lunes, 16 de octubre de 2017

CEMENTERIO MILITAR DE CUACOS DE YUSTE

CEMENTERIO MILITAR DE CUACOS DE YUSTE: CUANDO LA MUERTE BORRA LAS HUELLAS Y A LA VEZ LUCHA CONTRA EL OLVIDO.
Artículo publicado en la revista La Aventura de la Historia, número: 219


1.
... os aviso, cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón...”
En ningún Cementerio Militar hay escrita esta frase de “Viaje al fin de la noche” de Louis Ferdinand Céline, aunque creo que no sería mala idea. Visitar un cementerio militar cuando no te une ningún vínculo familiar con nadie de los allí enterrados, es muy extraño, siempre. Sobre todo cuando los otros lazos casi se han desatado y no hay ni patria ni ideología ni religión que te conecte a esos cuerpos. Pero siempre queda algo, los muertos siempre dejan algo más, no solo un puñado de monedas a Caronte. Todos los cementerios guardan, por pequeña que sea, una porción de belleza y de verdad, que además suelen coincidir en la misma cosa. En la comarca de La Vera, al norte de la provincia de Cáceres, concretamente en Cuacos de Yuste, se encuentra el único cementerio militar alemán de toda España. En él se encuentran los restos de 180 soldados germanos, fallecidos durante la Primera y Segunda Guerras Mundiales en territorio español o cerca de sus costas.

En esa ladera de la sierra de Gredos, veintiséis olivos cobijan con su sombra una formación de cruces grisáceas exactamente iguales. Una imagen impactante: 180 sencillas cruces de granito oscuro, cuidadosamente alineadas. El cementerio consta aproximadamente de 3.850 metros cuadrados, con robles y alcornoques rodeando una capilla y el claro donde están enterrados esos militares caídos en época de guerra. Al lado de la carretera que sube al monasterio, una pequeña muralla y un igualmente pequeño aparcamiento adosado al arcén, da paso a un sendero que conduce hasta la capilla. En torno a ésta se encuentran, por un lado, los jardines y, del otro, tres patios funerarios y las tumbas. Al llegar a la puerta de la capilla, posiblemente uno se tope con Pedro, un amable rumano que dice vivir allí y que se ofrece como oficioso guía a quien lo desee. Muy cerca de él dormita un perro llamado Pablo. Viste un mono azul, sonríe constantemente y en sus ojos no hay ni rastro de locura, al contrario, son serenos y amistosos. Paseando por entre las tumbas uno se pregunta muchas cosas, y también en qué lugar dormirán Pedro y su perro, cómo serán las noches en aquel lugar, en mitad de una carretera algo escarpada de una sierra fecunda, acompañado de cruces de granito.

Grabadas en las cruces puede leerse el nombre del militar, su rango y el día de su fallecimiento. Bajo ellas se encuentran enterrados aviadores y marinos alemanes de la primera y segunda Guerra Mundial que llegaron a las costas y tierras españolas debido a naufragios o derribo de sus aviones; 26 militares de la Primera Guerra Mundial, 129 de la Segunda, la mayoría de ellos pertenecientes al Ejército del Aire (Luftwaffe) y a la Marina de Guerra (Kriegsmarine), 25 In Memorian (no contienen restos) y ocho de soldados desconocidos. No hay ningún otro símbolo más allá del silencio que envuelve el lugar.



2.
Después de la Gran Guerra, a finales de 1919, nació en Alemania la Comisión de Cementerios de Guerra Alemanes (Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge), una asociación no gubernamental cuyo objetivo era buscar, promover y conservar las tumbas de los militares fallecidos fuera de sus fronteras. Dicha entidad ha estado activa desde entonces, con un pequeño “paréntesis” durante la Segunda Guerra Mundial, manteniendo un total de 827 camposantos en 45 países. En 1954, recibió el encargo del Gobierno de la República Federal de Alemania de buscar en el extranjero las sepulturas de los soldados alemanes, no para repatriarlos, sino para reunificarlos, creando para ello cementerios propios en esos determinados países.

La Comisión adquirió en 1975 un terreno en el que finalmente se establecería el cementerio militar alemán, concretamente en el municipio de Cuacos de Yuste. El motivo de su ubicación hay que buscarlo en el monasterio donde el emperador Carlos de Austria o Habsburgo, conocido como Carlos I de España y V de Alemania, pasó sus últimos meses: En 1556 el emperador Carlos abdica, dejando sus reinos en manos de su hermano y su hijo e instalándose en la comarca de La Vera a fin de encontrar mejoría para la molesta enfermedad que le aquejaba (gota). Mientras se hospedaba en el castillo de Oropesa por cortesía de Fernando Álvarez de Toledo y Figueroa, mandó construir junto al Monasterio de Yuste una casa palacio, donde se hospedó desde febrero de 1557. Poco más de un año después fallecería víctima del paludismo, el 21 de septiembre de 1558. Ese es el motivo principal que explica porqué dicho cementerio se encuentra allí. Aunque en 1573 Felipe II trasladó los restos de Carlos V de Cuacos de Yuste al Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial, siempre fue el deseo del emperador Carlos que sus restos descansasen allí. Resulta imposible imaginar el deseo último de los soldados alemanes que fueron trasladados a unas decenas de metros del monasterio, pero seguramente ninguno imaginó que pudiese ser aquel.

