viernes, 30 de abril de 2010

Sergéi Dovlátov olvidó una maleta en el Vips

Cuando vivía en Madrid iba mucho a los vips a por libros, incluso cuando ya trabajaba en una librería. En la sección de saldos, al menos hace años, encontrabas verdaderas joyas. Los libros-revistas “Almanaque” que editó Random House de manera un tanto efímera, las encontré ahí. No sé qué año fue, pero lo primero que leí de Bolaño estaba incluido en uno de esos números. Cito de memoria… “Tengo una buena y una mala noticia, la buena es que hay vida después de la vida; la mala es que Jean Claude de Villevenue es necrófilo…” Bang. “Historia con Monstruos” de Fresán estaba en el mismo número. Gran número… Cuando curraba en Pasajes muchas mediodías no volvía a casa, no me daba tiempo; bueno, sí me daba, si dejaba hecha la comida, llegaba, comía y hacía la cama mientras me tomaba un café, sí me daba tiempo, pero no era lo habitual. Así que muchas veces acababa curioseando en el vips más cercano después de comer. Ya, ya sé que no es muy normal currar en una librería y utilizar tu par de horas libres a mediodía para ir a curiosear más libros, pero en mi defensa diré que el café está muy rico y además, podías comerte una modesta copa de Browne con helado por muy poco… Alimento para el alma… Un día entré y estaban saldando libros de la Editorial Metáfora, seguramente una de las pérdidas más tristes del mundo editorial de la pasada década, y no es exageración. Su fondo era admirable (ideal para mis gustos), el diseño homogéneo y atractivo, las traducciones buenísimas, pero quebró. Y su fondo acabó donde acaban todos, en ese purgatorio aséptico e impersonal, badulaque, alacena desastre que son los vips. Me compré todos los que pude. Y si llego a saber los autores que iba a descubrir, me hubiera proveído de otros ejemplares para regalar. Metáfora fueron los primeros en editar a Miljenko Jérgovic, recuperaron a Danilo Kis antes de que Jaume Valcorba y su Acantilado lo recuperaran de nuevo, editaron un texto inédito de Hrabal, y publicaron “La Maleta” de Sergéi Dovlátov. Últimamente he llegado a la conclusión de que el libro electrónico no me importa, me he vuelto un hipócrita cínico con ese asunto. Si quiero puedo abastecerme y tener libros hasta que me muera. Siempre habrá en las calles de Madrid viejos casposos con cara de degenerados o de arruinados profesores universitarios vendiendo libros usados sobre una sábana. Quien quiera leer en una pantallita de un e-book sabiendo que entre sus manos está no sólo el libro que lee sino 5.900 más, allá él. Soy un fetichista, y no me avergüenzo. Donde pone "drogas" en el dicho formado junto a sexo y rocanrol, pon "seda, nylon, vinilo y papel" y me harás un hombre feliz.

Jérgovic, Kis y Dovlátov son unos cuentistas inmensos. A los que hay que leer y releer. A veces pienso que cuando los e-book abaraten tanto la edición de un texto que únicamente gane dinero el dueño de la fábrica de chips y el dueño de la marca del aparatito y dejen de traducirse textos porque nadie va a pagar a un traductor (ni a un escritor), no va a haber manera de conocer a escritores como estos y nos tendremos que quedar con el producto patrio... que por mucho que quiera, nunca podrá escribir como un eslavo, y a mí me vuelve loco la manera en la que a veces escriben los eslavos. De todos los libros que me dejó mi tío Iniesta, guardo con especial afecto y paranoia “Cuentos húngaros”, un librito maravilloso de hojas ya no amarillas, sino directamente marrones, de la editorial Hispano Americana, que data de 1958. De los 19 autores sólo “ha pasado” a los anales Sandor Marai, pero ahí hay cuentos que valen el asalto a un castillo para poder leérselos a una voluptuosa cocinera mientras la princesa sigue durmiendo y esperando a quien quiera que espere. Si no soy capaz de cerrar los ojos y visualizar dónde está exactamente ese libro en la estantería, me pongo nervioso. No me gustaría perderlo por nada del mundo. Como mis libros de Metáfora. Sí, son libros agotados, y últimamente parece que sólo hablo de libros agotados, pero tanto Jergovic, Kis, Hrabal y Dovlátov son autores que (gracias a los dioses) se pueden encontrar sin mucha dificultad.

Sergéi Dovlátov murió en Nueva York la mañana del 24 de agosto de 1990, nueve días antes de cumplir 49 años. Murió en una ambulancia que intentaba abrirse paso por las calles de Brooklyn. Los dos enfermeros puertorriqueños se preguntaban quién era ese gigante de más de dos metros, corpulento, de bigote y rostros caucasianos, que parecía más un tractorista borracho que un escritor ruso. Murió intoxicado por una enfermedad que padeció toda la vida: el alcoholismo.

Para saber quién era Sergéi Dovlátov sólo hay que leerle. No se calla nada, no se guarda nada y a la vez todo lo esconde y todo lo silencia. Había nacido en septiembre de 1941 en Ufa, durante la evacuación de Leningrado por el asedio nazi en la segunda guerra mundial. Su vida en la ex URSS la pasó entre Tallin (Estonia) y Leningrado, leyendo y escribiendo, pero sin poder publicar nada. Fue en 1978 cuando emigró a Nueva York, ciudad en la que siempre viviría y en donde publicó, en ruso, la mayor parte de su obra. Sus libros aparecieron después en inglés con gran éxito, tal vez debido a que era un autor relativamente fácil de traducir, dueño de una sintaxis llana que no se diluye en el trasvase de una lengua a otra y que hace sentir al lector como si dialogara de igual a igual con el autor.

De su libro de notas se leen cosas así:

“Recuerdo que una vez adquirí un libro de Brodski de 1964. Pagué una cantidad considerable, como si fuera una rareza bibliográfica. Si no me equivoco, cincuenta dólares. Luego, le comenté a Joseph lo sucedido. Me dijo:

-Y yo no tengo ese libro.

-Si quiere se lo regalo -le expresé.

Joseph se sorprendió:

-¿Y qué voy a hacer con él? ¿Leerlo?”

Joseph Brodski, su amigo, lector y confidente en Nueva York, escribió: “Dovlátov fue sobre todo un maravilloso estilista. Sus cuentos se fundan ante todo en el ritmo de la frase; en la cadencia del lenguaje del autor. Están escritos como poemas: el argumento en ellos tiene una importancia secundaria, que sirve sólo de pretexto para el lenguaje.”

