martes, 31 de mayo de 2011

El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, Patricio Pron

Algunas cosas a bote pronto sobre “El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia”, de Patricio Pron.

La nueva novela de Pron me ha gustado, y mucho. En ella se nos presenta un narrador, Pron (que no juega al engaño con su persona en cuanto al carácter autobiográfico de lo contado como lo puede hacer Eduardo Halfon en sus últimos escritos), presentando una historia donde un exiliado vuelve a Argentina a causa de la enfermedad de su padre, teniendo que enfrentarse a la reconstrucción de un pasado común, tanto de la propia Argentina (la de los desparecidos por el golpe militar tras la muerte de Perón a partir de un asesinato “común”) como de la familiar. Reseñas más formales se pueden leer por ahí sin rebuscar mucho, por lo que intentaré plasmar cosas que me han pasado durante su lectura. La primera es la brutal cercanía de lo contado, no por ser un relato “autobiográfico”, sino por el carácter de los capítulos, cortos, fugaces y repletos de todo lo que vendrá, como baúles que abrimos y miramos revolviendo un poco antes de cerrarlos y pasar a otro, intuyendo no más, construyendo la historia y a la vez no sabiendo hacia dónde va, como un puzzle. La alusión al puzzle no es gratuita, como tampoco lo es cuándo se hace dicha referencia en la propia novela. Eso es algo que ya me asombró en “El comienzo de la primavera”, que Pron metiera en la narración la propia “explicación” de su estructura,  y si en “El comienzo…” esa explicación era el propio concepto de Historia del filósofo alemán, en ésta es la fragmentación, el puzzle que hemos de armar. Si se hubiera quedado ahí, una simple referencia  (precioso el pasaje donde el padre fabrica un puzzle imposible a un hijo perplejo que no entiende nada o que tal vez entiende todo), “El espíritu…” no ofrecería nada alabable en ese sentido, sin embargo, desde el comienzo Pron va soltando “pistas”; capítulos que no están o que están descolocados (después de el 1 y el 2, aparece el 4; el 8 tampoco está, tal vez aparezcan luego; en la tercera parte hay 4 capítulos 22), cuatro partes con un epílogo que forman un dibujo fragmentario y fragmentado, íntimo, de una subjetividad llena de razones, que vuela alto y reafirma el oficio. Las imágenes de los sueños, el la tercera parte, todos juntos como un puzzle en el cual has apartado las piezas que crees similares e intentas ordenar antes de colocarlas, es de una potencia abrumadora, cosa que me asombró, siendo yo reacio a las lecturas que tiran de lo onírico para ilustrar rupturas temporales. Sueños que se cruzan con capítulos donde uno sonríe torpemente, viéndose reflejado en esa relación parcial y sobreentendida  y a la vez profunda entre los hermanos. Sueños que aparecen entre guiños imperativos, que agrandan la única literatura que se puede hacer tras Bolaño.

Hay en toda la novela una especie de imperativo que la empuja desde la primera página, una obligación que poco a poco irá cobrando forma, desde un principio cuasi enajenado por parte del narrador hasta una toma de conciencia clara, tanto del libro como del propio quehacer literario. Eso también aparecía en “El comienzo de la Primavera”, pero en la que nos ocupa se hace más evidente (de ahí quizá la formalidad de su clausura en contraposición al desmenbramiento de su desarrollo, que algunos han calificado de emotivo y por tanto corriente, pero es que es una novela que no puede terminar más que como termina), y me ha hecho comprender dos cosas, la primera es por qué el concepto de literatura de Pron choca con otros movimientos abanderados de la vanguardia literaria patria, y la segunda es darme cuenta de que este autor va por libre más allá de grupos, grantos o grantas, volando muy alto. “El espíritu…” pasa rápido, pero deja en tu cabeza flechazos que te anclan a él y te hacen volver días después, a por piezas nuevas para ese puzzle que quizá sea tan vasto y cruel como imprescindible.


