martes, 17 de enero de 2017

Reseña de "La muñeca rusa" en el blog Readings in the North


Hace varios meses, la amable Isa Martínez publicó en su blog una reseña de "La muñeca rusa"... Esta es:

http://itissochic.weebly.com/b/la-muneca-rusa-de-juan-miguel-contreras#comments




"¿Qué piensa un hombre que contempla la Tierra desde el espacio, donde va a morir sin regresar? Nunca podremos saberlo, sin embargo, la historia no se detiene, e Irina Belokoneva, hija de ese cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra, es parte de ella.

Esta historia arranca con la entrada en 1968 de las fuerzas del Pacto de Varsovia en Praga. En un psiquiátrico de la ciudad, son testigos de ella el celador Milos Meisner e Irina. Ella ha ido a parar allí porque cuenta la extraña historia de su padre, un cosmonauta abandonado a su triste suerte en el limbo espacial; un relato que nadie puede ni quiere creer, salvo Milos Meisner."


En esta novela tenemos tres claros protagonistas, que en un principio podemos pensar que no tienen nada que ver. Pero después de terminar el libro te das cuenta de que tienen algo en común, la soledad. 

Milos Meiner es un escultor checo que ha viajado por diferentes lugares y ha vivido mucho. Praga, París y Almería han sido algunos de sus destinos. Vemos como vive la Primavera de Praga, vemos como acaba en un pueblo poco conocido de Almería. Milos es el hilo que une todas las historias de esta novela. Irina es una chica y es la hija de un cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra. Conocemos su historia gracias a que Milos se la cuenta al tercer protagonista. Este tercer protagonista es un librero, tiene su pequeña librería en ese pueblo poco conocido de Almería. Y vemos como intenta seguir adelante gracias a lo que vende a los turistas o a ciertos clientes fijos.

Milos es un artista solitario, Irina es una chica solitaria e incomprendida y el librero es un vendedor solitario. Por eso digo que tienen mucho en común, ya que los tres saben lo que es la soledad y los tres la viven de diferente forma. 

Comencé esta novela pensando que se centraría en la historia de ese cosmonauta perdido y no ha sido así. Menuda sorpresa al toparme con tres historias diferentes pero muy bien hiladas. Sin duda lo que más me gustó fue conocer la historia de Milos y su relación con el escritor Bohumil Hrabal. También resulta muy interesante conocer la historia del librero, de la enfermedad que tiene y la historia de su librería. Y por supuesto, la historia de Irina que te mantiene intrigada a lo largo de todas las páginas de la novela.

La muñeca rusa consigue que reflexiones desde sus primeras páginas. Te hace reflexionar sobre el tema del cosmonauta perdido, ¿cuántos habrá perdidos por el espacio y que ni siquiera nos enteramos? También hace que reflexiones sobre la vida y como en los momentos difíciles puedes encontrar a un gran apoyo. Milos fue un apoyo para Irina cuando llegó al psiquiátrico, el librero fue un apoyo para Milos cuando llegó a España. Personas que tienen sus propios problemas pero que no por eso te dan la espalda, todo lo contrario: están ahí para escucharte y para ayudarte en todo lo que puedan. 


Ha sido una novela diferente, con un punto de partida muy interesante (un cosmonauta desparecido en el espacio del que no se tiene conocimiento). Una novela con unos protagonistas muy interesantes a los que llegas a coger cariño. 

Al principio me costó un poco meterme en la historia, los nombres me tenían un poco despistada y me hice un poco de lío. Aunque tengo que reconocer que para mi fue una grata sorpresa encontrar en la primera página ya a un escritor, Bohumil Hrabal. Ese es otro detalle que me gustó mucho, el libro está cargado de referencias (tenéis aquí la entrada donde os enseño todo lo que me he apuntado). 


Una novela interesante que nos da a conocer a tres personajes y sus tres historias. Una novela que te hace reflexionar y que te hace cogerle cariño a los protagonistas. Una novela cargada de referencias tanto a libros y autores como a películas. La única pega fue que al principio me resultaron un poco confusos los nombres.

viernes, 13 de enero de 2017

Cinco contra uno (rescates). Un puñado de discos que me marcaron y que aún hoy sigo escuchando