Me gusta verme como un coleccionista de Dovlátov, la editorial Ikusager saca de vez en cuando algo de él, y allí estoy yo. El reduccionismo gilipollas al que da pie su biografía da para ganarse unos buenos latigazos, y desde luego no por una señorita turgente. Me preocupa que se utilice a un nihilista genial como Dovlátov con fines mezquinos sin ver que el existencialismo del que hace gala tiene, digamos, miras universales. No apunta a un gobierno sino a uno mismo. Es autodestructivo, autoaniquilativo, es como un espejo al que le faltara un trozo, y ese trozo te lo pusiera él mismo en la mano. En Rusia Dovlátov no puede hacer nada. Emigra a los EEUU y adquiere fama y gloria. La coyuntura es política, Dovlatov no. “La mayor tragedia de mi vida ha sido la muerte de Anna Karenina” escribió. Tal vez sea cierto que todo en esta vida sea política, pero el dolor es otra cosa. Dovlátov se automargina, no le gusta la imbecilidad humana. Todo lo esconde el alcohol, todo menos la memoria. Su memoria es suya, describe su entorno como algo necesario, que le ubica aunque a la vez le destruya. Critica la imbecilidad humana, y el más humano es él. Se automargina y el alcohol aparece como la consecuencia natural de lo anterior.

Cuando abrí “LA MALETA” en aquel vips olvidé que estaba solo. Lo que se dice amor a primera vista:

Traducción: Justo E. Vasco PRÓLOGO:

“En el Departamento de Visas y Registro, va aquella zorra y me dice:

- Cada emigrante tiene derecho a tres maletas. Esa es la norma establecida. Hay una resolución especial del ministerio.

No tenía sentido objetar. Pero, por supuesto, objeté.

- ¡¿Solamente tres maletas!? ¿¡Y qué hace uno con sus cosas!?

- ¿Por ejemplo?

- Por ejemplo, con mi colección de coches de carreras.

- Véndala – respondió de inmediato la funcionaria; y añadió, frunciendo levemente las cejas: - Si algo no le satisface, escriba una reclamación.

- Estoy satisfecho – le digo.

Después de la cárcel todo me satisfacía.

- Entonces, compórtese correctamente…

Una semana después recogía mis cosas. Y como se vio después, me bastaba con una sola maleta.

Sentía tal conmiseración hacia mí mismo que estuve a punto de sollozar. Tenía treinta y seis años. De ellos, llevaba dieciocho trabajando. Algo ganaba, algo compraba. Creía ser dueño de algunas propiedades. Pero el resultado cabía en una maleta. Para colmo, de dimensiones más que modestas. ¿Era yo, entonces, un mendigo? ¿Cómo había llegado a aquello?

¿Los libros? Básicamente, tenía libros prohibidos. La aduana no permitía sacarlos. Tuve que regalárselos a conocidos, junto con lo que yo llamaba mi archivo.

¿Los manuscritos? Hacía tiempo que los había enviado a occidente, por vías secretas.

¿Los muebles? Llevé el escritorio a la tienda de segunda mano. Las sillas se las quedó el pintor Cheguin, que hasta ese momento se las arreglaba con cajas vacías. El resto lo tiré.

Así me largué, con sólo una maleta. Era de aglomerado, forrada de tela, con refuerzos niquelados en las esquinas. La cerradura no funcionaba. Tuve que atar mi maleta con las cuerdas de tender la colada.

Alguna vez fui al campamento de pioneros con esa maleta. En la tapa, con tinta, estaba escrito: “Grupo infantil. Seriozha Dovlátov”. Y a un lado, alguien había grabado cariñosamente; “limpiaculos”. La tela estaba raída en algunos lugares.

En la tapa, por dentro, tenía varias fotos pegadas. Rocky Marciano, Armstrong, Iosif Brodski, la Lollobrigida en ropa interior. El aduanero intentó arrancar a la Lollobrigida con las uñas. Sólo pudo arañarla.

Pero no tocó a Brodski. Se limitó a preguntarme quién era. Le respondí que un pariente lejano…

El dieciséis de mayo llegué a Italia. Vivía en el hotel romano “Dina”. La maleta quedó metida debajo de la cama.

Al poco tiempo, recibí algunos honorarios de las revistas rusas. Compré unas sandalias azules, unos vaqueros de franela y cuatro camisas de lino. Y tampoco abrí la maleta.

A los tres meses me trasladé a Estados Unidos. A Nueva York. Primero viví en el hotel Rio. Después, con amigos, en Flushing. Finalmente, alquilé un piso en una buena zona. Guardé la maleta en el rincón más lejano del armario empotrado. Y tampoco desaté la cuerda de tender la colada.

Transcurrieron cuatro años. Nuestra familia se reconstruyó. Mi hija se convirtió en una norteamericana adolescente. Nació mi hijo. Creció, y comenzó a hacer travesuras. En una ocasión, mi esposa, perdida la paciencia, le gritó:

- ¡Métete ahora mismo en el armario!

El niño niño pasó unos tres minutos en el armario. Después, lo dejé salir.

- ¿Te dio miedo? – le pregunté-. ¿Lloraste?

- No – respondió-. Me senté sobre la maleta.

Entonces saqué la maleta. Y la abrí.

Encima de todo había un buen traje cruzado. Ideal para entrevistas, simposios, conferencias, recepciones. Creo que habría servido hasta para la ceremonia de entrega del Nobel. Después, había una camisa de popelín y unos zapatos, envueltos en papel. Más abajo, una chaqueta de pana forrada en piel sintética. A la izquierda, un gorro de invierno, de falsa nutria. Tres pares de calcetines finlandeses de crespón. Guantes de conductor. Y, finalmente, un cinturón militar de cuero.

En el fondo de la maleta había una página de Pravda, correspondiente a mayo del ochenta. Un gran titular anunciaba: “Larga vida a la grandiosa doctrina”. Y en el centro tenía un retrato de Carlos Marx.

Cuando era escolar, me gustaba dibujar a los lideres del proletariado mundial. En especial, a Marx. Echaba un borrón de tinta y ya se le parecía…

Contemplé la maleta vacía. En el fondo estaba Carlos Marx. En la tapa, Brodski. Y entre ellos, una única vida, invalorable, perdida.

Cerré la maleta. Dentro rodaban las bolitas de naftalina cabiendo ruido. Mis cosas yacían en un montón sobre la mesa de la cocina. Pensé: ¿y de veras, esto es todo? Y me respondí; sí, es todo.

En ese momento, como se suele decir, me abrumaron los recuerdos. Seguramente se escondían entre los pliegues de aquellos trapos miserables. Y ahora habían escapado. Recuerdos, cuyo título debería ser “De Marx a Brodski”. O, digamos, “Mis riquezas”. O quizá simplemente, “La maleta”…

Pero, como siempre, el prólogo se hizo largo.”

