martes, 15 de marzo de 2016

El día que Santillana se retiró. El drama del esférico, la pena del cancerbero y la burbuja del deporte rey.


"La pelota es mía, pero si quieres puedes
squeeze my lemon, baby..."
Después de un artículo que encontró revista que lo publicase, como el de la reseña del libro de Aléksievich, a otro que no. 
Esto que sigue surgió espontáneamente. 
Me cuesta menos escribir cuando me dan el tema: "Escribir algo personal sobre los españoles y el fútbol, Más o menos 3000 caracteres". Ambiguo y abierto. Sin problema. Pero no cuajó del todo, había otro autor apalabrado antes que yo. "Lo sentimos, otra vez será. Úsalo como quieras", me dijeron. Como quiera imagino que es ponerlo aquí para que no se quede en una carpeta perdida. En el contexto para el que me lo pidieron, con motivo de una competición que debe empezar pronto, tenía sentido el texto; aquí, en el caimán, de golpe, como que no. Pero por otro lado, bastantes textos perdidos se acumulan ya por las esquinas de mi portátil, y aunque sólo sea por echar una palada más a la cascada locomotora de este blog, aquí va...


"Y ahora, tras perseguir un rato el esférico, a componer Fear of the dark... ¿A qué hora es el bolo, dude?"

Muchas veces pienso que me gustaría que me gustase el fútbol. También me gustaría escribir mejor y no caer en la aliteración, pero es lo que hay. Mi desconexión con la pelota produce en mi entorno tanto desprecio como suspicacias. Sin más se me tacha de rarito, de querer hacerme el interesante y, lo que es peor, surgen esos cinco segundos dramáticos donde se espera que yo diga algo más, imagino que las razones de mi rechazo. Pero no digo nada. No me gusta el fútbol, punto. No debería ser una tragedia, pero a veces lo parece.

George y Paul disfrutando de lo que para mí
fue una disyuntiva. Pop o balompie 
La relación de los españoles con el llamado deporte rey es todo un enigma para mí. Como españolito de a pie que soy, también me supone un enigma el hecho de que no me guste. Supongo que el meollo está en ver en lo que se ha convertido y comprobar hasta qué punto el fútbol ha invadido nuestras vidas, convirtiendo a los futbolistas en las nuevas estrellas, en  referentes sociológicos y culturales, encarnando actualmente una serie de valores y aspiraciones que antes ocupaban otros: músicos o actores (casi pongo escritores, perdón). Sin entrar a valorar, resulta evidente la sensación de que algo se ha perdido por el camino. No digo que Cristiano Ronaldo sea peor referente para un adolescente o un cuarentón que Axl Rose o Luis Miguel en sus días de gloria, pero me temo que la comparación palidece con mayor intensidad cuanto más atrás echamos la mirada; hasta, no sé, hasta Cary Grant o Yuri Gagarin, o hasta Jesse Owens o Zátopek, por nombrar dos deportistas. Claro que, también es cierto que se ha encumbrado a unos en detrimento de otros, como Kanouté o Cantona.  Quizá mi problema no sea con el fútbol en sí mismo, sino con las consecuencias socioeconómicas del llamado fenómeno fan, aunque también es cierto que el fútbol desborda incluso esa categoría. Me gusta pachanguear en las romerías primaverales y nunca digo que no a hacer el pato con los amigos de mi hijo a la salida del colegio, pero me cuesta entender la burbuja del producto Messi; es más, pienso que todo se resuelve con la palabra empacho. Creo que el mundo fútbol se ha ido inflando de tal modo que se han pasado, y yo me perdí por el camino sin posibilidad de redención. Si el gol de Zidane en la novena no me rescató, dudo que CR7 lo haga.

