rabadán. En ella aparece el Iniesta más frágil, más humilde, más asustado, pero también el más orgulloso, el más sereno y el más consecuente con todo lo que vendrá después. En esa carta se muestra como es, como siempre ha sido y como inevitablemente, siempre será; alguien con una férrea espiritualidad y con una idea inquebrantable sobre su oficio, alguien que se siente en perenne deuda con quien siente que es responsable de lo que es, pues no hay que olvidar que él está ordenado fraile franciscano e hizo voto de pobreza. Iniesta sitúa la vanguardia en un plano que no tiene ningún sentido para él. Ve las vanguardias como “el camino fácil”. Del mismo modo, sabe y comprende el arte como evasión, pero evasión “hacia un mundo donde la poesía y la ternura tienen su asiento”, no como mera distracción. Decide mantenerse fiel a lo que hasta ese momento ha sido y no sucumbe a lo que él considera “cantos de sirena”, los cuales corromperían su pintura. En el fondo tiene miedo; con los años se ha hecho a una dinámica sencilla (él pinta, alguien compra; nunca pide mucho, el comprador siempre tiene rostro o, como mucho, sólo hay un intermediario y los precios son razonables), ir más allá supone renunciar a muchas cosas, a su visión de la pintura, y a sus votos también. Con esa decisión (y esa carta) simplifica su oficio, lo dignifica, como si de algún modo volviera a esa era donde nació, extramuros, fuera de los límites urbanos, en este caso históricos, donde se baten sus colegas y entran en juego otras cosas más allá de la propia pintura. Él sólo quiere pintar y dar clase. Pedidos y encargos no le faltan. A partir de ese momento, su carrera cambia radicalmente; aunque siga pintando como siempre lo ha hecho hasta ese momento, sus aspiraciones son otras, tan sencillas y banales como pintar, hasta donde le lleve su amor por Velázquez.

"Río Cigüela", óleo sobre tela, 1962

En 1962 (del 24 de marzo al 6 de abril, con 35 lienzos) vuelve a exponer en la que será su galería de referencia a partir de ese momento, la Sala Eureka de Madrid, sita en la calle Caballero de Gracia número 21. Desaparece por completo la figura humana, la atmósfera de sus cuadros se vuelve más gris, la luz más pálida, el final de un verano amable y el inicio de un otoño perpetuo se asientan en su paleta. Críticos como Ramón Lope Villodre aún lo aprecian y defienden, pero también le exigen algo más, algún tipo de riesgo. A él, esas exhortaciones apenas le importan.

Todos los viernes, invariablemente, al terminar sus clases, vuelve a Manzanares, al igual que también hace cuando llega el verano. La vida pasa. En 1974 expone en Valladolid, y en 1978 en su pueblo, donde hace más de veinte años que no exponía.

En 1983, con setenta años, se jubila e instala definitivamente en Manzanares, en la que ha sido su ocasional casa durante cuarenta años, en la calle Clérigos Camarena. Su estudio, el de siempre, en la calle de la Cárcel, sin calefacción, con un aseo comunitario en un patio de vecinos pero con un ventanal soberbio por donde entra una luz maravillosa por las mañanas y que da al callejón de la Hoz (hoy con su nombre).

En 1985, ese Dios con el que él por fin se sentía en paz, le vuelve a poner a prueba cuando menos lo esperaba: el cura de la iglesia de la Asunción le pide la elaboración de un gran retablo para el altar mayor. Una virgen y los cuatro evangelistas. Hace veinte años que no pinta una figura humana (salvo un “Jesucristo portando la cruz”, una “Cabeza de Jesús” que a mediados de los setenta pintó por placer para su propia habitación y otro Jesucristo, con túnica blanca, que regaló a las monjas de clausura de Manzanares). No rechaza el encargo, pero tampoco lo cobrará. El entusiasmo inicial dará paso al recelo, ya no es el mismo técnicamente. En 1986 termina el encargo, le ha costado muchísimo esfuerzo, pero él está satisfecho. Aún así, paralelamente, ha ido preparando una serie de cuadros para la que será la última exposición que hará en vida. Será el mes de noviembre de 1986, en la sala de exposiciones que la desaparecida Caja de Madrid tenía en la calle Virgen de la Paz de Manzanares. Treinta cuadros de los que él está plenamente feliz y en los que se siente realizado plenamente. A varios de ellos les pone el cartel de “vendidos” porque no quiere desprenderse de ellos. Su vida discurre entre su estudio, la iglesia y la compañía de los dos únicos amigos que aún mantiene, Alfonso Márquez y el médico Emiliano García Roldán, tan diferentes y opuestos como necesarios para él.