En junio de 1980 comenzaron las obras del cementerio. Al mismo tiempo, una joven empleada de la Embajada Alemana en España, llamada Gabriele Marianne Poppelreuter, iniciaba la búsqueda de las tumbas de todos los soldados alemanes que se hallaban distribuidas por el estado con el fin de trasladarlos al futuro cementerio. Tardó tres años en dar por finalizado su trabajo (recorriendo más de 15.000 kilómetros en ello). Los restos de los militares fueron introducidos en urnas precintadas y rotuladas que fueron almacenadas en una sala del Palacio del Monasterio hasta la finalización de las obras, pudieron ser inhumados. El cementerio se inauguró el 1 de junio de 1983 con una misa oficiada conjuntamente por un sacerdote protestante y el abad del Monasterio de Yuste. Una placa en la entrada del recinto explica su origen, señalando que los soldados “pertenecieron a tripulaciones de aviones, submarinos y otros navíos de la Armada hundidos. Algunos de ellos murieron en hospitales”. Ninguno de los enterrados en Cáceres perteneció a la Legión Cóndor que luchó en la Guerra Civil española. “Sus tumbas estaban repartidas por toda España, allí donde el mar los arrojó a tierra, donde cayeron sus aviones o donde murieron”.

Aunque el camposanto fue diseñado para albergar 186 tumbas, finalmente sólo fueron ocupadas 180 debido a problemas en las exhumaciones. 25 fosas no guardan cuerpo alguno, debido a que los mismos habían sido depositados en osarios comunes o se desconoce su destino. Son las cruces que llevan la inscripción In Memoriam. Tanto en unas como en otras tan solo aparece el nombre del fallecido, su ocupación en el momento de la muerte y la fecha de nacimiento y defunción, sin diferenciar rangos militares. Además, los soldados están agrupados con los de su mismo cuerpo de servicio y guerra en la que tomaron parte. También se colocaron ocho cruces pertenecientes a soldados cuya filiación se desconocía y en las que puede leerse la frase “Ein Unbekannter Deutscher Soldat” (Un soldado alemán desconocido).


3.
Cada año, el segundo domingo de noviembre, la Comisión de Cementerios de Guerra Alemanes organiza el Día de Luto Nacional (Volkstrauertag), en el cual se recuerda a todos estos soldados fallecidos dentro y fuera de sus fronteras, así como a los que en la actualidad se encuentran en misiones de paz o humanitarias.

En las últimas líneas de la placa conmemorativa del Cementerio Alemán de Cuacos de Yuste puede leerse: “Recordad a los muertos con profundo respeto y humildad”. Paradójicas palabras que siempre resultan certeras. Gran parte son muchachos que sólo contaban con 18 o 20 años.

martes, 10 de octubre de 2017

MADRID-MOSCÚ (Notas de viaje, 1933-1934). RAMON J. SENDER

MADRID-MOSCÚ (Notas de viaje, 1933-1934). RAMON J. SENDER. Ed. Fórcola
Reseña aparecida en el número 225 de la revista La aventura de la Historia. Julio 2017




Valiosísima reedición de estas crónicas de Sender, las cuales no habían vuelto a ver la luz desde 1934, cuando la editorial Pueyo las reunió; valiosas tanto por lo que en ellas se cuenta, la visita del escritor a la Unión Soviética invitado por la Internacional Comunista, como por el meritorio intento de la Editorial Fórcola de poner en valor la, parece, actualmente olvidada figura de Ramón J. Sender. El luminoso y justo prólogo de José-Carlos Mainer vale por sí solo la adquisición de este libro, recordando y profundizando en una biografía apasionante, contradictoria, vital, paradigmática, inspiradora y terrible. Perseguido por unos y por otros, su huida de España no pudo ser más dramática. Estas crónicas pertenecen por tanto a ese periodo donde todo podía pasar, las ideas parecían convulsionar continentes y el fin de las categorías que regían el mundo estaban a punto de estallar.

A raíz del triunfo de Hitler en 1933, se constituyó la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Un año antes Sender había publicado su cuarta novela, Siete domingos rojos, basada en la historia del movimiento anarquista español. Es en este contexto cuando la Komintern lo invita a visitar la URSS. Al año siguiente de su regreso, con Mr. Witt en el cantón, ganaría el Premio Nacional de Literatura.