1973. Saliendo al césped del Watfort F.C,
nada para subir la moral de Sir Elton
que un sudoroso vestuario mal ventilado
Antes sí, claro, hace muchos años sí me gustaba. Mi camiseta preferida en octavo de E.G.B (ya tengo una edad) era una blanca, Abanderado, de manga larga, a la que mi madre le había cosido el escudo del Real Madrid en el pecho y el número nueve a la espalda; un nueve negro de tela plastificada que daba un calor horrible. Creyéndome un superhéroe, pensaba que la camiseta me otorgaría poderes y acabaría jugando maravillosamente bien al fútbol, pero no, seguí siendo el mismo manta de siempre. Le ponía empeño, pero no había manera. Yo me la ponía a todas horas, esperando que, tarde o temprano, se me inoculase ese virus que me hiciese ser más rápido y más ducho con una pelota entre mis pies, pero la camiseta empezó a amarillear sin que por eso me eligiesen antes para jugar en un equipo u otro en el descampado detrás de la iglesia, y, sobre todo, me cansé de sudar como un pollo por la espalda. Esto último era lo que más me jodió, porque Santillana era mi ídolo y ese era su número. Por eso la explicación más extensa que suelo dar cuando se me increpa amablemente acerca de por qué no me gusta el fútbol y compruebo que mis gafas de pasta son vistas como una amenaza, es que dejó de gustarme cuando se retiró Santillana.  Total, si van a pensar que soy gilipollas, al menos que quede también como un snob.


Con el paso del tiempo me he ido alejando tanto del hecho futbolístico que, actualmente, cuando intento ver un partido en casa de mis suegros o en algún bar con los amigos, (el único sentido que encuentro para ver un partido, la camaradería) me aburro como una ostra, y no puedo dejar de pensar que desearía estar en cualquier otro lugar, quizá plantando un árbol, un laurel, por ejemplo… o un pino. Los partidos me parecen larguísimos, las pasiones que se desatan me parecen igualmente impostadas y exageradas, y no entiendo nada. El fútbol es la única cosa que me hace sentir mayor. Eso sí, también es cierto que si en ese momento me das, por ejemplo, una foto firmada por David Coverdale o Ray Charles, se me iluminará el rostro y lloraré como un púber frente al delantero brasileño de moda. A cada uno lo suyo, y a mí me ha tocado que no me guste el fútbol en un país donde el fútbol es el mayor espectáculo y casi una religión. 

Greenbank F.C. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

SVETLANA ALEKSIÉVICH. El fin del “Homo sovieticus”. EDITORIAL ACANTILADO

Reseña publicada en la revista FILOSOFÍA HOY, marzo 2016. El texto original y el editado (foto final, siempre me paso de palabras....)

SVETLANA ALEKSIÉVICH. El fin del “Homo sovieticus”. EDITORIAL ACANTILADO.

De las innumerables ideas y sensaciones que despierta la lectura de este magnífico libro, resaltaremos primeramente una, relacionada con la concesión del Premio nobel de Literatura 2015 a su autora, periodista de profesión, y es la radicalidad de su lectura, la asombrosa capacidad para hacer manifiesta a los ojos del lector la idea de que el trasfondo de todo lo que se nos está contando es terrible y necesariamente importante. Dicha idea se supone que debe ser primordial para la obtención del Nobel, pero en los tiempos que corren y dada la dominación crematística de otro mercado más, como es el editorial, no resulta tan claro. De ahí la heroicidad de la autora y la consecución de dicho premio. Este detalle resulta pertinente al recordar cómo, en los medios de este país, se citaba inmediatamente el desconocimiento que se tenía de dicha autora en muestro mercado y la sorpresa que causaba al comunicarse que había obtenido el Nobel; acto seguido se señalaba que Aleksiévich era periodista y no escritora. Ambos detalles ponen de manifiesto las paradojas en las que andan sumidos ciertos sectores de lo que llamamos “periodismo cultural” en este país.

La lectura de esta obra de Aleksiévich confirma todo lo positivo que uno espera y seguramente ha podido leer de dicha autora bielorrusa. Es un libro polifónico, terrible y hermosísimo a la vez, primorosamente escrito (y mejor traducido), donde se dan cita infinitas voces para dar cuenta del terremoto, hundimiento, y posterior desescombro de lo que supuso la caída del régimen soviético en la extinta URSS. La radicalidad de la que hablábamos en el párrafo anterior responde al hecho de que, precisamente, de lo que aquí se habla no es de acontecimientos, sino de hombres, de personas, de mujeres, hombres, ancianos, adolescentes, conserjes, carteros, “emprendedores”, olvidados y olvidadas, habla de sentimientos, de intentos de hallar una explicación que dibuje un marco en el cual poder entender no sólo el pasado, sino también el futuro. Una vez más, la lectura de esta obra nos descubre que todo aquello de lo que habla no se circunscribe únicamente a los países del eje comunista, ni siquiera de un continente, sino de una manera de vivir, de un planeta sobre-habitado, esquilmado y sobre-explotado en el cual nos movemos con la sensación de caminar constantemente al borde del abismo.


