sábado, 30 de abril de 2011

Reflexiones con una plancha en la mano. I

¿Leer o escribir? That's the question. Puedo parecer un Hamlet iletrado, pero no. Últimamente me siento a escribir con la intención de pensar, aunque la más de las veces simplemente cojo al vuelo algo y si tengo a mano el ordenador, escribo gracias a eso. A veces no hago nada, me siento y me pregunto qué cojones puedo decir y acabo leyendo blogs, o la web de Rafa Basa, o acabo en el foro del Azkena (insuperable aún “un disco un gif”), o videos de laca y spandex o simplemente de dudosa moralidad .


No dispongo de mucho tiempo libre estas semanas, y eso era algo que la librería sí tenía de bueno, esos paréntesis temporales en los que podía escribir sin sentirme culpable (ahora que lo pienso, me da menos rabia que me corten mientras escribo que mientras leo). Últimamente ando más escaso de tiempo, la búsqueda de trabajo es lo que tiene. Hace tres días hice un examen para auxiliar de biblioteca que si bien no creo haber suspendido, tampoco espero sacar una notaza, la que necesitaría para optar al puesto sin problemas. El examen no era difícil en absoluto (50 preguntas tipo test, y los fallos restaban aciertos) pero casi una decena de preguntas sobre cultura autóctona de las que no tenía ni repajolera idea (salvo las relacionadas con García Pavón y Plinio) y el hecho de dudar de perogrulladas tramposas, me cohibieron de atreverme a cagarla. Y antes de ayer rellené una serie de impresos en una asociación que se dedica a colaborar con discapacitados para optar a puestos de gasolinera, guarda nocturno, conductor de autobús de ancianos y varios puestos similares. No estoy para sutilezas y la necesidad apremia (y ahoga pero bien), así que ayer también  estuve en ello. Pero después de la torre de plancha (que he dejado a medias y que aún espera mi vuelta) me he sentado con la excusa de “a ver si escribo algo” que la creo con más entidad que “voy a ver si leo algo”. Ayer tocó Linda Loveland y no pude ir; tampoco es que llore por las esquinas pero no me hubiese venido mal un concierto de un bellezón garajero teutón acompañada del gran Rudi Protrudi. Para olvidarme de ello me he puesto mientras planchaba a Sydney Bechet a todo trapo. Llevo planchando desde que mi padre me sentaba al lado de la cabina de vapor y sin sacarme el chupete de la boca le daba a los botones mientras sudaba la gota gorda. Con los años planchar me relaja, a veces lo digo y suena a boutade metrosexual lastimera de tunante sinvergüenza, pero es cierto, y sobre todo me relaja si puedo poner música a todo volumen y acabo marcando el ritmo con el vapor de la plancha al unísono con la música de manera inconsciente. No soy puntilloso en eso, lo mismo me da Carlos Cano (la Habana es Cadí con más negritos, Cadi es la Habana con más salero, y las mangas sin raya, por favor) que Bambino (ahí está la paré que separa tu vida y la mía pero no hay blusa con volantes que se resista) que Marah (my Heart is the bomb of the street y del vuelo de tu falda) que los Maiden (run to the hills, run for your ropa interior) que Zappa (ponme Peaches in Regalia y podré soportar mi odio a las sábanas) que Wayne Shorter (Juju merece un monumento, punto) que todos juntos uno detrás de otro. Jean Renoir decía que el arte no es un oficio, sino la forma en la que se ejerce un oficio, entonces me temo que soy un artista de la plancha, no remunerado, eso sí, pero jovial y resultón como ninguno hasta que las varices se me ponen como chistorrillas y he de dejar el arte por una ducha de agua fría que nada tiene de sexual. Pero hoy me he aburrido pronto; es lo malo de no parar de darle vueltas a las cosas y a la falta de laburo, que la atención no se consigue mantener mucho rato en una sola actividad. Una vez consensuado conmigo mismo un momento de recogimiento, mi santa ha comprendido sin que yo tuviera que decirle nada, se ha ido con su hija a jugar al baloncesto y yo, mientras me preparaba un té, pensaba dirimir la duda existencial de leer o escribir. Salta a la vista cuál ha sido el veredicto. Y ha sido éste, porque al ir a ver qué libro cogía me he dado cuenta (por fin) de la cantidad de libros que he ido dejando a medias estos últimos meses. Se salvaron Bolaño y Block, que los terminé, y ahora me sorprendo y me alegro de haberlos terminado, pero la herencia que arrastro de la decadencia librera es mucha. "Dublinesca", "Los huesos de Descartes", "Helena o el mar del verano", "El bandido doblemente armado", "Memorias de un librero pornógrafo", "El fondo del cielo", "Por qué nos gustan las mujeres", el último de Menéndez Salmón que ahora no recuerdo cómo se llama, "Dogs Soldiers", "Hotel DF" y paro de contar que me está entrando el yuyu (y no precisamente en el sentido de Shorter). Por qué soy así, me pregunto…