Pagué el café, cogí todos los libros que había de aquella editorial, y salí de allí.


miércoles, 28 de abril de 2010

Mantra, de nuevo


“Cuando empezamos a leer, nuestra relación con los libros pasa por la identificación con el personaje. Así, los lectores primitivos necesitan entrar ahí (no es casual que los libros tengan el mismo mecanismo y aspecto formal que los de una puerta) para unirse a la aventura. Con el correr de los años, el lector deja de identificarse con los héroes de ficción para identificarse con la realidad del escritor. El cómo se cuenta una historia acaba imponiéndose por encima de la historia misma. No estoy seguro, entonces, de que los lectores evolucionen. Pienso que, tal vez acaban perdiendo algo por el camino, lo más importante: la posibilidad de ser uno con el héroe, de combatir y vencer a su lado”.
Rodrigo Fresán, “Mantra”, pag 31.

Fresán suele ser preciso, suele ser abrumador, suele ser narcóticamente revelador, como un paseo al borde del abismo, exultante y suicida, a punto del knock out y dispuesto a despegar en una nave espacial. Ayer en la piscina cubierta vi un ejemplar de “El guardián entre el centeno” en el mostrador de entrada. También había otro de “Crepúsculo”. No quiero pecar de prejuicioso o listillo, pero podría adivinar cuál de las dos chicas que están a esa hora, y que en el momento que yo salía estaban en la puerta, al sol, fumando, está leyendo uno u otro. (“Lo que ha hecho -o deshecho, con pésima prosa- Meyer es trasladar el imaginario de Shakespeare, Austen y las hermanas Brontë a un contexto de High School Musical con vampiros diurnos, guapísimos, sin dentaduras afiladas, conservadores más que bien conservados y muy respetuosos de los ritos matrimoniales.” Fresán de nuevo, extraído de un artículo de internet)

Más adelante, de nuevo en Mantra, Roberto Bolaño aparece veladamente como tutor del joven Martin Mantra, el cual no recuerda si el nombre del tutor era Roberto o Arturo, y recita dos poemas. Uno de ellos dice:

En la sala de lecturas del infierno
En el club de los aficionados a la ciencia-ficción
En los patios escarchados
En los dormitorios de tránsito
En los caminos de hielo
Cuando ya todo parce más claro

Y cada instante es mejor y menos importante
Con un cigarrilo en la boca y con miedo
A veces los ojos verdes
Y veintiséis años

Un servidor.

Inevitablemente, uno se pregunta si el poema será realmente de Bolaño. Nada cuesta imaginar que es un poema de servilleta, escrito velozmente en una noche de conversación entre los autores, en Blanes, en la terraza de un bar próximo a Sonora, en el patio de atrás de La Pecera, mientras yo escribo esto, ellos dos, Fresán y Bolaño, toman algo sentados en una vieja alfombra, apoyados en la pared, al sol, como dos lagartijas, como dos saurios, como dos gatos o dos perros insomnes, escribiendo poemas en hojas que me piden con voz amable a través de la ventana. Si giro la cabeza los veré. Tal vez me sonrían…
Cada instante es mejor y menos importante

Acabo de sentirme viejo...

lunes, 26 de abril de 2010

De fiebre, escritores y otras sublimaciones libreras

No me considero un quejica, aunque tampoco un machote. Sí es cierto que con los años he adquirido cierta templanza estoica frente a mi cuerpo y las perrerias que le puedan hacer. Que hay que cortar, se corta; que me tiene que inyectar isótopos radiactivos y luego un cateterismo inguinal, pues que los dioses repartan suerte; que hay que coser y tengo que poner mi dedo para ayudar a hacer el nudo, lo pongo sin rechistar (lagrimeando sin parar, eso sí, y también mentalmente cagándome en todo lo cagable)... Asumo que uno deja la voluntad en la puerta del hospital y pasa a convertirse en una mera y vulgar res extensa, aunque tal vez lo asumo demasiado. Médicamente hablando soy como decía mi abuela, "mu bien mandao". Ahora bien, dame fiebre y automáticamente me convierto en una piltrafa. Lo sé, cada uno tiene su punto débil, ya no gasto melenas sansonianas ni protejo mis tobillos frente a flechas traicioneras, ni tampoco uso coquilla en mi día a día, pero sube mi temperatura corporal un grado más de lo normal y ya me puedes recoger con escobilla. ¿Y qué se hace bajo ese prisma si además se es autónomo? Pues eso, joderse y currar, aunque la imagen que se de sea la de un tipo un tanto alucinado, ojeroso, mudo, de tez brillante y labios resecos.... Así pasé el día del libro y los anteriores y posteriores... Hoy estoy mejor. Más allá del coñazo que pueda ser aquí el librero cuando tiene fiebre, en honor a la verdad he de decir que la fiebre me ha regalado los sueños más vívidos y delirantes que he tenido nunca, incluso alguno de ellos lo he (re)sublimado y convertido en relatos igualmente delirantes. La última vez que estuve ingresado, mientras mi cuerpo alcanzaba los 40 grados, yo soñaba que tomaba whisky con Billy Wilder mientras le contaba que en los años treinta había sido batería de un grupo femenino de jazz y él me preguntaba si podía hacer una película con eso. Tengo más cosas de esas apuntadas por ahí. ¿Cuántos cosmonautas rusos hay orbitando alrededor de la tierra, perdidos, tras fracasar en misiones que oficialmente nunca existieron? Yo soñé con uno. No sé quién hubiera disfrutado más conmigo (oniricamente hablando, claro) si Jung o Freud. "Tres días de subida y tres de bajada" me dijo dulce y pacientemente mi santa cuando le pregunté el sábado cuánto iba a durar este suplicio. Entonces el sábado estuve coronando el Hymalaya vestido de Tony Manero porque fue la peor noche. Ahora que estoy de bajada, aprovecho la ligera brisa para asumir que lo del sábado no da para un cuento, pero sí para que me lo quite de la cabeza contándolo y no le de más vueltas.