Queda patente que Sender cae en el mismo juego de los soviéticos con los que se rodea: purga su mirada porque ha sido invitado por la Komintern y hace lo que se espera de él, dando cuenta de la maravilla y de los esfuerzos por conseguirla. Pero también escribe que en Polonia había oído decir que Stalin tenía mentalidad de limpiabotas. El propio Sender confesó en 1965 que fueron estas crónicas las que provocaron la campaña de desprestigio que casi le cuesta la vida durante la guerra civil, perseguido por los golpistas y, a la vez, sospechoso en el bando republicano de portar el virus trotskista tras su regreso. Algo que, todo sea dicho, se puede rastrear en estas notas a través de pequeñas frases escondidas, creando con el lector una especie de jugosa y bipolar lectura (todas las críticas a Stalin siempre escribe que se las cuentan otros). Aunque resulta obvio que es preciso contextualizar, el libro resulta apasionante porque refleja a la perfección todas las contradicciones en las que se debatían los revolucionarios de la época: Admirados por la industrialización y logros de la Revolución, corrieron el riesgo de cegarse y justificar las voces que se estremecían bajo todo ello. Sender da buena cuenta de ello en estas crónicas periodísticas (donde pretende únicamente informar) mientras narra sus peripecias (el simulacro sorpresa en Leningrado de un ataque con gas químico resulta tan brillante como cómico). La ineludible humanidad y apasionamiento histórico de Sender nos hace comprender por qué no ve, por qué no quiere ver, por qué cree que aquello de lo que intenta dar cuenta de manera estilísticamente tan brillante es condición ineludible para la construcción del hombre nuevo: Porque el camino hacia la concreción de dicho hombre no está exento de sangre. Sin embargo, hoy es fácil entender que aquello había derivado más en un Purgatorio que en un Paraíso, pero los ojos de Sender son otros y prejuzgarlos es el mayor error que uno puede cometer al acercarse a este libro brillante, ameno, fascinante y, también, inconsolable.

ficha del libro en la página de la editorial:
http://forcolaediciones.com/producto/madrid-moscu/


viernes, 6 de octubre de 2017

TRENES RIGUROSAMENTE VIGILADOS. Bohumil Hrabal

TRENES RIGUROSAMENTE VIGILADOS. Bohumil Hrabal. Editorial Seix Barral.
Reseña aparecida en el número 221 de la revista LA AVENTURA DE LA HISTORIA

Fotograma de la película basada en el libro de Hrabal, de Jiri Menzel


La vida de Hrabal impregna su obra y es a través de ella como uno puede acercarse a la vida, no ya la de Bohumil, sino de un siglo, el pasado, para encontrar e iluminar retazos de la propia; tal es la fuerza narrativa del escritor checo. La Editorial Seix Barral recupera con mimo esta ya clásica novela que nunca ha llegado a desaparecer del todo de las librerías de nuestro país. La obra de Bohumil Hrabal (1914-1997) refleja como pocas el heroísmo cotidiano del hombre, de cualquier hombre, común, gris, vital y monótono, sumido en el surrealista devenir de la vida. Sus libros, y este en particular, están repletos de gags y humor negro que rezuman sabiduría popular y preguntas siempre sin contestar.

Trenes rigurosamente vigilados (1965) es una novela construida a partir de un relato anterior, llamado “La leyenda de Caín”, de 1945, inspirado El extranjero de Albert Camus. Aquí, en lugar de un fratricidio, lo que se comete es un intento, frustrado, de suicidio. Durante esos 20 años, Hrabal dejó madurar esa historia. Mientras tanto, sus cuadernos se llenaron con historias y anécdotas de ambiente ferroviario, que escuchaba en las tabernas o que vivió él mismo (uno de los trabajos que desarrolló a lo largo de su vida y de los que en su obra da buena cuenta; además de ferroviario también fue metalúrgico, prensador de papel y tramoyista). En los sesenta retomo aquella historia y surgió este maravilloso libro, pequeño y divertidísimo (la primera mitad está repleta de disparatados malentendidos que esconden verdades tan terribles como livianas),  que gravita sobre un hecho trágico: la ocupación nazi de la antigua Checoslovaquia y cómo sus ciudadanos la vivieron con tan humanas contradicciones. La verdad como un desvelamiento que solo tiene fin cuando se toma partido y se asume el destino que ello conlleva. La burlona levedad de la vida de una pequeña estación mezclada con la tragedia más descarnada en unas páginas llenas de una belleza arrebatadora que siempre merecerán ser rescatadas.  

Juan Miguel Contreras.

jueves, 21 de septiembre de 2017

A propósito del libro "Aliméntame" de Roman Simić

Texto de la presentación del libro "Aliméntame" de Roman Simic, editado por Baile del Sol, 20 de septiembre de 2017 en la Librería Vergüenza Ajena, de Madrid.
Me propusieron participar, pero no pude ir, así que escribí este texto para que alguien allí lo leyera.




Buenas tardes:

He de empezar confesando algo: la tarde que leí el escueto mensaje de Inma Luna proponiéndome participar en la presentación de “Aliméntame”, literalmente, me puse malo. Nada el plan escatológico; simplemente me puse colorado hasta las orejas y tuve una serie de sudores fríos un tanto desagradables. Los que me conocen dicen que no sé mentir, o más exactamente dicen que salta a la vista cuando miento; me pongo rojo como un tomate y sudo como si estuviera al borde de un infarto. Mentir o avergonzarse, a saber qué fue primero.