Hace varios meses me escribió un amigo (desconocido apreciado y seguido de las redes sociales) para decirme que había escrito una reseña sobre mi novela "La muñeca rusa" y que un magazine digital la iba a publicar. Alex (que así se llama) y yo nos escribimos a menudo. Siempre con cierta educación y distancia, pero también a menudo con una extraña cercanía. Me hizo mucha ilusión, por supuesto, sobre todo porque me interesa muchísimo lo que Alex tenga que decir sobre la historia de Irina y Milos y lo que eso me haga repensar a mí sobre la misma. Me dijo que al director de dicho magazine le interesaría un breve escrito mío sobre una sección que tienen titulada "Cinco contra uno", es decir, cinco discos que te hayan marcado y un "díscolo" que te haya defraudado o  al que le tengas cierta tirria. Dije que sí, por supuesto. Estas cosas me hacen mucha ilusión y me las suelo tomar muy en serio. Además, tampoco quería defraudar a Alex, así que me puse. Se lo envié y me dijo que gustó. Como sé que los ritmos de edición en estas cosas son muy lentos, no quise pecar de impaciente y, puesto que la novela ha pasado, no ya sin hacer mucho ruido, sino sin hacer casi ninguno, y mi editorial, aunque heroica y voluntariosa como ninguna, no es importante (dentro de ciertos esquemas), sabía que igual la reseña y este artículo no salían. Bueno, han pasado seis meses y me he vuelto a encontrar el archivo de mis "cinco contra uno" mientras ordenaba una carpeta con textos y me ha dado penilla. Y digo penilla porque me lo pensé mucho y a la vez disfrute mucho escribiéndolo, así que lo rescato. Aún no sé cómo era la critica de Alex, y me he cansado de mirar la página del magazine como un histérico obsesivo o un niño aburrido en el asiento de atrás de un coche. Son cinco y uno, con su historia personal; seguramente si lo escribiera hoy serían otros cinco y uno distintos, o quizá no, quién sabe....



Cinco contra uno

The Cult. Electric.
Pongámonos en situación: Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en el páramo manchego donde al kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista Metal Hammer y la Superpop, y donde los jueves estaciona una furgoneta en el mercadillo municipal con vinilos y casetes de todo tipo (tirando a serie media). Durante meses ahorro lo que me da mi padre por currar en la lavandería y la propina de mi abuela los domingos para, aprovechando las dos semanas de vacaciones en un apartamento enano en la playa a finales de julio, cuando vamos a hacer la compra a un megahipermercado cerca de Alicante en primer día, visitar la sección de discos y gastarme toda la hucha. Verano del ’88. A punto de los catorce. Llevo una lista pero casi nunca encuentro lo que busco, así que tiro de oídas y me fio del orden en el que está colocado. Así descubro a Fleetwood Mac, Vanilla Fudge, Sleepy LaBeef, Love… The Cult me suenan, de la radio quizá, no lo sé, pero esa portada es magnética. La carpeta desplegable hace que aumente mi fascinación. Ahí están Astbury, Duffy, Stewart y Warner mirándome amenazantes y altivos. Leo por primera vez el nombre de Rick Rubin. Lo compro sin dudarlo un instante. He de esperar quince días para escucharlo porque allí no hay tocadiscos (no hay ni lavadora). Cuando al final lo hago, después de horas viendo esas fotos, sonrío como un idiota. Citar alguna canción es inútil. Quiero una guitarra y la quiero ya. Un disco que se abre con “Wild Flower” no puede ser malo. Un disco cuya cara A termina con “Bad Fun”, le das la vuelta y arranca la B con “King Contrary Man” pasa a convertirse en la coz que tu corazón necesita. “Love Removal Machine” del tirón y el “Born to be wild” más bruto y machacón que nunca he escuchado. Al llegar “Outlaw” estoy agotado… Pero aún está “Memphis Hip Shake”… Me arrastro como la canción… Termina y lo pongo de nuevo… Por un instante me siento invencible. Ese disco es sin duda lo que anuncia, eléctrico, y el nombre del grupo pasa a convertirse en mi culto; hasta hoy, cuando escucho Hidden City y me siguen emocionando igual.


091. El baile de la desesperación
Ahora que han resucitado y la justicia poética por una vez cumple lo que pregona, es de ley decir que este disco es fundamental. “La vida qué mala es”, “Este es nuestro tiempo”, “San Martín”, tres canciones para dejar claro que fueron únicos y que lo siguen siendo. Sólo ellos han igualado semejante trío inicial en sus dos discos posteriores. “Corazón Malherido” duele, y José Antonio canta como el puto amo una letra de Lapido que toma un lugar común y lo convierte en particular, sólo para ti. “La canción del espantapájaros”, la cual han desnudado en directo incidiendo en su cara dramática, siempre me ha gustado sin embargo más en esta versión, tan pop, tan resultona, tan jodida en el fondo. Es la virtud del rock, cantar las cosas más jodidas sobre una lozana base musical para conjurar los golpes de la vida. Las cinco canciones que quedan son una fuente y una declaración en sí mismas. “El baile de la desesperación”, “El lado oscuro de las cosas”, “Un camino equivocado”, “Un día cualquiera” y “Atrás”. Las guitarras por fin rujen como los Cero querían después de tantos años. Una producción algo deficiente (en comparación a lo que vino después) no borra la urgencia de unas canciones gloriosas en sí mismas. Los Cero demostraron que, lamentablemente, en este país, sólo era posible una retirada con la cabeza alta antes de perderla (en el olvido o el cheque). Sé que Tormentas Imaginarias es mejor, pero a mí me ganaron para siempre con este. Que los dioses salven a los Cero.