“Al procurar dejar atrás las fotografía que acababa de ver comprendí por primera vez que todos los hijos de los jóvenes de la década de 1970 íbamos a tener que dilucidar el pasado de nuestros padres como si fuéramos detectives y que lo que averiguaríamos se iba a parecer demasiado a una novela policíaca que no quisiéramos haber comprado nunca, pero también me di cuenta de que no había forma de contar su historia a la manera del género policíaco o, mejor aún, que hacerlo de esa forma sería traicionar sus intenciones y sus luchas, puesto que narrar su historia a la manera de un relato policíaco apenas contribuiría a ratificar la existencia de un sistema de géneros, es decir, de una convención, y que esto sería traicionar sus esfuerzos, que estuvieron dirigidos a poner en cuestión esas convenciones, las sociales y su reflejo pálido en la literatura” (pág 142-143)

lunes, 30 de mayo de 2011

Visión de Wilhelm

Visión de Fausto, de Luis Ricardo Falero

VISIÓN DE WILHELM
 Érase una vez una campesina sin tierra, un cazador sin vanidad y un niño que no sabía sonreír. El rey los mandó degollar a los tres en cuanto se enteró de su existencia. Decían que el niño en realidad era hijo de la campesina y el cazador pero ninguno de los dos quiso nunca desmentirlo o afirmarlo, aunque por la forma en que la campesina miró al niño cuando el verdugo alzó el hacha llena de herrumbre con un ruido  de quilla de barco seco, bien se podía asegurar que eso era lo que ella hubiese deseado. En cuanto al cazador, poco se puede decir que no se pueda intuir ya,  pues nadie lo conocía realmente en esa región y nunca antes se vio en aquel reino rostro más hierático que el de ese hombre de piel cobriza y mirada dura que apenas hablaba y que la vez que más palabras se le oyeron decir juntas fue cuando tuvo un hierro al rojo vivo frente a su cara, y aún así solamente se le oyó decirles a los dos verdugos y al sacerdote que lo interrogaban “si no van a disfrutar haciéndome sufrir me temo que esto va a ser un mal trago para los cuatro, pues no pienso decirles nada que no quieran oir”. Y así murió, al cabo de seis horas de tortura, sin abrir la boca más que para gritar cuando el dolor se le hacía insoportable, sin más pena que la de no morir al aire libre, en el bosque, de cualquier modo, eso le hubiera dado igual, cualquier muerte le hubiera parecido bien si sus ojos hubiesen visto un árbol un segundo antes y no una rata mugrienta en una igualmente mugrienta mazmorra, escuchando rezos que nunca entendió por parte de un sacerdote sudoroso, peludo y enjuto y bufidos obscenos de un par de verdugos enajenados después de tantas horas de tortura.

La campesina fue la única que sobrevivió de los tres; no se sabe cómo escapó en realidad, algunos hablan de que la ayudaron infiltrados anabaptistas en la guardia de palacio; otros dicen que miró al carcelero a los ojos varias horas seguidas, casi sin parpadear, y que éste  al final la sacó a escondidas como un hechizado sin futuro; otros dicen que simplemente dijo cuando daban las diez, “me quiero ir”, y la dejaron ir por temor a enfurecer a la bruja que aseguraban era en el fondo... Pero nunca nadie se puso de acuerdo, como tampoco estuvo claro de qué se les acusó realmente; se hablaba de herejía, también de tráfico de armas, otros aseguraban que simplemente estaban ahí... Lo que sí aseguran las personas que la conocieron a ella después de su exilio es que nunca más se la volvió a ver sonreír y que nunca más mostró el más mínimo amor hacia sí misma.

domingo, 29 de mayo de 2011

"El aire estaba lleno de agua"