A. Iniesta en su estudio, 1997
 En 1991 tendrá lugar el que él consideró el único encargo al que debería haber renunciado realmente. La vehemencia con la que le insisten hace que se deje querer y termine aceptando. En el momento en que estuvo ante el lienzo y comenzó a plantearlo, supo que se había equivocado. Su mano no era la misma, esa mano que con tanta pasión aún era capaz de pintar una granada, ya no era la misma para pintar un hecho histórico ocurrido en la guerra de la Independencia española de 1808. Tiene setenta y ocho años y por primera vez en su vida se siente esclavo de su propio estilo, pero no hay vuelta atrás. “El artista debe todo lo que es a lo que es capaz de hacer”, dijo en 1968 en una de las pocas entrevistas que le hicieron en la segunda mitad de su vida; ahora se enfrentaba a sí mismo renunciando a lo que siempre había sido su orgullo, su honestidad. A regañadientes terminó “Sotomayor y los franceses”. Esta vez no hubo una exposición posterior en la que pudiera cobijarse. Le dolieron más de lo que esperaba las críticas que oyó y le llegaron, por lo que decidió refugiarse en la escritura. En 1993 toma a su último alumno, del cual descubre pronto que no tiene el talento suficiente (o quizá ya lo intuía y necesitaba a alguien así para sentirse seguro y a la vez ofrecer seguridad), pero disfruta de su compañía y puede pasar horas hablado con él, recordando su vida o discutiendo de libros, de pintura o de cualquier cosa mientras le ve tomar notas. De la pintura pasan a la máquina de escribir. Sabe que la diferencia de edad es demasiado grande, pero se animan mutuamente a escribir aunque a ninguno de los dos le guste lo que escribe y lee el otro. En 1994 Antonio Iniesta publica su primer libro de poemas, “La rama de olivo”, edición sufragada por él, con poesía en su mayoría de corte religioso. En 1997 ve la luz el libro “Algo más que una lágrima”, con una poesía más diversa a pesar de ser casi todos sonetos, más íntima y más consciente de todo lo que él ha sido. El alumno no aprende a pintar, pero él nunca dejó de hacerlo. El predicado se va difuminando de su definición: Él ya no pinta cuadros, él simplemente pinta.

Antonio Iniesta se fue convirtiendo en su propia obra de arte, él, paseando, despacio, saliendo de su casa, negándose a llevar bastón, en compañía o solo, siempre sonriente, feliz, santiguándose al pasar por la ermita de Jesús del Perdón, canturreando coplas antiguas, recordando a amigos, pensando en su madre, metiendo la llave de esa puerta casi escondida que daba paso a su estudio, vistiéndose con un guardapolvos acartonado y magnífico, eligiendo y poniendo un disco en un tocadiscos barato y tan longevo como él, abriendo los ventanales que dan al pequeño callejón que ilumina la estancia que tantas cosas ha visto, cogiendo su paleta y volviendo a iniciar, de nuevo, una vez más, ese acto precioso y sencillo que consiste en posar el pincel en un lienzo para dar forma a todas esas cosas sencillas, un membrillo, una sandía, una flor, una montaña, un peral, un río, pequeño, silencioso.

A. Iniesta, 1957
Murió un frío martes de invierno, el calendario marcaba el día 27 de enero de 1999. Eran las cuatro de la tarde. Tenía ochenta y cinco años. Dormía y el día anterior había rendido cuentas conquien siempre creyó que fue su Dios. En su tumba siempre quiso que pusiera: “Fue un hombre bueno”. No lo pone, pero yo lo pienso todos los días.


A lo largo de su vida hizo cerca de 5.000 cuadros, publicó dos libros de poesía, escribió nueve obras de teatro y el libreto de una zarzuela. Utilizó dos paletas y tres guardapolvos azules que acabaron asemejándose a armaduras multicolores. Descuidó su legado como posiblemente ningún otro pintor de su generación ha descuidado y todavía hoy dudo si acaso eso realmente le importó, siquiera en sus últimos días. Niño pobre, su religiosidad íntima no le hacía atractivo para la clase política, su humildad y orgullo tampoco ayudaban. Se dejó ignorar antes que ser él el que hiciese valer su propia obra; le bastaba con poder pintar. Decenas de sonetos y escritos suyos aún siguen inéditos. Siempre se abrigó en su fe de viejo castellano, elegante y consoladora, más íntima que pública. Su obra tal vez haya sido olvidada por la crítica y permanezca casi en su totalidad en colecciones privadas, esperando a ser revisada y revindicada como merece.
  
Juan M. Contreras


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