The Doors. L.A Woman.
Podía haber puesto cualquiera de la banda de Jim Morrison, pero he optado por el último. Con la misma estructura que su debut, cada cara del disco se cierra con una canción larga. Desde su inicio con la tremenda “The Changeling”, Morrison canta como nunca, su voz de barítono se ha endurecido por los excesos, convirtiéndose en un arma evocadora y punzante. “Love her madly” es una manzana envenenada, y “Been down so Long”, nada más empezar, te parte por la mitad. El bajo de Jerry Scheff da libertad a Manzarek para jugar con las canciones y a la vez seguir haciendo que su teclado sea la base de las mismas. Robbie está excelso, se gusta, y se nota. Desmore está elegante y deja de nuevo claro que no es un batería de rock de montón, sino un músico de jazz que toca rock, o un músico de rock que quiere tocar jazz, da igual. “Cars hiss by my window” es una vacilada sublime. “L.A. woman” vale toda una carrera: oda decadente que sirve de despedida a una ciudad bajo un manto rabioso y energizante de un grupo de instrumentistas en estado de gracia. “L’America” abre la cara B descolocando, psicodelia que no quiere dejar de tener sabor a blues. “Hyacinth house” tiene una letra gloriosa y premonitoria, y para mí es una de sus canciones más bonitas. La versión del tema de John Lee Hooker (“Crawling King Snake”) destierra una vez más todo rastro de vender a Jim como un Adonis pop. “The Wasp” es amarga porque deja entrever nuevos caminos por transitar de una banda que se estaba despidiendo sin querer ser consciente de ello (dicho tema es la base para “An American Prayer”). El cierre con “Riders on the Storm”, vista a través del famoso juicio de Miami (y lo que supuso no sólo para la historia del grupo sino como siniestra clausura de una década llena de acontecimientos históricos determinantes), es la canción perfecta, simple y llanamente es así, con Morrison relatándonos el porqué de todo lo que ha hecho y qué es lo que realmente han sido, ofreciéndonos una maravillosa letanía respaldado como nunca (y como siempre) por Ray, Robbie y John.


Jethro Tull. Thick as a Brick.
Más de media vida (mía) llevo escuchando este disco y no me canso ni un segundo. Sólo por eso merece figurar aquí. Ian Anderson, uno de los frontman definitivos, intentó un cuádruple salto mortal impulsado por la retranca de Monty Python y parió una maravilla que merece veinte años de escuchas y veinte más que le dedicaré. Presentación, idea, cover art, composición, ejecución, lírica, arreglos, todo es perfecto en este disco. El álbum total. Lo tomas o lo dejas. Obligatorio tenerlo en vinilo, ese es su mundo y su sentido. Las capas y los niveles en los que se mueve siguen siendo un misterio para mí. Siempre pienso que es más de lo que aparenta o capto. ¿Una broma, una genialidad, una boutade suprema? Para mí una de las cimas artísticas del siglo pasado. Y comercialmente encima les salió bien, lo cual nos obliga a mirar esos años con indudable nostalgia y sorpresa. Un disco de más de cuarenta minutos con una sola composición dividida en dos partes basado en un supuesto poema de un niño y envuelto en un ficticio periódico lleno de noticias brillantes, pasatiempos, horóscopo y obituarios incluidos. La letra es una maravilla críptica, tan desvergonzada como lúcida a la vez… “Really don´t mind if you sit this one out… My words but a whisper… your deafness a shout…”. Un grupo en estado de gracia remata todo. Martin Barre, John Evans, Jeffrey Hammond-Hammond y Barriemore Barlow respaldando a Anderson e impulsándolo todo bajo una mezcla de estilos y referencias apabullantes, sin respiro, sin un paso en falso, rematando la jugada los arreglos y dirección de un indispensable y digno de estudio (vital y musical) David Palmer. Lo siento, no puedo ser objetivo, amo este disco; he escrito centenares de páginas escuchándolo y dejándome llevar.