Trabajo en una lavandería. La furgoneta de reparto no tiene dirección asistida. Parece una letanía o una excusa. Tal vez lo sean. Lavar, cargar, descargar, planchar, son verbos que están reñidos con escribir porque extienden su alienación más allá de su actividad, es decir, agotan. Además, apenas leo. "El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia", de Patricio Pron. Eso estoy leyendo robándole horas al sueño, y sí, me sigue pareciendo uno de los mejores escritores actuales y su último libro una obra maravillosa(mente dura, honda, inabarcable, tierna, dulce y brillante). Si soy capaz, cuando lo termine me gustaría poder escribir algo al respecto aquí. "(Mis padres) tuvieron hijos a los que les dieron un legado que es también un mandato, y ese legado y ese mandato, que son los de la transformación social y la voluntad, resultaron inapropiados en los tiempos en que nos tocó crecer, que fueron tiempos de soberbia y de frivolidad y de derrota" (pág 168). Leo cuando mis manos están libres. Leo listas de ingredientes de productos de limpieza, perclorietileno, desengrasantes, ácidos que no recuerdo, cosas que embotan un poco, sobre todo si hace calor. Kilos de mantelería ultrajada pasan por mis manos, que huelen a lejía, cloro y crema barata de manos. Siento entusiasmo por el 15M. Pienso en el nosotros para no pensar en la primera persona del singular. Reconozco que me he llegado a emocionar leyendo y viendo cosas sobre todo lo que han (¿hemos?) comenzado a hacer. Mi participación virtual y mi avidez de información compartida contrarresta con mi hastío político como número 7 de una lista municipal que ha nadie ha importado al final. Al final sólo tengo deudas. Deudas por querer vivir de una ilusión inútil. Vender libros en donde a nadie le importa una mierda leer libros. ¿Compaginar la vida con escribir? No hay eco en lo que escribo, no hay latido, no hay vuelo en picado; y tampoco he conseguido convertirme en un buen vendedor de elixires en ferias ambulantes y decadentes donde el delirio se ha convertido en alucinación colectiva. Mi charlatanería está afónica, mi carromato no tiene quien tire de él, mi levita está repleta de caspa y vulgaridad cotidiana y de mi chistera no salen conocidos bien situados a los que recurrir. De hecho creo que mi literatura es como mi corazón: dubitativo, corrosivo sólo consigo mismo, hipócrita, asustadizo, de caducidad prematura, arrogante a veces y autocompasivo las más, y que con el tiempo tristemente ha llegado a sentir un rencor visceral hacia sí mismo. Intento pensar que no me importa lo que sea de ella, de él si mantenemos la analogía, pero he de aceptar también que me mantiene a flote, aunque cierto es que mi cansancio y fatiga son inversamente proporcionales a mi capacidad narrativa; igual ley vale para buscarse los garbanzos y no querer ir de mal en peor. "Acerca de los caracoles: Mi abuelo y yo pintábamos sus conchas de colores y a veces les escribíamos mensajes. Una vez mi abuelo dejó un saludo en su nombre y puso al caracol en tierra y el caracol se marchó y mucho tiempo después nos lo trajeron: había sido encontrado a unos cuantos kilómetros de allí, a una distancia relativamente grande para mí pero quizá imposible para un caracol; esa proeza suya se me quedó grabada, y también estuve pensando durante un largo tiempo en que todo volvía, que todo regresaba incluso aunque llevase todo lo que tenía consigo y no tuviese ninguna razón para volver." (pág 165). No puedo decir nada más, aunque necesito echarme a dormir, quiero acabar  antes el libro de Pron.

lunes, 9 de mayo de 2011

Hotel, dulce hotel...