Supongo que esa es una de las razones por las que escribo, porque puedo fabular lo que quiera sin que nadie se fije en cómo mi cuerpo reacciona a todo eso que mi cabeza crea. No siempre es así, la mayoría de las veces cuando escribo  logro controlarlo, pero la vida es otra cosa. Sin embargo a veces lo paso mal, pero es poco el peaje y siempre me gusto a mí mismo cuando consigo llegar al final, sea este cual sea: punto y final, the end, continuará, capítulo, artículo, relato o primer acto, pues hay una certeza terrible en el hecho de escribir, una certeza que todos olvidamos o fingimos haber olvidado, y es que un texto nunca se acaba, ni por parte del que lo escribe, que podía pasarse la vida corrigiéndolo si pudiera o le dejaran, ni por parte del que lo lee, ya que es bien sabido que no hay dos personas que lean de igual modo el mismo texto. Mi Anna Karenina no se parece a la de nadie más, y no es porque yo sea especialmente desgraciado, sino porque es solamente mía. Mi Kolja, el inmenso personaje del relato de Roman Simic, “El hombre con bragas de mujer”, tiene la cara de mi otorrino; una vez le vi reír mientras le contaba mis últimos dolores de oído y pensé: “así reiría Kolja si yo fuese Bruno”. Y el hospital donde ambos fabulan sobre la historia de los muertos que estudian, se parece mucho al hospital 12 de Octubre en 2002, cuando estaba en obras y de los techos colgaban cables, apestaba a lejía y yeso y metían a los pacientes de cardiología en la planta de geriatría.

De todo esto que acabo de decir quédense solamente con una cosa: que fue leer que Inma Luna me proponía presentar el libro de Roman Simic y que me puse a sudar mientras la piel de mi rosto se incendiaba. Normalmente una persona reacciona de este modo cuando siente vergüenza por algo o de algo, vergüenza de algo propio, por algo que está dentro de nosotros y que nos incomoda. A mí lo que me incomodó de la propuesta de presentar este libro no fue que esté enamorado de la literatura de Roman Simic y que Inma Luna pensase en mí para hacerlo; lo que me incomodó fue yo mismo, y sentir inmediatamente, de manera física, que lo que podría decir sobre “Aliméntame”, podría decirlo cualquier otra persona mucho mejor y que, vaya, igual no merecía, ni merezco tanta suerte.

Realmente el verdadero dilema es que hablar de “Aliméntame” me obliga a pensar, a dejar de ser algo así como un fan más o menos entusiasta, un lector anónimo, viéndome forzado a tener que descubrir los resortes de su literatura. Hablar de “Aliméntame” me obliga a articular lo que puedo sentir al leerlo para explicarlo razonadamente y que, además, alguno de los que están escuchando estas palabras, sientan la necesidad no solo de comprar este libro, sino de leerlo con avidez. El problema es que hay cosas que no se pueden razonar, o al menos yo no sé. ¿Por qué me acelera el pulso la música de Coltrane o de Iron Maiden, por qué me hace llorar la pintura de Pavel Filónov, por qué me sonrojo cuando veo a Julie Christie interpretando a Lara en Doctor Zhivago, por qué no puedo dormir cuando leo a Bulgakov o a Miljenko Jergovic? No lo sé. Pero me pasa. Me gusta responder del mismo modo cuando algo me interpela visceralmente. Dejando de lado el tema de “la otra mejilla”, me gusta responder con pasión a la pasión, me gusta responder al trabajo con trabajo, y también me gusta responder con desdén al desdén. Siempre hay excepciones, claro, pero reacciono así. Y la literatura va de eso, de interpelar al lector contándole una historia de la mejor manera que uno sea capaz esperando una reacción. Empatía de alto espectro, podríamos llamarlo, no es algo que uno deba aplicar a todos los aspectos de la vida, pero tampoco está mal cuando hablamos de arte.

Salta a la vista cuando un escritor te mira a los ojos y te reta, cuando se ha dejado un trozo de su vida por contar la de alguien que no existe, o que no existe al menos en teoría; se nota cuando el talento de un escritor ha conseguido salir y te lo ha dejado a la vista en un párrafo genial. Y también al revés: uno con el tiempo puede saber cuándo le dan gato por liebre. Como dice Rafael Reig, lo que más me molesta en la literatura es cuando me intentan vender como jamón de pata negra lo que no es más que mortadela. Entonces, ¿por qué creo que la literatura de Roman Simic objetivamente es muy buena y, personalmente, considero que me partió por la mitad cuando lo leí por primera vez? Intentaré articular una pequeña explicación.

“Aliméntame”, el libro, tiene la embaucadora verborrea fabulosa que oculta lo que de verdad merece ser contado pero nunca se dice. Relatos como “Objetos que se hunden” o “Telefonía”  son pequeñas estampas que te reconcilian con la literatura y echan el freno a la fugacidad con la que nos obligan a vivir la vida. Relatos cortos que tienen el mismo peso que otros más largos, como “De todas las cosas increíbles”, donde Strajcer, La cubana, Neda o Lada son las imprescindibles teselas de un mosaico terriblemente hermoso. Leer a Roman Simic te sumerge en una especie de ebriedad literaria y sí, deja resaca, pero no es la dolorosa y típica resaca de la mediana edad, sino la de los veinte años, cuando los libros resultaban tan vitales e imprescindibles como los amigos o unos hombros desnudos iluminados por una persiana a medio cerrar.