Foto Ralf Pascual


Nunca he llevado un diario de lecturas, de hecho hasta hace unos meses no había reparado en dicho concepto, cuando leí en el blog o en el formspring de Patricio Pron que él leva uno. El concepto es claro, pero yo nunca había reparado en él. Y me sentí un poco tonto. Apelé a la excusa de mi natural desastre habitual, pero desde ese momento es una idea que a menudo rumio, si debería llevar un diario de lecturas y cómo debería ser. ¿Se apuntan los libros que se van leyendo con su fecha de inicio y fin o también se añade un comentario?  Con apuntar los que empiezo ya sería bastante ayuda para poner diques al caos que me hostiga. La idea me pareció genial, pero a la vez me sentí torpe por no haberla pensado nunca y haber terminado como he terminado, con libros a medias por todos sitios de la casa para desespero de mi santa. Lo más parecido que he hecho ha sido cuando en una agenda escolar apunté las fechas de grabación de los discos de jazz que me iba comprando y la revisaba para escuchar el disco que correspondía a ese día, pero eso fue a finales de los noventa, cuando me cansé de la escena grunge, del nu-metal y del brit-pop y me tiré por los cerros de Úbeda dedicándome por fin en exclusiva a  la síncopa, el swing y la jerga hipster haciendo las delicias de las tiendas de vinilo de segunda mano y cd´s del sello Black Lion y Blue Note. Me gustaría encontrar de nuevo esa agenda. 

Al final me siento, escribo, pierdo el tiempo, y de camino de vuelta de calentar agua para beberme otro té, cojo un nuevo libro de la estantería del salón, que empiezo para no pensar si borro todo esto. Odio la angustia de los lunes al sol por mucha planchaplacebo que me espere para intentar relajarme.