"La pecera era la pecera, un poco más avejentada, más bonita, con más solera e incluso más grande, pero no estaba en Manzanares o, al menos, si era Manzanares, ésta no era muy fiel a lo que es en realidad. También el pueblo más grande, con más solera, con calles adoquinadas, farolas de gas, muy centro europea. Para que me entendáis, la pecera era una mezcla entre lo que es (pobrecita, no da más de sí) y una librería de viejo londinense, y Manzanares era totalmente un pequeño burgo centroeuropeo. Hasta ahí todo bien. Nada fuera de lo común, anhelos sublimados medianamente de forma poética. Yo estaba trabajando (no me miré en un espejo en el sueño pero supongo que yo sería más grande, con más solera, “más mejor” pero no lo puedo asegurar). En un momento dado la librería se empieza a llenar de gente, gente con gabanes grises y deshilachados, personas grises, asustadas, aterradas; mierda, estoy en plena ocupación nazi; me asomo al escaparate y las calles están bombardeadas, repletas de sacos, adoquines amontonados, socabones de bombas y anocheciendo. De repente suena la alarma de la librería, me llaman de securitas direct, me piden la contraseña, se la doy, y cuando me están preguntando si todo va bien entran en la librería montones de soldados nazis, empujando, pegando, insultando. Lo más alucinante de todo es que los soldados no van vestidos con uniforme nazi sino con coraza de soldados griegos, con su sandalias llenas de barro, su capa, sus heridas sucias y llenas de costras resecas. Yo disimulo con la señorita de la alarma y digo que todo bien, un soldado me mira amenazador y cuando creo que me va asoltar un culatazo, veo que para ellos no estoy, que nadie me ve salvo algunos “refugiados”, como si me hubiese salido de mi sueño; sin embargo la sensación de que me pueden ver en cualquier momento se vuelve angustiosa y ya no volveré a sentir otra cosa en todo lo que dure el sueño. A partir de ahí todo es muy confuso. Nervioso por si me descubren, entro y salgo de la librería mientras los bombardeos se suceden, la gente desesperadamente me pide que les ayude y los esconda, lloro por los libros que los nazis-griegos me destrozan, caen más bombas, la librería tiembla y me inunda la angustia de que tengo que leer “Mantra” de Rodrigo Fresán de una sentada y nadie me deja tranquilo. A partir de ahí y hasta que me he despertado como uno se despierta cuando sueña estas cosas todo ha sido terriblemente confuso; los soldados al final también comienzan a tener miedo, se esconden y piden ayuda a los pobres refugiados que a su vez se esconden como pueden entre las baldas de las estanterías que de golpe se han convertido en literas más propias de un campo de concentración, todo el mundo grita y para colmo un griego-nazi que parece el jefe comienza a sodomizar a la gente, el bombardeo se recrudece, yo agarro fuertemente el ejemplar de “Mantra” que he cogido del estante para poder meter en el hueco de esa estantería a una mujer y a su hijo completamente aterrados y sigo sin comprender por qué ningún soldado me ve (pero están a punto a hacerlo); me acurruco en un rincón y descubro que en mi mano tengo, además del libro, una libreta de tapas verdes de cartón, de contabilidad, la abro e intento escribir pero el ruido y el caos me lo impide. Aquello es como el camarote de los hermanos Marx pero como si lo hubiese filmado Murnau o pintado el Bosco. Recuerdo que en un momento dado llego gateando a la puerta que es de madera vieja y sobre la que cuelga una de esas campanillas pequeñas y miro a la calle deseando salir corriendo pero algo me lo impide, como si alguien tirara de mi pantalón hacia dentro, aunque miro y no hay nadie tirando de mi; me asusto tanto que, al final, claro, me he despertado, con el corazón a cien y transpirando como un corredor de fondo."


Al despertar, a mi lado, sobre la caja de cartón que hace de mesita estaba mirándome en niño con máscara de luchador mejicano de la portada del libro de Fresán, "Mantra", encima de un montoncito de con "La confesión" de Artur London, "La zona" de Sergei Dovlatov, "300" de Frank Miller y “La ofensa” de Ricardo Menéndez Salmón; eso explica muchas cosas, la osmosis nocturna y los peligros de la ingesta incontrolada de paracetamol de un gramo entre otras, pero a mí que me registren.

Lo que hay que hacer para hablar de libros... Bendito trabajo…

viernes, 23 de abril de 2010

Día del libro

FELIZ DÍA DEL LIBRO..... desde el pequeño lugar donde todos los días son el día del libro...

El día ha empezado a primera hora con una familia catalana hospedada en el hotel de al lado y termina con una visita reconfortante desde Madrid. No sé si es curioso, pero al menos sí que es sintomático del ambiente donde la Pecera intenta sobrevivir...

El video de abajo explica lo que es un libro. Para mi gusto le falta un poco de mordacidad, tal vez por la dicción y el tono pedagógico del "protagonista", pero me gusta porque no deja de ser una bofetada a tanto bluff electrónico...

El buk, tecnología punta...




El año pasado el New Zealan Book Council (vale, sí, lo reconozco, en estos momentos soy incapaz de encontrar una traducción en mi dolorida cabeza, pero juro que la tengo en la punta de la lengua) hizo este corto para promocionar el libro... Increible....



Y una cortinilla, "scketch" o aviso de la bola de cristal, uno de mis recuerdos más vívidos de la infancia... Todos los sábados, esperando a la pandilla basurilla y la familia Munster, lloviera, nevara o hiciese un día estupendo, viendo esto y preguntándome muchas veces qué querían decir (¡Viva el mal, viva el capital!)... Yo fui uno de los que se creyó esto a pies juntillas... y en eso seguimos, en intentar no ser como ellos...

lunes, 19 de abril de 2010

Pero hermoso. Un libro de jazz. Geoff Dyer de nuevo



Voy a cometer varios pecados graves, aunque espero que no capitales, que todo librero debería evitar. Hablar sobre libros descatalogados es uno, hablar de cine es otro, y de nuevo d emúsica; quizá éste sea el más grave de todos, pero si alguien le ha dado al botón de play de la canción insertada arriba, entenderá.
Pero hermoso. Un libro de jazz” es el confuso título de un libro que va más allá de lo que en principio aparenta. ¿Quiere decir que a pesar de ser de un libro de jazz es bonito, esto es, legible para cualquier profano? ¿Puede ser un libro bonito un libro de jazz? ¿Por qué justificarlo desde la misma carátula? El mismo autor hace referencia a ello, por lo que inmediatamente entiendes que el título queda mejor en inglés y que además está sacado de un disco de Bill Evans y Stan Getz. Es como traducir al inglés “Volando voy. Un libro de flamenco”, que sí, daría lugar a confusión, además de a varios chascarrillos.
Ahora en serio. Cuando pienso en este libro me entran ganas de comprar sus derechos de edición y montar una editorial para editarlo de nuevo. La hoja promocional de la editorial Amaranto decía: “Pero hermoso es un libro de jazz. Siete historias ficticias que recogen fragmentos de las vidas de Charlie Mingus, Art Pepper, Lester Young, Bud Powell, Chet Baker, Ben Webster, Thelonious Monk y Duke Ellington. Siete variaciones que han brotado mientras el autor escuchaba su música y contemplaba algunas fotografías. Siete retratos simulados con toda la fuerza, el sentimiento y la autodestrucción del jazz. Un mundo difícil... pero hermoso.”.