Todo este despliegue estilístico responde a un intencionado plan por parte de la autora, lo que se ha dado en llamar “novela colectiva”, “novela-oratorio” o “coro épico” entre otras fórmulas, que Aleksievich formuló junto al escritor Alés Adámovich. El resultado es una suerte de mosaico coral perfecto y apabullante en el cual se dan cita todo tipo de voces, una urdimbre polifónica de una armonía embaucadora y áspera a la vez, cuya lectura nunca hace olvidar la inherente radicalidad de lo que se nos está contando, obligando al lector a ser él mismo una voz más intentando articular el sentido y fin último de todo.

“No hago preguntas sobre el socialismo, sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez, o sobre la música, los bailes, los peinados, sobre infinidad de detalles de una vida que ha desaparecido. Ésa es la única forma de mostrar, de adivinar algo, inscribiendo la catástrofe en un contexto familiar”, escribe la autora en el prólogo titulado Apuntes de una cómplice. “Y de repente nos vimos convertidos en personajes de Chéjov. Nos vimos despojados de nuestro pasado. Todos los valores colapsaron, menos los valores de la vida. De la vida sin más. Los nuevos sueños consistían en construirse una casa, comprarse un buen coche, plantar un grosellero en el jardín… La libertad resultó ser la rehabilitación de los sueños pequeñoburgueses que solíamos despreciar en Rusia. La libertad de Su Majestad el Consumo. La consagración de las tinieblas, el afloramiento de deseos e instintos tenebrosos, de toda una vida secreta de la que apenas teníamos una vaga noción.”

El libro está dividido en dos partes. Una primera titulada “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo” donde Aleksiévch intenta, apoyándose en ese género coral aparentemente periodístico citado anteriormente, dar cuenta de todos los cambios por lo que atravesó ese “homo sovieticus” entre los años 1991-2001, es decir, el fin de la Perestroika, Gorbachov, Yeltsin, la liberación económica, el capitalismo salvaje, etcétera, hasta el fin de la Segunda Guerra de Chechenia. Y una segunda, llamada “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”, donde aborda la transformación final de ese hombre cuya cosmovisión ha sido demolida, sobreviviendo al periodo de 2002-2012, centrándose en una emocionante plasmación de ese “nuevo hombre” y en la instauración de unas nuevas formas de represión que se parecen demasiado a las antiguas.


La citada sucesión de testimonios recuerda vivamente a otro libro, publicado en 1965 por la Editorial Noguer, llamado “El futuro es nuestro, camaradas. Conversaciones con los rusos de hoy”, de Joseph Novak, el cual aparece como una suerte de vieja fotografía que, indudablemente, no alcanza las cotas de emoción y hondura del de Aleksievich. De igual modo, el estilo de la autora bielorrusa nos remite a la personal prosa de Emmanuel Carrére (más a “Una novela rusa” que a “Limónov”), pero de nuevo el estilo de la premio Nobel resulta más potente, a pesar, o gracias, a la polifonía documental y estructural de la obra que nos atañe, la cual brilla en su plasmación de esa cosa llamada “alma rusa”, y que uno llega a sentir extraña y nítidamente muy cercana.

Las vicisitudes narradas, y que abarcan veinte años, plasman el desmenuzamiento de toda una cosmovisión vital y emocional en manos de un capitalismo que se instauró en tromba en una sociedad perpleja que soñaba con coger las riendas de su propia historia, que se pregunta qué puede salvar de lo que ha sido, qué debe defender en esa lucha que se ha visto obligada a mantener contra la mercantilización de todas las esferas de la vida. “No teníamos que haber luchado únicamente por la libertad” se lee en la página 32, “pero nos dispersamos y volvimos a nuestras casas demasiado pronto. Y los traficantes y los especuladores se hicieron con el poder”. 640 páginas asombrosas, terribles, desoladoras, pero también fértiles, donde late una suerte de dialéctica hegeliana, en la que, si la tesis fue el “homo sovieticus” y la antítesis una desconcertada “alma rusa” arrojada al capitalismo, la síntesis que tan brillantemente busca Svetlana Aleksievich se vislumbra, quizá borrosa, quizá oscura, pero sin duda traspasa las fronteras de la antigua URSS y nos atañe a todos, posibles voces de una nueva novela coral de tan soberbia escritora.

Juan M. Contreras



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