Curiosamente yo no estoy aquí hoy, frente a ustedes, y la mayoría de los presentes pensará que ese es el motivo por el que he empezado mi presentación de ese modo, porque la timidez me resulta patológica y me hace no estar donde debería, pero no es así. No estoy aquí porque no he podido. Nada me hubiera gustado más que hablar con Inma Luna, conocer a Lucía Sesma y poder estrechar la mano de Roman Simic y balbucear un torpe “gracias”, aunque solamente fuese para poder decirle a mi hijo, dentro de diez años, mientras le doy uno de sus libros recomendándoselo, que una vez le conocí y hablé un rato con él, no solo porque en "Aliméntame" sobrevuela la idea de la paternidad, sino porque, desde que nació mi hijo, he asumido una nueva categoría en eso de valorar los libros que leo en "libros que le recomendaría, o me gustaría que leyera mi hijo llegado el momento" y los que no. 

Lamentáblemente, no estoy aquí por obligaciones laborales, que son las peores obligaciones a las que uno puede sentirse atado; de hecho la únicas obligaciones que deberían existir son las obligaciones morales, eso que Kant llamó el imperativo categórico; el resto de las obligaciones son una mierda, pero la vida es así, dicen. ¿Y cómo es la vida? Pues en estos momentos pienso que la vida es como la cuenta Roman Simic. Seguramente ese debería ser el argumento que tendría que esgrimir para invitarles a leer el libro que hoy presentamos. ¿Por qué leer este libro? Porque cuenta cómo es la vida, hoy, en Europa, con nuestro pasado, quizá no común pero sí compartido, con todo lo que merece ser salvado o expurgado como humano, y lo hace de una manera que es menos habitual de lo que parece, pues si hay algo en los libros de Roman Simic que no resulta habitual es precisamente el brillo en el lodo, tanto en la forma como en el fondo, la maravilla en la medianía, la perla en el tumulto. Escribe como yo sueño con escribir.

En el relato que da título a este libro, Roman cuenta cómo un padre le dice a su hija de 13 años cuando la encuentra intentando dibujar unas peras sobre una manzana, o una manzana sobre una peras: “Inténtalo… No dibujes lo que es importante para ti. Dibújalo todo menos eso.”
Así veo yo su literatura, y por extensión, la demás.
 
Artists Boris Bare and Dominik Vukovć with the Gulliver model Hrvoje Zalukar. Zagreb.



En “La rendición de Breda”, el cuadro de Velázquez también conocido como “La Lanzas”, se supone que lo importante es la entrega de las llaves de la ciudad por parte de Justino de Nassau al general Spínola; sin embargo uno no puede dejar de ver también al personaje de la derecha, con pechera blanca, que parece que se acaba de sacar un moco, o el magnífico trasero del caballo que realmente preside la escena, o mirar a esos personajes aparentemente secundarios que nos miran o están perdidos dentro de sí mismos, o contar las 34 lanzas que intentan desviar la atención del humo de la contienda tras la cual yacen cientos de cuerpos ensangrentados. Es el truco del vacío. Es un truco sencillo, pero precisamente por eso hay pocos que saben hacerlo bien. He puesto un ejemplo demasiado obvio para explicar algo igual de obvio, pero no quiero que piensen que Roman Simic escribe humanamente épico, lleno de trampas y lugares comunes, al contrario; su escritura tiene poco que ver con las grandes gestas, pero aún así no olvida que la escena, que lo que está contando, es la misma: está la silenciosa presencia de la guerra o su recuerdo latente, está el desmembramiento que genera, pero todo está lleno de gente, de personas que quieren saber dónde están y porqué. Para entender cómo se siente Helena, la protagonista del relato “Aliméntame”, hay que leer todo lo que la rodea, su pasado y su presente, en un relato que es como los destellos de flash de te ciegan durante un instante antes de que puedas ver la foto, una foto que se resuelve, tanto en este relato como en el cuadro de don Diego, en unas manos que se buscan, ofreciendo consuelo, ayuda o rendición.



Y como ese relato, los demás. El segundo párrafo del relato que abre el libro, titulado “Zorros”, se lee: “En otoño de 1991 yo salía del cuartel del JNA en el sur de Serbia, tú alargabas a la fuerza tus vacaciones de verano en una isla del Adriático y tu padre desaparecía en Vukovar”. He ahí la maravilla.
La pirueta final de todo es cuando descubres que lo importante tienes que descubrirlo tú, pues Roman Simic no lo ha escrito en ningún lado; eso sí, te ha dejado una montaña de miguitas esparcidas al tu alrededor, pero resolver el puzle es cosa tuya. Él bastante ha hecho con  escribir como escribe, dejándote en el rostro la sonrisa del boxeador a punto de caer noqueado sobre la lona, no entendiendo nada pero comprendiéndolo todo. Como le dice Helena a su padre muchos años después de que le desvelara el truco del vacío, viéndole perdido en el bullicio de un aeropuerto: “El truco está en leer los letreros. Lees. Sigues.”