The Jayhawks. Tomorrow the green Grass.
Compré este disco después de escuchar “Blue” en “De 4 a 3”, de Paco Pérez Bryan en Radio 3, en 1995. Olson y Louris tocando el cielo. Nunca me arrepentiré. “I’d run away”, “Miss Williams guitar”, la preciosísima “Two Hearts”, “Real Light”, “Over my Shoulder”… Para cuando llega “Bad Time” ya estás sobre aviso, pero eso no te evita el subidón. Es increíble cómo esas voces se empastan y armonizan de ese modo, cómo la guitarra acústica se enreda con la electricidad de una Gibson SG, cómo tocan la fibra sin parecer pretenderlo. Y encima es una versión. La cara B sigue la estela, y cuando la calma parece haberse instalado con “Red Song”, como si el disco fuese a terminar con esa mirada crepuscular al desierto, llega la subida de “Ten Little Kids”. Big Star, CSNY, The Byrds, Gram Parsons… todo junto sonando con personalidad propia. Este disco me salvó la vida una noche de 2002 en un hospital en obras, lleno de cables y partido por la mitad. Me lo había grabado en una cinta en casa para escucharlo allí porque sabía que lo iba a necesitar. Aún usaba walkman. Cuando me fui de aquel lugar se lo regalé a una enfermera de la planta. “I could take a little hint from you, and I’d run away”.

Contra UNO.
Uriah Heep. Abominog

He estado tentado a entrar a saco y recordar lo estafado que me sentí cuando en su día compré “Usar y Tirar” de M-Clan o el primero de Los Planetas (y último para mí, su rollo no va conmigo), pero no. También he pensado en intentar explicar mi frustración ante los últimos discos a medio gas de Gov´t Mule o la complacencia del camello de Wilco. Tampoco quería hacer leña del árbol caído del madelman Lenny Kravitz (tremendo tocomocho). En tiempos tan fugaces como los de ahora es normal que haya bajones en las carreras de grupos longevos (lo que hizo Bowie en cinco años, del 69 al 74, o Janis Joplin en tres, no lo volveremos a ver jamás, pero tampoco podemos pedirle a grupos actuales que ya llevan quince o veinte años, el mismo ardor guerrero de sus primeros años). Así que tiro de disco con trampa…y termino como empecé. Pongámonos en situación: Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en el páramo manchego donde al kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista Metal Hammer y la Superpop, y donde los jueves estaciona una furgoneta en el mercadillo municipal con vinilos y casetes de todo tipo (tirando a serie media). Sin saber quién me había suscrito, a mi casa llegaba el boletín del Discoplay. Empiezo a crear mi discoteca lo mejor que puedo, a base de oídas, intuición y casetes grabadas en el patio del colegio. Tiro de primeras impresiones con las portadas del BID. La de Uriah Heep con Abominog me llama la atención mes tras mes, pero me da miedo, literalmente, y lo voy dejando. Me espero el infierno tras ese diablo rabioso. Mi vecino del tercero me pasa Ride the Lighting de Metallica y Holy Diver de Dio. Mi mundo se llena de tachuelas; los logos de Maiden, Overkill, Raven o Anthrax son cincelados en mi carpeta estudiantil. Ahorro un poco y me pido por fin el de Uriah Heep… Llega a casa, lo pincho y… efectivamente, el pinchazo fue antológico. Teclados de la época y melodías almibaradas no me dejan apreciar las virtudes que esconden sus surcos. Maldigo cada peseta invertida, miro esa carpeta diabólica y no entiendo nada… Llega la tercera canción (“On the Rebound”) y me rindo definitivamente; no debería, pero la juventud es vehemente y yo creo querer otra cosa. Levanto la aguja y lo guardo entre maldiciones gitanas. Ese fue mi primer desencanto de muchos, y si lo rememoro es porque, curiosamente, ahora es un disco que me encanta y escucho bastante, incluso más que sus magnas obras de los setenta. Igual soy yo, que me he enmoñado a pasos agigantados, pero este es uno de los casos en los que la espera y la paciencia han tenido su recompensa. “Too scared to run”, “Chasing shadows” o “Think it over” me parecen temazos. El trabajo vocal de Peter Goalby es digno de mención, en la estela del enorme Lou Gramm. Mierda, echo en falta cantantes así. El regreso a Uriah Heep de Lee Kerslake, trayéndose de paso a un inmenso Bob Daisley, tras su aventura con Ozzy (y menuda aventura), recargó las pilas del eterno Mick Box. Ya lo dijo Willie Dixon, nunca juzgues un libro por su portada… 
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