La intención del escritor era escribir un libro sobre el jazz, aunque del jazz en su contexto, con lo bueno y lo malo, y por contexto se ha de entender rutina diaria, y a pesar de ello, lo cierto es que las historias escritas por Dyer rezuman música por los cuatro costados. Leer y oír a Lester Young, Bud Powell, Charlie Mingus, Chet Baker, Ben Webster, Thelonius Monk, Art Pepper y Duke Ellintong resulta, por momentos, una experiencia conmovedora. Si uno ha leído bien, se habrá dado cuenta que le salen ocho, y no siete, los músicos protagonistas, por lo que mal empezamos. Pero no, son siete historias con el “nexo común” de tener entre ellas una paralela donde se narra un viaje en coche de Duke Ellintong entre un bolo y otro. Decir que es un libro muy cinematográfico es redundar en lo obvio porque el cine se ha apropiado de la imaginería del jazz con mayor o menor fortuna, por lo que la lectura ya estaría mediatizada aunque a Dyer le hubiese dado por escribir en torno a los recuerdos evocados por una magdalena. Lo que hace a este libro excepcional es el hecho de convertir lo que podría ser una retahíla de clichés en algo emocionante. A partir de lo que Dyer declara que fue su punto de partida (fotos y anécdotas conocidas) construye una serie de relatos en los cuales se esconde la verdadera esencia de “contar”. En la pequeña introducción yo aprendí en su día más que si hubiera ido a cualquier taller de escritura. Aplica conceptos propios del jazz a la escritura con una sencillez pasmosa, planteamiento del tema, espacio para la improvisación, citas de otros dejando que sea el lector el que descubra las fuentes, reelaborar “standars”, ritmo, importancia de las distintas voces, una "melodía" que nunca se ha de perder de vista y que a la vez no encorsete… Es tan obvio lo que plantea que, sin que te des cuenta, a medida que lees, descubres que es ejemplar. Sólo por eso, independientemente de que te guste el jazz o no, es un libro admirable. Si encima te gusta el jazz, la sonrisa de la cara no te la quitas ni cuando cierras el libro tras leer las últimas líneas. “Pero hermoso” te lleva de música en música, en una especie de efecto dominó; volverás a escuchar discos que hacia siglos que no ponías y te descubrirá otros de los que no tenías ni idea.


Dos fragmentos sobre Lester Young:
I: “Esta noche era la primera vez que veía a alguien después de quién sabe cuánto. Nadie hablaba ya con él, nadie comprendía lo que decía más que Lady. Había inventado un lenguaje para él sólo en el que las palabras eran una tonada, el habla, una especie de canto, un lenguaje meloso que endulzaba el mundo pero que era impotente para mantenerlo a raya. Cuanto más duro se presentaba el mundo, más suave se hacía su lenguaje, hasta que las palabras eran como tonterías cadenciosas, una magnífica canción que sólo Lady tenía oídos para oír.
Estaban en la esquina de la calle, esperando un taxi. Taxis; ella y Lester habían pasado más tiempo de sus vidas en taxis y autobuses que la mayoría de la gente en sus casas. Los semáforos colgaban como hermosas luces de Navidad: rojo perfecto, verde perfecto en un cielo azul.
Tiró de él hacia ella hasta que le tapó el rostro la sombra del ala de su sombrero y sus labios tocaron su mejilla. Su relación dependía de esos pequeños toques: picotearse con los labios, una mano en el codo del otro, poner los dedos en las manos de ella como si ya no fueran lo bastante corpóreos para arriesgar un contacto más firme. Pres era el hombre más amable que había conocido, su música era como una estola alrededor de sus hombros desnudos, sin ningún peso. Ella había amado su manera de tocar más que la de nadie y probablemente lo amaba más que nadie. Tal vez a la gente con quien no se folla se la ama con más pureza que a los demás. Nunca había ninguna promesa pero cada momento era como una promesa a punto de realizarse. Le miraba la cara, que parecía una esponja teñida de gris por la bebida, y se preguntaba si sus vidas llevaban las semillas de la ruina desde el nacimiento, una ruina a la que habían conseguido engañar unos cuantos años pero que nunca podrían evitar. Bebida, droga, cárcel. No es que los músicos de jazz murieran pronto, es que envejecían antes. Ella había vivido mil años en las canciones que había cantado, canciones de mujeres golpeadas y de hombres a los que amaban.”



II: "Coleman Hawkins siguió a su manera hasta el final. Fue Hawk el que convirtió el saxofón tenor en un instrumento de jazz; definió la manera en que tenía que sonar: panzudo, a plena garganta, enorme. O sonaba como él o no sonaba nada; exactamente como la gente creía que sonaba Lester con su tono tenue patinando por el aire. Todos se metían con él para que sonara como Hawk o se pasara al saxofón alto, pero él se daba en la cabeza y decía:
—Aquí pasan cosas, tío. Algunos de vosotros no sois más que barrigas.

Cuando tocaban jam juntos, Hawk intentaba de todo por cortarlo pero nunca lo conseguía. En Kansas, en 1934, estuvo tocando toda la mañana intentando derribarlo con ese huracán de tenor, y Lester seguía pegado a la silla, con esa mirada ausente y el tono tan fresco como una brisa después de tocar ocho horas. Esa pareja agotaba a los pianistas hasta que no quedaba nadie y Hawk se bajaba del escenario, arrojaba el saxo en el asiento trasero del coche y salía disparado hacia Sant Louis al espectáculo de esa noche.
El sonido de Lester era suave y perezoso pero siempre en alguna parte tenía algo chillón. Tocando como si siempre estuviera a punto de salirse pero sabiendo que nunca lo haría: de ahí provenía la tensión. Tocaba con el saxofón torcido hacía un lado y, según se iba metiendo en su solo, el instrumento se desplazaba unos grados de la vertical hasta que lo tocaba horizontalmente como una flauta. Nunca se tenía la impresión de que lo estaba levantando, más bien parecía como si el instrumento se hiciera cada vez más ligero, se alejara de él flotando, y si ése era su deseo no iba a intentar retenerlo." Geoff Dyer.
Cualquiera de las 7 (8) historias se introduce en el mundo particular de cada músico, exrpimiendo cada frase hasta dejarla liviana. Cuando leí este libro por primera vez recuerdo que les di la tabarra con él a mis amigos hasta que me aburrí de recomendárselo. Aún me hablan, osea que me aprecian de verdad. Recuerdo el relato de Ben Webster, le recuerdo con su traje arrugado y la mancha de huevo en su corbata, subido a un tren, recorriendo Europa solo, sin comprender la mayoría de las veces el idioma con el que se intentaban comunicar con él y grabando alguno de sus discos más hermosos. Recuerdo ese cuento. El ritmo del tren. El ritmo del coche de Duke. Los dientes arrancados de Chet. Los guisos de Billie. Próxima parada, Kansas.