 
Lucía Sesma y Roman Simic en un momento de la presentación.


Pincha en la imagen para ir a la página del editor.



lunes, 7 de agosto de 2017

Reedición de "Cardiopatías" por la Editorial Baile del Sol



Esto que voy a decir es mentira, aunque como en toda mentira, algo de verdad hay en ello, y es que, a veces, pienso que dejé de hacer reseñas de los libros que leo en este blog a raíz de comenzar a leer con mayor regularidad a autores con los que comparto editorial. En alguna de esas lecturas, quizá Roman Simic, quizá Ana Esteban, quizá Markéta Pilátová, me dije a mi mismo que no sonaría muy creíble si me descolgaba con una reseña elogiosa de la que es mi editorial en estos momentos. Eso, unido a todo lo demás que uno pueda imaginar de rutinas y vida privada no exenta de problemas, dieron al traste con la "regularidad" y las reseñas en el blog. En su momento hice una reseña de "En los antípodas del día", antes siquiera de soñar con formar parte yo también de la editorial Baile del Sol, por lo que me sigo reafirmando en lo que dije en su momento sobre ella sin que caiga sobre mí ninguna sombra de duda acerca de mi sinceridad. Y sí, en este tiempo he simultaneado libros de mi editorial en mi menú habitual de lecturas deslavazadas, por lo que me asombra cada vez más formar parte de su catálogo, pues cómo si no explicar que uno comparte editorial con (o tengo libros firmados por mí junto a libros firmados por) el citado Roman Simic (si "De qué nos enamoramos" me deslumbró, "Aliméntame" ni lo cuento), David Albahari o Ivica Prtenjaca ("Qué bien, qué bonito" es tan envenenado como aparentemente liviano)... Luego están "Stoner", claro, qué más puede decir uno de "Stoner" más que insistir en que se lea, se relea, se regale, se compre de nuevo, se mime, se admire, y se piense que el mundo es menos feo con un libro así disponible por ahí, sino que también están Pablo Escudero ("Beber durante el embarazo" es una auténtica joya literaria, como lo podría ser la más que recomendable novela "Mil dolores pequeños" de haber sido calibrada con un poquito más de certezas y con un editor de esos que salen en la pelis y que dicen que antes existían pero que ya es imposible, vamos, de esos que discuten y enmiendan al autor y le obligan a sacar más de lo que el propio autor creía poder sacar, en los tiempos en los que la literatura parecía tener alguna relevancia social y en a que merecía la pena invertir tiempo y dinero), y Pérez Vega, y Yolanda Delgado Bautista ("Puro cuento", su título lo dice todo). Ahora estoy con José L. Scarpelli ("Palimpsesto"). Tampoco me veá con la salvedad moral de poder reseñar libremente "Mi vida con Potlach" de Inma Luna... ¿Daños colaterales? Que tampoco he dicho ni mu de libros que me han gustado y con lo que ni por asomo comparto editorial (y por soñar no ha sido). Pero yo venía aquí a hablar, además de mi editorial y de lo que supone para mí formar parte de ella a pesar del vacío mediático (no por mis libros, sino por lo de los que he citado),  de mi libro... venía a hablar de mi libro... 

Tras la publicación de "La muñeca rusa" por parte de Baile del Sol, hecho que salvó mi vida (literaria o no, allá cada uno con su propensión a creer exageraciones) y me hizo sentirme con la fuerza suficiente para terminar una nueva novela (y comenzar inmediatamente, en mi cabeza, a germinar dos más), me propusieron publicar también "Cardiopatías", ese libro de relatos que saqué con un crowfunding. Ese hecho tuvo el mismo significado para mí, no solo me sacaban de la cloacas literarias, sino que me permitían tener un pasado que, de alguna manera, me dibujara o definiera. "Cardiopatías", sus nueve cuentos, son el mosaico literario de ese periodo entre "Cuando acabe el invierno" y "La muñeca rusa", es decir, lo que escribí y no tiré (más importante lo segundo que lo primero) durante siete años, en medio hubo dos relaciones sentimentales fallidas, una enfermedad con su decadencia y su posterior recomposición vital, perder un mundo y no saber encajar en el que me encontré (el de todos), tomar caminos acertados y fallidos, escribir, tirar, escribir, tirar, tirar, tirar, tirar, leer y pelear encarnizadamente, con sangre, vísceras y locura, con el sentimiento de querer ser escritor y no saber ni lo que eso realmente significaba ni si yo, un desclasado lumpen tan arrogante como patético, merecía sentirme uno, vertebrando mi vida a través de la literatura. Luego tuvo que llegar la ruina económica y el amor, pero sobre todo tuvo que llegar mi hijo para descubrir que la columna que me sostiene es únicamente él, para descubrir que ya era demasiado viejo para todo pero que por suerte había aprendido a mantener a raya el deterioro físico lo suficiente como para sentirme con tiempo para cualquier sueño que hubiera podido salvar a estas alturas de la historia. De eso dan cuenta los relatos de "Cardiopatías", subtitulado para esta reedición como "Relatos de insumisión y dudas", por eso de facilitar su búsqueda en google y por ponerle un sello, como un pasaporte que de cuenta de un viaje que de alguna manera terminó. Que, además de salir en la editorial que sale, "Cardiopatías" contenga un emocionante prólogo escrito por Pilar Rodríguez, hace que la sensación sea infinitamente grata. Y ahí está de nuevo, con precioso y definitorio dibujo en la portada de Inma Luna (gracias infinitas) y los originales dibujos de Andrea Hauer en su interior, reviviendo gracias a Baile del Sol ejerciendo de desfibrilador literario y a los que nunca les podré agradecer suficiente todo lo que han hecho.