jueves, 21 de abril de 2011

El ladrón que leía a Spinoza. Sobre Lawrence Block y no saber quién soy

Al dejar de ser librero perdí la voz, quiero decir que perdí al “personaje” desde el que, cual ventrílocuo, me escudaba y enfrentaba a las cosas que quería contar aquí, como un sombrerero loco adicto a los ansiolíticos y a los libros que con la excusa de estar tras un mostrador despachando palabras, contaba cosas. Una vez dejado el atrezzo de dicho personaje no he sabido encarar este diario digital sin preguntarme quién soy yo ahora. “El caimán sincopado” fue el nombre de un programa semanal que en la radio local tuve durante varios años. Lo saqué de un texto de Boris Vian, creo recordar que del “Manual de Saint Germain des Pres” o algún artículo de prensa, pero a la hora de documentarme no lo he encontrado entre mis papeles, en el cual diferenciaba entre trogloditas y caimanes al hablar de chalados que poblaban los clubes de tan mitológico barrio parisino que iban allí atraídos por la música jazz. Trogloditas eran los que bailaban poseídos frente al grupo y los caimanes eran los que se quedaban embobados escuchando, bebiendo cócteles extraños y comiendo cruasanes hasta el amanecer. El adjetivo sincopado vino solo. En su momento me pareció un título cojonudo para un programa de música; pensando cómo titular el nuevo blog, me acordé y lo rescaté viendo la sequía imaginativa en la que ando sumido pero, como dije antes, al no ser ya librero me encontré sin red a la hora de escribir. Supongo que una vez perdido el personaje de librero sólo me quedaba calzarme el de caimán, pero aún no sé quién es ni cómo es dicho caimán. El locutor de aquel programa de radio se hacía llamar el profesor Moriarty, verborréica mezcla entre el malvado archienemigo de Sherlock Holmes y el prota del libro de Keouac que lo mismo pinchaba a Ben Webster tras leer algo de Roberto Arlt que hacía un monográfico sobre Black Sabbath leyendo fragmentos de Safo. Ahora entiendo que no escuchase casi nadie el programa. Si he tardado en escribir una nueva entrada ha sido por eso, básicamente. Contar barrabasadas pensando que eres otro, o casi otro, es cómodo, lo sé, y es la excusa perfecta para no responsabilizarme de afirmaciones aduciendo la patente de corso de la literatura, aunque esta excusa sea tan endeble como la coartada de Phil Spector en el juicio por asesinato que terminó dando con sus huesos en la cárcel. Escribir como si fuese el librero que me hubiera gustado ser me permitía mantener el blog sin muchos quebraderos de cabeza pero ¿y ahora? 



En esas he estado, dándole vueltas a la cabeza mientras dejaba en barbecho el blog un tiempo relativamente corto pero a la vez muy largo para mis humos. Hasta que apareció la casualidad. No sé nada de la casualidad, sólo recuerdo fragmentos de cosas que me pasan y los junto esperando algo, un sentido, un empujón o una puerta que abrir. En uno de esos espacios temporales que le robo a las obligaciones diarias apareció Lawrence Block. ¿Que quién es Lawrence Block? Un escritor, claro. Un escritor que no está de moda, un escritor olvidado por el mundo editorial español, un escritor de novela negra que hoy por hoy sólo descubren aquellos que miran los viejos libros de las estanterías de sus padres si estos alguna vez compraron novela negra, los que se alimentan de ediciones baratas en casetas de segunda mano o los que pasean por los pasillos de las bibliotecas públicas como adictos en plena desintoxicación que por hacerse los valientes se van al barrio de los dealers y cuando se quieren dar cuenta están aspirando un chino en una esquina. ¿Qué dónde estaba yo? Pues teniendo en cuenta que la colección bibliográfica de mis padres siempre ha sido tan escasa como aburrida, y que en Manzanares no hay casetas de libros usados, pues estaba en la biblioteca pública.