Es extraño escribir en hoteles (al menos para mí, que los frecuento tan poco en esta época de mi vida), es extraño encontrar aquí esa llamada paz que se le presupone al acto de garabatear conscientemente en un lugar de paso donde cuerpos, y digamos la palabra errante, descansan, buscan fonda transitaria y fugaz, se aman, se odian, se distancian o se perdonan, se van, se piensan, todo ello con la vista puesta en un hipotético regreso proyectado entre ese trayecto en el que se habita. Uno escribe en os hoteles como un escriba en un monasterio, sabiendo que nada le pertenece, que todo se hace por algo ajeno a nosotros, que sólo somos cajas de resonancia, trozos oxidados de cobre (si es que el cobre se oxida, que ahora que lo pienso creo que no, o sí, me temo que todo se oxida), antenas amorfas retransmitiendo una historia que nos atraviesa sin mirarnos siquiera. Uno escribe en las habitaciones de hotel sabiendo que nada se posee salvo lo que podemos aprehender con la mirada, es decir, nada, y si uno se rinde y doblega al tiempo y se sienta a escribir es porque busca de alguna forma cuantificar sus sentidos, ampliar su torpe radio de acción, queriendo encontrar una posible respuesta al sinsentido brutal de ir de un lugar a otro por placer, por trabajo, por necesidad... Viajamos, nos movemos para buscar reposo y, desde lejos, volver a mirarnos. Curioso. Todo vano espejismo burgués, personaje sobreactuado desenvainando un lápiz (o tecleando un Ipad, un blackberry, una tableta sin personalidad, un portátil plagado de pegatinas en su tapa como si fuese la proyección en el siglo XXI de las rectangulares maletas de correas o los baúles también plagados de pegatinas dando fe de las escalas y los trayectos que veíamos de pequeños en películas en blanco y negro y con las que soñábamos surcar el mundo haciendo la revolución o simplemente tomando té en un hotel colonial vestidos de lino y adornados de sombreros de paja), intentando captar aunque sea las razones que nos han traído a este hotel y no a otro en otro lugar, como si esas razones pudiesen decir algo esencial de nosotros mismos.

Todo esto está escrito en un hotel, en un cuaderno trastabillado que transcribo por las noches en el ordenador por eso de ejercitar la mano y el laberinto de mi cerebro, en mitad del campo, en plena sierra conquense. Afuera llueve. En una de las vigas de madera del porche acristalado donde sentado en una silla que cojea levemente escribo esto, hay un nido de golondrinas. Gorriones nerviosos picotean las migas de pan de mi desayuno, aventurándose entre mis pies como soldados kamikazes; si cierro los ojos puedo imaginar sus pequeños corazones acelerados presos de la adrenalina, la necesidad y la temeridad desconfiada. Intento parar todo a mi alrededor, hago una pausa antes de seguir y no, no encuentro nada diferente.

Joseph Brodsky. Marca de agua. Ed. Siruela, pág 24-25

"Inanimados por naturaleza, los espejos de las habitaciones de hotel están aún más aburridos de haber visto a tantos. Lo que te devuelven no es tu identidad sino tu anonimato, sobre todo en esta ciudad. Porque aquí lo último que  importa es verse a uno mismo. En mis primeras estancias, a menudo me sorprendía con la imagen de mi propio esqueleto, vestido o desnudo, en el armario abierto; poco después comencé a preguntarme por los efectos edénicos o ultraterrenos de este lugar en la conciencia personal. En algún momento, desarrollé una teoría de excesiva redundancia sobre un espejo que absorbía una ciudad. Como es obvio, el resultado es la mutua negación. Un reflejo no se puede preocupar por un reflejo. La ciudad es lo suficientemente narcisista como para hacer una amalgama con tu mente, cargándola con el peso de sus profundidades. Con efectos parecidos en tu cartera, el caso de hoteles y pensioni es casi el mismo. Después de una estancia de dos semanas –incluso en temporada baja- terminas tan arruinado y desprendido como un monje budista. A cierta edad y embarcado en cierta línea de trabajo, el desprendimiento es algo positivo, por no decir imperativo.