martes, 28 de febrero de 2017

Elena Bulgakova y el destino de "El Maestro y Margarita". Artículo perdido vol 3.


(Artículo que no ha encontrado publicación sobre Elena Sergeievna Nurenberg, tercera mujer de Mijail Bulgakov y responsable de la publicación de "El maestro y Margarita)


Uno.

En eso que se puede llamar intrahistoria de la literatura abundan los relatos sobre las sorprendentes peripecias por las que ahora podemos leer algunas novelas que, en muchos casos, son maravillas literarias más grandes que la vida. Algunas resultan comúnmente conocidas, como la de John Kennedy Toole, así como la rocambolesca aventura del manuscrito de Boris Pasternak sobre el Doctor Zhivago, con aviones y agentes secretos de por medio y que ya nadie sabe si es cierta o no. Algo de suerte, muchísima tenacidad por parte del depositario de dicha obra, una fe imposible de explicar sobre lo contenido en ese puñado de hojas, un azar tan cruel como certero y una enajenada veleidad dentro de la industria editorial son algunos de los ejes que explican que esas obras hayan acabado publicadas (y las que no lo acabaron siendo y con las que uno puede fantasear hasta la locura). Que hoy por hoy podamos leer una novela llamada El Maestro y Margarita, obra cumbre de la literatura universal, de la literatura rusa en general y de Mijail Bulgakov en particular, debería ser motivo de asombro constante cada vez que alguien, en cualquier parte del mundo, pasa una de las páginas de sus múltiples traducciones, subyugado por las maravillas que contiene. Y que esto sea así solamente tiene una responsable, una mujer llamada Elena Serguéievna, última mujer de Bulgakov. A ella le debemos no sólo haber sido la inspiración para el personaje inolvidable de Margarita, sino el apoyo constante y tenaz que hizo que Bulgakov pudiera escribir dicha novela, cuya redacción se convirtió casi en una pesadilla para Mijail, una pesadilla surrealista que daría para otra novela a tenor de todo lo que sucedió durante la misma y después.

Museo Bulgakov, Moscú
Dos.

Es gracias al diario que Elena Serguéievna escribió desde 1932 que podemos reconstruir la vida de Bulgakov durante sus últimos años, pues él dejó de escribir el suyo en 1926, cuando le fueron confiscados junto al manuscrito de Corazón de perro  por la OGPU (policía secreta pre-KGB). En lo sucesivo sus obras fueron, año tras año, sistemáticamente expulsadas de los escenarios de los teatros y de los periódicos. Son los años de penuria y aún sus vidas no se han unido. En 1930 escribe una desesperada carta al gobierno, donde pedía que le permitieran trabajar o, al menos, le dejaran salir del país. El 10 de abril, dos días después del suicidio de Maiakovski, con un revólver preparado en el cajón de su despacho, recibe la famosa llamada telefónica de Stalin, que alivió un poco sus penurias, ya que éste prometió atender personalmente su pedido. Animado pero a la vez lleno de terror, Bulgakov tira el revólver en el estanque del Monasterio de Novodévichi y quema gran parte de un primigenio manuscrito de El Maestro y Margarita, que Elena Serguéievna rescata del fuego. Después llegó el trabajo en calidad de director adjunto del Teatro de Arte de Moscú. En 1932 Mijail decide reescribir la novela de memoria pero, como no podía ser de otro modo, el original tema diabólico (la visita del diablo al Moscú soviético), se ve desbordado por el tema de la confrontación entre el artista y el poder, el amor que vive junto a Elena y la literatura como salvación.


Bulgakov, un mes antes de su muerte
En aquellos años es peligroso confiar los pensamientos incluso a las hojas de un diario íntimo. Elena Serguéievna decide arriesgarse y plasma en el suyo todo lo que les pasa. Además anota multitud de frases, reflexiones y acciones de la persona que tanto ama. Si el amor del Maestro hacia Margarita es narrado en su gran novela, evidentes trasuntos de Bulgakov y Elena, es en el diario de esta última donde encontramos plasmado el amor de Margarita hacia el Maestro: “Eran frecuentes los momentos negros, realmente terribles, no de tristeza, sino de horror ante la vida literaria infortunada; pero si alguien me dijera que nosotros, que yo tuve una vida trágica, respondería que no, ni por un segundo. Fue la vida más clara que puede uno elegir, la más feliz. No hubo mujer más feliz, como lo fui yo.”
Y entre todo, colándose por todas las rendijas, el miedo. Las noticias funestas se sucedían como un siniestro desfile: la fatídica muerte de Sergó Ordzhonikidze, la de su amigo Zamiatin en París, la muerte de Ilya Ilf: “Estamos absolutamente solos —escribe en su diario Elena Serguéievna —. Nuestra situación es espantosa.” El miedo y, al mismo tiempo, el indestructible deseo de vivir y amar, se refleja en cada línea de su diario. A menudo hacen reuniones donde leen fragmentos de esa novela alucinada y fabulosa, y las reacciones que obtienen les reafirman aún más en su empeño.