Kansas City, años treinta. El "Hey Hey club". El jazz como el disparo sordo en el callejón de la decadencia efervescente del capitalismo salvaje estadounidense, un disparo a bocajarro cuyo dolor no sólo se extendería a través de toda la guerra fría sino que definiría toda la música americana que tuviera como denominador común el blues y el jazz. Imagen. Un jovencísimo Charlie Parker se queda dormido en un rincón escuchando las interminables jam que en aquel club se sucedían y de las que lamentablemente no quedan vestigios sonoros. Robert Altman soñó alguna vez con haber podido asistir a alguna de aquellas sesiones en aquel club, en aquella ciudad, en aquellos años. Lo mismo que yo. Trajeados y pobres. Momentos capitales brillando en los semisótanos de la memoria de cuatro pirados que creen que había más soflamas revolucionarias en la férrea improvisación grupal de Charles Mingus que en el amor libre hippie (lecturas como la de "New thing" de Wu Ming 1. Editorial Acuarela y Antonio Machado. Un libro un tanto fallido quizá, sobre todo viniendo de Q y 54, pero al que sé que volveré). Romanticismo noir, expolio racial de la música que más ha intentado escapar de las garras del ánsia de negocios de cierto hombre blanco. ¿Qué Ray Charles es demasiado “negro” para la floreciente clase media? Pues mientras lo domesticamos creamos a Bobby Darin. Coda. Ornette Coleman sopla y emite lo que no se puede definir.
Lester Young. Pres dejó de tocar la batería porque se dio cuenta de que al acabar los conciertos, cuando terminaba de desmontar la batería, las mujeres más guapas ya estaban pilladas. Cambió la batería por el saxo tenor. “Kansas City”, de Robert Altman. Todo porque el señor Altman soñaba con haber podido asistir a una de esas sesiones maratonianas donde los músicos tocaban, se retaban, se maldecían, se morían, brillaban. Decidió hacer su sueño real, o al menos todo lo real que el cine le permitía. Construyó unan réplica del Hey Hey club, llamó a un puñado sublime de músicos, les dio trajes de esa época, les contó lo que quería hacer, los metió allí y se puso a grabar alrededor de aquel club una historia coral de gansters de medio pelo, de políticos corruptos, de mujeres con el pelo a lo Joan Harlow enamoradas hasta el delirio... Hay una batalla de saxos en mitad, Joshua Redman como un trasunto de Lester y Craig Handy como Coleman. Chispas, disparos, un duelo de los que te levantan de la silla. Hasta Robert Altman no daba crédito a lo que estaba sucediendo (ver video abajo, los movimientos de cámara a partir del minuto 3 lo delata...). Es una de mis películas favoritas. Bella hasta el infinito. En cuento salí del cine fui a comprarme la banda sonora... Supongo que una torpe conjunción de astros de tercera regional hizo que yo viera esa película a la vez que leía el libro de Dyer, y descubrí que ambos querían alcanzar lo mismo, el instante sin retorno donde la vida toma sentido gracias a una melodía intangible tocada por alguien cuyo único asidero fue un vulgar instrumento. Dealers, dueños de locales, discográficas, mafiosos, policía, todos golpeando sin piedad, exigiendo plusvalía a los más improductivos del mundo. Músicos de jazz. Miles Davis fue el más listo, más que Dizzy. Thelonius Monk tenía el piano en la cocina porque lo que más le gustaba era tocar para sus hijos mientras se calentaban a abrigo de un horno donde se cuajaban magdalenas. Barato y mitológico cliché. Durante un concierto de Joshua Redman en el puerto de Alicante al que asistí en 1996 (o 97) sonó la sirena de un barco. Acababa de terminar una canción y parecía como si el barco hubiese estado esperando aquel instante de silencio para hacerse notar. Joshua Redman miró al pequeño barco y comenzó a bufar con su saxo tenor; el pescador del barco le aceptó el reto. Entre bufido de la sirena del barco y bufido del saxo de Redman, su grupo comenzó a meterse, poco a poco, convirtiendo aquel ruido en algo indescriptiblemente hermoso. Momentos tatuados. Barata mitología privada.
Menos que un perro”, las memorias de Charles Mingus que todo mindundi debería leer o al menos hojear alguna vez en su vida (segundo libro agotado al que hago referencia hoy, por cierto). Del chelo al contrabajo sólo media el color de la piel. “El funeral” de Abel Ferrara, el mismo año que “Kansas City”. El círculo se cierra. Supongo que si tienes un guión negrísimo cuya primera escena es un velatorio, que suene Lady Day no es extraño. El epiciclo es este momento, y por mi parte admito que la improvisación se me ha ido de las manos. Releo “Pero hermoso” para no olvidar cómo escribir antes de quedarme sordo definitivamente. ¿Alguien lo reeditará alguna vez?

El duelo:

Y el trailer...

domingo, 18 de abril de 2010

Sobre la fotografía. Geoff Dyer...

A veces el blog me plantea problemas, sobre todo de orden discursivo pues es como leer al reves, del final al principio, ya que la mayoría de las veces intentas cerrar el "argumento" en la misma entrada, sin embargo siempre hay algo extraño, salvo que sigas el blog y tu lectura sea por tanto la "normal", y más si la idea es escribir impresiones de la vida en la librería. A veces, cuando descubro un nuevo blog que me gusta intento leerlo desde el final, que en el fondo es el principio. Esta gilipollez viene a cuento porque tenía la idea de hablar de un libro en concreto y a la vez extraer algún pasaje. ¿Qué escribo antes? ¿Digo algo cuando copie el párrafo que quería? ¿Escribo la barrabasada que quiero y luego meto la cita? ¿Importa tanto el orden? Bah. No sé...

Ben Webster, Red Allen y Pee Wee Russell. Fotografía, Milt Hilton

Nota acerca de las fotografía
por Geoff Dyer. "Pero Hermoso."