Hoy, por supuesto, todo esto ya no se puede ni pensar, ya que los muy listos cierran a cal y canto las dos terceras partes del estos pequeños establecimientos durante el invierno; y la tercera parte restante mantiene durante todo el año esas tarifas que te crujen. Si tienes suerte, puede que encuentres un apartamento, aunque, por supuesto, éste se presenta con el gusto personal del propietario en materia de cuadros, sillas, cortinas, y dota a tu rostro, reflejado en el espejo del cuarto de baño, de un aire de ilegalidad; en resumen, de eso de lo que precisamente te querías desembarazar: de tí mismo. Aún así, el invierno es una estación abstracta; sus colores son tenues, incluso en Italia, y sólo con el frío y la breve luz del día son intensos. Estas cosas entrenan a la vista en el exterior con mucha más intensidad de la que te permite una bombilla eléctrica sobre tus propios rasgos durante la noche. Si esta estación no calma tus nervios precisamente, sí los subordina a tus instintos; la belleza a bajas temperatura es belleza."

miércoles, 4 de mayo de 2011

El alma equina de la moto tragaperras


Hoy me he entretenido viendo a un niño subido en uno de esos aparatos que simulan ser un coche o un caballo, de esos que le echas una moneda y se ponen a balancearse para divertir (o distraer) al niño en cuestión, y que siempre están colocados a la puerta de algún bar o alguna tienda sin que se sepa muy bien la razón. El niño que vi hoy subido en un chisme de esos (una motocicleta) encontró en mí al único cómplice del terrible miedo que le asaltó (a mí también, lo reconozco,  pero menos). Mientras estaba apoyado en la acera de enfrente y para distraerme miraba absorto a la gente pasar, reparé en aquel niño pidiéndole a su madre que le dejase subir en aquella moto descolorida, par y tuerta. La madre del niño lo subió, introdujo la moneda y dejó al niño solo mientras entraba a probarse unos zapatos en una zapatería con algo de ballena que mantiene su porte mohicano como orgullosa resistencia frente a la invasión mandarina mientras se llena de polvo y su mercancía ajada vuelve a estar de moda. Cuando la motocicleta comenzó a moverse (a balancearse hacia atrás y hacia delante de manera un tanto brusca) el ruido que acompañaba a ese balanceo no era el ruido de una motocicleta sino el trote de un caballo, lo cual nos dibujó una sonrisa tanto al niño como a mí; sin embargo, cuando aquella moto triste y desbocada comenzó a relinchar como una loca, la sorpresa del niño fue tal que comenzó a llorar, deseando salir corriendo despavorido ante ese despiadado pliegue de la realidad. Cuando salió su madre y le abroncó histéricamente, el niño siguió llorando, pero cambió el tono del llanto, sus ojos brillaron sin vuelta atrás, buscó algo con la mirada y me encontró a mí, apoyado en la esquina, aburrido y temeroso (y esperando la llegada de Popota y de Voland surgiendo como por arte de magia tras un portal), supongo que buscando una respuesta que ni yo, ni nadie, nunca podrá darle.

domingo, 1 de mayo de 2011

20.000 leguas de viaje submarino. Julio Verne. Qué es una perla.


"Ned Land y Consejo se sentaron en el diván, y el canadiense dijo:
-Señor profesor, principie por hacerme el favor de saber decirme lo que es una perla.
-Querido Ned Land -respondí-, para un poeta la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota de rocío solificada; para las damas, es una joya en forma oblonga, de brillo opalino, de materia nacarada que llevan en el dedo, en el cuello o en las orejas; para el químico es una mezcla de fósforo y de carbonato de cal con un poco de gelatina y, por último, para los naturalistas, es una simple secrección enfermiza del órgano que produce el nácar en ciertas conchas."

20.000 leguas de viaje subamarino. Julio Verne.



Para eso sirve subrayar los libros, para, después de estar un rato frente a la estantería, coger uno, abrirlo y pasar sus hojas como los gansters contando un fajo de billetes, reparar el algo que señalaste, sonriendo como un bobo por la grandiosidad del traductor, "principie por hacerme el favor de saber decirme lo que es una perla", cuyo nombre no sé (y la Editorial Antalbe no tenía la costumbre de ponerlo) y ver que lo releiste el 21/09/99 (hay un billete de tren en las últimas páginas que lo atestigua). Y no sólo vuelves a leerlo (mi novela preferida de Verne) sino que rescatas películas del gran Karel Zeman


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