Siempre que subo las escaleras miro sin ver las estanterías camino de la sala de lectura, dispuesto a estudiar enconadamente para convertirme de una vez en un hombre de provecho aunque hace tiempo que tengo asumido que soy el hombre desaprovechado que hoy por hoy no me queda más remedio que aceptar que, al igual que yo, somos casi todos los de mi generación. Mi cabeza reparó en que mis ojos habían leído un título, “El ladrón que leía a Spinoza”, de pasada… Eh, me dije… Espera… Volví sobre mis pasos y lo vi, una edición de bolsillo amarillenta y ajada escrita por un tal Lawrence Block. Un libro que comprobé había sido prestado 6 veces en 16 años (es una manía que tengo, mirar las veces que han sido prestados los libros que me gustan; 18-11-97, 27-11-97, 12-12-97, 25-12-97 (supongo que las cuatro de un lector muy muy perezoso), 3-2-98, 25-2-98 y después la nada...). Leí la sinopsis trasera: Un ladrón de guante blanco, Bernie Rhodenbarr, librero de profesión y ladrón  a sueldo como “segundo trabajo” con el que redondear sus paupérrimos ingresos, se ve envuelto en un turbio asunto de coleccionismo numismático mientras le suceden todo tipo de perrerías y lee a Spinoza… Joder… Librero, ladrón, Spinoza… Pavlov hubiera sonreído si hubiese visto cómo se ponían a segregar mis glándulas salivales… Irresistible…Lo abro al azar y leo: (pág 30) “Dios sabe que no me enorgullezco de robar. Tendría un concepto más elevado de mí mismo si me ganara la vida en Barnegat Books. Nunca cubro los gastos con la librería, pero tal vez pudiera conseguirlo si me tomase la molestia de aprender a ser mejor empresario. El señor Litzauer pudo mantenerse durante años gracias a la librería antes de jubilarse, vendérmela a mí y trasladarse a San Petersburgo. Yo también debería mantenerme gracias a ella. Al fin y al cabo no vivo a cuerpo de rey. No me chuto caballo ni esnifo coca ni ando por ahí con la gente guapa. Tampoco me asocio con delincuentes conocidos como tiene el buen gusto de decirlo la junta que decide la concesión de la libertad condicional. No me gustan los delincuentes. No me gusta serlo yo. Pero me encanta robar.” Escalofríos, como rayos recorriendo mi espalda, uno tras otro… Priapismo cerebral seguido de un bombeo tímido directo a mi entrepierna… Me aguanté la risa como pude, esa carcajada trágica típica de los personajes de Aristófanes cuando se descubren a manos de los caprichos de los dioses. Miré a un lado y a otro buscando la sombra esquiva de ese dios de segunda B que se empeña en putearme. Saqué mi carné y me acerqué al mostrador como un autómata dispuesto a llevarme prestado ese libro. Leticia, la superbibliotecaria, me dijo que acababa de poner esa pequeña selección de novela negra ahí para ver si se movía algún que otro librito. Casi me arrodillo ante ella, lo juro. Antes de ponerme a estudiar para optar a un puesto en la bolsa de auxiliar de biblioteca en un pueblo cercano donde nos presentamos muchos, quizá demasiados, me conecté a Internet para buscar información sobre Lawrence Block. Comprobé que soy un ignorante, me avergoncé de mi abandonado oficio y leí que Block es un prolífico escritor de novela negra, que sus libros se dividen en bloques dependiendo del personaje principal, carismáticos perdedores todos ellos, gloriosos sosías herederos de la época dorada del género, y que Hollywood incluso ha adaptado alguna de sus obras (link wikipedia). Cuando por deformación miré lo que hay editado de él se me quedó cara de bobo. Nada… O casi nada, porque un libro disponible en RBA es como la nada más absoluta. ¿Señales para que pierda el miedo a leer en inglés de una vez y haga un pedido a Amazon junto con varios discos que quiero tener físicamente? ¿Señales de un modo de vida que se acaba, el del escritor de novela negra que teclea frenéticamente su Olivetti mientras entorna los ojos por las volutas de humo de un eterno pitillo aferrado a sus resecos labios e ignora las cartas de apremio del banco que el cartero le mete por debajo de la puerta, del escritor del que pasan todos los editores del mundo? ¿Nuevas señales para arruinarme otra vez convirtiéndome en editor de novelas pulp? 

No sé quién soy, no sé quién seré, no sé qué personaje me adoptará como narrador en este miserable blog, pero espero que la tragicomedia en la que vivo no me siga dejando que me acomode y me confíe. Al menos el libro es una delicia, tampoco voy a decir que es una maravilla, pero te hace pasar un muy buen rato, es chisposo, frenético, resabiado, comienza y se desarrolla como una película filmada por Lumet con guión de Woody Allen con NY como telón de fondo, y, aunque la penúltima escena es típica, es decir, el ladrón detective Chadleriano junta a todos y desvela quién, cómo, porqué y dónde ocurrieron los delitos, acaba con un par de guiños magníficos, cínicos y complacientes, abiertos a la manera de Simenon, que te hacen cerrar el libro con una sonrisa a lo Cagney y unas ganas de afrontar lo que queda del día a lo Bogart. Releo el principio de nuevo, me miro el dedo gordo del pie y sonrío:
     