"A veces las fotografías tienen un efecto extraño y sencillo: a primera vista se ven cosas que más tarde se descubren que no están ahí. O mejor, cuando se vuelve a mirar se notan cosas que al principio no se había notado que estuvieran. En la foto de Ben Webster, Red Allen y Pee Wee Russell hecha por Milt Hilton, por ejemplo, creía que el pie de Allen estaba apoyado en la silla delante de él, que Russell estaba realmente dando una calada al cigarrillo, que...

El hecho de que uno no la recuerde tal como era es una de las cualidades de la foto de Hilton -o de cualquier otra, para el caso-, porque aunque sólo retrata una fracción de segundo, la sensación de duración de la imagen abarca varios segundos a uno y otro lado de ese instante congelado, para incluir -o así parece- lo que acaba de ocurrir o lo que va a ocurrir: Ben echándose hacia atrás el sombrero y sonándose la nariz, Red acercándose a la mesa para coger un pitillo de Pee Wee...


Los cuadros al óleo dan la sensación de que incluso las Batallas de Inglaterra o de Trafalgar son extrañamente silenciosas. Las fotografías, en cambio, pueden ser tan sensibles al sonido como a la luz. Las buenas fotografías están ahí para oirse tanto como para verse; cuanto mejor es la foto más hay que oír. Las mejores fotos de jazz son las que están saturadas del sonido del tema. En la foto de Carole Reiff con Chet Baker en escena en Birdland, no sólo se oye el sonido de los músicos amontonados en el pequeño escenario del encuadre sino las conversaciones del fondo y el tintineo de los vasos del club. De la misma manera, en la foto de Hinton se oye el ruido de Ben pasando las páginas del periódico, el roce de la tela cuando Pee Wee cruza las piernas. Teniendo los medios para descifrarlas, podríamos avanzar aún más y usar fotografías como éstas para oír lo que se estaba diciendo en ese momento o incluso, como las mejores fotos parecen extenderse más allá del momento retratado, lo que se acaba de decir, lo que se está a punto de decir."

Ahora es cuando yo podría lanzarme a escribir y escribir hiperbólicas palabras sobre Ben Webster, sobre su tono, su fraseo, su sentido del ritmo... sobre su vida, pero mejor lo dejo aquí...

martes, 13 de abril de 2010

Las cosas de mi mochila



Llueve. 13 de abril. Estos cámbios de tiempo (de temperatura, de presión, de isobaras y de céfiro ánimo) me tienen frito (qué viejo me estoy haciendo) me suenan todos los huesos y me duelen algunos de los puntos de la pierna y el pecho ("pobrecito"). Hoy he recibido noticias inesperadas de un escritor admirado y me he puesto contento.
La pecera sigue medio llena de libros, con los anzuelos puestos aunque hay pocos peces dispuestos a poner en suspenso sus vidas y vivir en otras; claro que hay de todo y a veces bastante tiene uno con lo que tiene, pero la pecera hace aguas y, para qué negarlo, estoy preocupado. Pagos del primer trimestre de Hacienda, autónomo de "mírame y no me toques que no me puedo pillar la baja", grafómano somnoliento (¿dije que por fin acabé "La muñeca rusa"?), opositor de baratillo y váter, café adicto (descafeninado de máquina, que ya sé que no vale pero es que soy muy impresionable, a la par que autosugestionable) me jode sentir que apenas leo.

A Rodrigo Fresán, a Pascal Quignard (que los dioses bendigan a este hombre)y a Eduardo Halfón, de momento, los he dejado aparcados (que no apartados), absolutamente genial pero, quizá para mí en estos momentos, abrumadores y agotadores. Sostengo el ánimo con "Los Trapos sucios" de Mötley Crüe y "Las aventuras de Huckleberry Finn", pero el estudio me tiene frito y hago lo que puedo como librero. Así que para mis humos, leer, lo que se dice leer, pues poco, la verdad. Lo que me he dado cuenta que sí hago es pasear libros, van y vienen conmigo, algunos más pesados que otros, como si ingenuamente pensase que me van a entrar las ganas en cualquier momento y hubiese de estar preparado; bueno, las ganas tal vez no, sino el momento (algo así como si de un bucle picassiano se tratase y la frase "si la inspiración viene, que me coja trabajando" se hubiera convertido en "si puedo leer que tenga un libro cerca") aunque la espalda se resienta. Vaya en bici, andando o en perdigón, la mochila no la suelto, y los libros van y vienen de acá para allá con el consiguiente mareo literario, las lecturas fragmentadas y las tramas cruzadas, como "picar entre horas", que eso no es comer ni es ná y además es malo. A veces hecho de menos la línea 6 de metro de Madrid, como cuando me sentaba sin prisa volviendo de casa de mis tíos y leía sin culpa ni prisa, y hasta me pasaba de parada y pensaba, "bah, como es circular, ya llegaré de nuevo", en vez de bajarme y coger el metro en sentido contrario.

Pedro, un cliente de esos que todo librero quiere tener (no por lo que compra sino por lo que lee o ha leido y por cómo es) me ha traido un libro que está agotado, que sabe que yo quería leer y que, casualmente (o no, pues él fue librero en los ochenta) tenía. "La Enciclopedia de los muertos" de Danilo Kis. Lo he empezado, claro, y me ha dejado como todo lo que he leído de Kis (me ahorraré epítetos para no parecer un moñas) pero por ahora descansa en la mochila y va de aquí para allá conmigo con tan sólo 34 páginas leidas. También ocupa mi bolsa (y destroza mi espalda) los cuentos completos de Antonio di Benedetto, autor del que no he leído nada y sobre el que he leido cosas buenas (si Bolaño dice que es uno de los mejores habrá que hacerle caso) y "Escrito en el cuerpo" de Janette Winterson (este es pequeñito pero hay que tenerlo muy en cuenta) y alguno más, aparte de cuadernos emborronados, bolígrafos, facturas por archivar (la pecera es un caos), cd´s (el último de Wilco entre otros), papeles (entradas de cine, tickets del mercadona, notas varias...) pastillas de sintron y un tampón (creo que Celia lo metió allí el cuando fuimos de viaje y, claro, si no me lo pide pues no me acuerdo que tengo eso ahí -¿algo parecido a la idea picassiana de los libros?-).