      1.      A las cinco y media dejé el libro que estaba leyendo y empecé a echar a los clientes de la tienda. El libro era de Robert B. Parker, y su héroe era un detective privado llamado Spencer que compensaba el hecho de no tener nombre de pila comportándose con un insensato despliegue de actividad física. Cada dos capítulos te enterabas de que estaba haciendo footing por Boston, levantando pesas o buscando algún modo de sufrir un infarto o una hernia. Por el mero hecho de leer su historia ya empezaba a sentirme agotado.
Mis clientes no tardaron en marcharse; uno de ellos se detuvo a comprar un libro de poesía que yo había estado hojeando, pero el resto se evaporó como una delgada capa de escarcha en una mañana soleada. Metí en la tienda el mostrador de ofertas (“Todos los libros a cuarenta centavos. Tres por un dólar”), apagué las luces, salí, cerré la puerta, eché la llave, corrí las rejas plegables que protegían la entrada y las ventanas, les eche el cerrojo y dejé Barnegat Books preparada para la noche.
Mi librería estaba cerrada. Había llegado la hora de poner manos a la obra.”
Lawrence Block. “El ladrón que leía a Spinoza”

lunes, 4 de abril de 2011

Roberto Bolaño. Los sinsabores del verdadero policía

No recuerdo haber leído nunca nada preguntándome tantas cosas a la vez, difrutando tanto y siendo a la vez tan indulgente como con "Los sinsabores del verdadero policía". No recuerdo haber leído nunca nada con un sentimiento tan culposo, tan obsceno, tan de lector rapiña, tan voyeur como con el último libro que de Bolaño ha publicado Anagrama. ¿Es una novela? Por supuesto, a pesar de estar incabada y a pesar de lo que se empeñen en decir algunos críticos ¿Es buena? Para mí sí, es decir, si alguien me hiciese semejante pregunta y yo me sintiese con el arrojo suficiente para contestar algo, diría que sí, luego me entraría el pudor infinito y soltaría, es buena, pero primero dime comparada con qué o cuál, esto es, escurriría el bulto y me escondería para seguir leyéndola. ¿Está justificada su publicación? Para los saqueadores de tumbas, para los níveos seres kafkianos que quieren saberlo todo, sí, pero no dejo de pensar que Bolaño en su puñetera vida hubiese aceptado editarla. ¿Es buena? Comparada con el 90% de lo que se edita como novela hoy en día, sin duda. Con "El Tercer Reich" aún no me he atrevido (el pudor y el sentimiento de culpa, de hacer algo inmoral incluso, me puede, pero supongo que tarde o temprano la leeré), pero una conversación con mi lector preferido me empujó a ello. ¿Me arrepiento? En absoluto, y eso que voy por la página 146, pero de lo que sí me arrepiento es de las 15 o dieciséis líneas que llevo escritas, justificación paupérrima para copiar lo que me ha hecho, de nuevo, pintarrajear el libro, señalarlo, subrayarlo, releerlo y sentirme culpablemente dichoso otra vez...

Roberto Bolaño. Los sinsabores del verdadero policía. Ed. Anagrama, 2011. pág 146.



"¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Aprendieron a recitar en voz alta. Memorizaron los dos o tres poemas que más amaban para recordarlos y recitarlos en los momentos oportunos: funerales, bodas, soledades. Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que al cabo de las lecturas los escritores salían del alma de las piedras, que era donde vivían después de muertos, y se instalaban en el alma de los lectores como en una prisión mullida, pero que después esa prisión se ensanchaba o explotaba. Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive en el abismo y la desdicha y que cerca de su casa pasa el camino real de los actos gratuitos, de la elegancia de los ojos y de la suerte de Marcabrú. Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor."


Y acabar recomendando un blog soberbio: http://joseangelgonzalez.net/bolano_dodge_murakami/
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