Ocho libros son muchos para una mochila tan vieja.
Me gusta escuchar últimamente a The Avett Brothers (mientras escribo esto suenan en La Pecera); "Emotionalism", el glorioso "A Carolina Jubilee" y el imprescindible "I and Love And You" me acompañan a todos lados, aunque ahora mismo alzo la vista y Thelonius Monk me mira desde la carátula de un disco -una de las mejores carátulas de la historia, por cierto- y no sé qué me quiere decir (está al lado de Parzival y unos escritos de Satie, ¿significará eso algo también?) Seguramente no. Qué cojones, voy a poner mi composición preferida de Celedonio Monje, los peces de La Pecera lo merecen...
Solamente quería escribir algo.

viernes, 9 de abril de 2010

Perdona, amor, pero este libro ya lo tenía



Siempre me han parecido patéticamente entrañable esas parejas que se mofan y censuran las aficiones del otro u otra, o si no se mofan directamente sí que me sorprende la opinión opinión, o la sensación de hartazgo que denotan los unos para con los otros. Enarbolan las quejas hacia sus parejas con resignada autoafirmación de ellos mismos como dos incompatibles pero indisolublemente unidos. Al menos en algunos casos. En otros no pasan de quejas cariñosas. Si no son los zapatos, es el fútbol; si no es la ropa, son los discos; si no son los pendientes, son los libros.... Ah, los libros... Una conversación esta mañana con un cliente me ha hecho querer escribir sobre esto.

Los "hobbies" más preocupantes son la música y los libros - más esto último si pasas de las descargas (y más si alguno sigue prefiriendo el vinilo)- puesto que el susodicho o la susoducha tiene que andar ocultando sus comprar furtivas y su fetichismo ante su "partenaire" ideando las más barrocas conductas. En estos casos es mejor la sobreabundancia a la escasez, que ella o él no sepa ni haya sabido la cantidad de libros o discos que tienes (si eres de los "románticos", de esos que intentaste deslumbrarla con tu colección de discos y libros para que viera lo sensible que eras, ya habrás descubierto que no se enamoró de ti por eso y que no le importa una mierda que hayas tocado el cielo escuchando tu vinilo del 69 de Charlie Parker o leyendo Rayuela, aunque, eso sí, diabólicamente, a veces ella, o él, recuerda que tal disco o tal libro lo tenías ya o, sin embargo, quizá te lo has comprado hace poco). Vamos, que si tienes un vicio mejor que este te ocupe mucho espacio para que la nuevas adquisiciones no se noten mucho.

Tengo dos clientes entrañables que me hacen de espejo y los cuales me cuentan sus trucos. El más evidente y aséptico, que tu bilioteca o discoteca no esté en el lugar de residencia. Eso conlleva la contrapartida de no tener cerca tus anhelados fetiches para cuando los necesites en casa pero te ahorra muchas discusiones si tu casa no es muy grande y no tienes "estudio" (o incluso con él).

Pedro, que así se llama uno de los dos clientes-espejo, me ha confesado hoy que teme el día que su mujer vaya a su garaje-estudio, pues hace años que no va y cuando vea lo que tiene allí guardado de libros y compactos desde la última vez que fue igual lo mata (palabras textuales). Con Pedro me une la pasión por Dylan; en lo literario no estamos tan unidos, pero no por nada, simplemente él es un absoluto fanático de Asimov y yo no tengo el gusto de haberlo leido aún (confesiones de un librero pecador). Hace un mese vino con su mujer a por unos libros para su hija y me sonrió cuando descubrió que en La Pecera sonaba Led Zeppelin (es el 35 aniversario de la edición de Phisical Graffitti, es lo menos) Entró entre canción y canción, sonaba "In my time of Dying", que debe tener algo diabólico porque me tiene escuchándola compulsivamente. Medio hablamos del concierto de reunión de los Zep y de la finalmente fallida gira de reunión. Mientras le envolvía el libro en papel de regalo para su hija aprovechó para pedirme uno de Asimov ("El fin de la eternidad") que le falta. No recuerdo las palabras exactas de su mujer pero no fueron ni amables ni comprensivas.
Al salir recordé las tiras de Forges, la mujer grande y el calvete español apocado.

Recuerdo una casa que visité hace muchos años, una casa que al entrar en ella se me quedó totalmente grabada, con la que incluso a veces sueño. Una casa en Tamajón llena de libros, desde la entrada, repartidos en estanterías, a ambos lados del pasillo de entrada, en la escalera, en las habitaciones... Hay días que la recuerdo y no sé si mi memoria exagera, pero creo que no. Si pienso en mi casa ideal, creo que sería como esa. Austera pero llena de libros. Tirando a vieja pero noble, con la tarima desgastada y los techos altos, cuadrada, italiana, fresca, con un pequeño patio. En fin... Libros...

Ricardo es mi otorrino y mi cliente compulviso de novela histórica preferido. Además se le ve buen tipo. De todos los otrorrinos que han urgado en mis oidos a lo largo de 33 años, Ricardo ha sido sin duda el más simpático (y de los dos que hay en Manzanares, el más cuidadoso y el que menos daño me ha hecho, todo sea dicho). Vamos, que se nota que me cae muy bien. Está muy metido en blogs de historia (http://www.hislibris.com/), exjugador de rugby (si me vuelve a invitar su casa a tomar una cerveza mientras vemos un partido de las cuatro naciones (¿o son cinco?) acepto), colecciona insignias de la Segunda Guerra Mundial y más de una vez me ha confesado su frustrado sueño de ser piloto, y además lee mucho. Tiene el mismo problema con su mujer, pero en este caso se la ve mucho más comprensiva. Aún así, Ricardo toma sus precauciones pues también ha tenido sus más y sus menos (da gusto oirle hablar de su colección de insignias de las distintas divisiones de aviación de la Segunda Guerra mundial, y no sé si se cortará al hacerlo delante de su mujer. Ricardo, y con esto se ganó el cielo de la pecera, tiene la costumbre de firmar sus libros, fecha y lugar. Hasta ahí nada sorprendente, todos lo hacemos, salvo que en su caso hay un importante detalle. Falsea las fechas. Según las fechas de su biblioteca hace un año que no compra libros (es decir, la Pecera casi no existe). La semana pasada me compró un libro, una novedad, pero según su "diario", ese libro lo compró en Granada hace dos años. Suena muy infantil, y más sonaría si viéseis cómo es Ricardo, alto, grande y con el pelo rizado (mucho más corto por los lado que por arriba, lo que le hace una graciosa y excentrica cresta). Me confesó que teme el día que su mujer compare la fecha de edición de los libros impreso en la primera página con la de su firma.
El otro día me regaló un libro. Sí. A mí. Que ya lo tenía y no se acordaba y lo había comprado de nuevo. Eso no resta importancia al detalle. Yo le regalé otro. Sé que no es lo mismo, es como si la próxima vez que yo vaya a la consulta, él me regalase las gotas que siempre me envía, pero le hizo ilusión. Me pregunto si colaría como cierta la excusa de que el libro nuevo de Ricardo se la había regalado el librero...

Physical Graffiti cumple 35 años, si no lo tienen comprénselo, y si les preguntan digan que ya lo tenían.

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