Las anotaciones sobre su día a día se suceden: 17 de octubre de 1934: En la tarde vino Ajmátova. La trajo Pilniak de Leningrado en su automóvil. Nos contó sobre la amarga suerte de Mandelstam. Hablamos de Pasternak. 8 de noviembre: Por la noche, estamos sentados entre nuestras desgracias. Misha me dictó la novela – la escena en el teatro. 29 de noviembre de 1934: Ayer, en la representación de Los Turbin, estuvieron Stalin, Kirov y Zhdánov. Fue lo que me dijeron en el teatro. Yanshin comentó que la función salió muy bien y que el secretario general aplaudió mucho al final del espectáculo. 10 de marzo: Otra vez donde Stanislavski. En la pequeña sala de ópera en la calle Leontievski. Stanislavski tomó por la manga del traje a Bulgákov y le dijo: “A usted hay que achantarlo”. Por lo visto le habían informado que Bulgákov se había enojado por su análisis ante los actores. Discutieron durante tres horas. 13 de mayo: Ensayo general de Iván Vasílevich, sin público… Hacia el final de la pieza, sin quitarse el abrigo, y con una gorra y un portafolio entre las manos, entró a la sala un fulano del Comité del Partido. De inmediato, la pieza fue prohibida.

En 1938 a Bulgakov le diagnostican nefroesclerosis hipertrófica, una enfermedad hereditaria de rápido desenlace. Poco a poco se fue quedando ciego y padeció de constantes dolores. Antes de ello le da tiempo a hacer una adaptación de El Quijote para el Bolshoi y coordinar su puesta en escena. A partir de ahí, el declive físico. Escribe y dicta, se aman y cuidan. Creyendo que su destino literario trasciende todo ese sufrimiento, llega 1940. Un pathos de deber se extiende durante sus últimos días. Extenuado, sigue dictándole a su esposa hasta que da por concluida la novela. El 10 de marzo de 1940, Elena alcanza a escribir: A las 16:39 murió Misha.

Tres.

Elena Serguéievna Nurenberg nació en 1893, en Riga (Letonia), en una familia descendiente de alemanes que se instalaron en Rusia en 1768, invitados por la Emperatriz Catalina Segunda. En 1918 se casó inesperadamente con Yuri Neelov, hijo de un famoso actor y ayudante del comandante del 18 ejército rojo Evgueni Alexandrovich Shilovski. Dos años después, en 1920, Elena abandona a Neelov y se casa con Shilovski. Tuvieron dos hijos, Eugueni (1921-1957) y Sergei (1926-1975).

Elena conoció a Mijail el 28 de febrero de 1929 durante una fiesta en casa de los pintores Moiseenko. Él, que en ese momento vivía solo, también había estado casado dos veces. Lo que sucedió después Bulgakov lo reflejó vivamente en su novela: “El amor nos asaltó como asalta un asesino en un callejón oscuro, dejándonos atravesados a ambos. Así atraviesa a uno un cuchillo o un relámpago.” Desde ese momento son conscientes de lo trágico de su situación, ella esposa de un gran jefe militar y madre de dos hijos, y Bulgakov, un escritor apenas conocido que vivía alquilado en un sótano y se ganaba la vida con trabajos provisionales. Elena relata en su autobiografía cómo, tras hablar Shilovski con Bulgakov en febrero de 1931, deciden no volver a verse. Promete a su marido que no aceptará ninguna carta de Bulgakov, ni saldrá sola a la calle ni contestará a sus llamadas de teléfono. La primera vez, después de veinte meses, que Elena salió sola a la calle, se encontraron. “No puedo vivir sin ti”, fue lo primero que le dijo Bulgakov. “Yo tampoco”, le contestó. Septiembre de 1932.

En octubre, un día después de firmar el divorcio con Shilovski, contrajeron matrimonio. Su hijo pequeño, Sergei, se va con ellos y Eugueni se queda con su padre, pero poco a poco crece su aprecio hacia Bulgakov y acaba pasando largas temporadas en aquel pequeño apartamento a pesar de las estrecheces. Elena escribe en su diario una frase de Mijail sin comentar nada más a continuación: “Todo el mundo estaba contra mí y yo estaba solo. Ahora estamos juntos y ya no le temo a nada.”




La mañana de su muerte, el escritor le confió a su esposa el manuscrito que escondían, diciéndole: “Te lo doy a ti, mi reina, mi estrella, el norte de mi vida terrenal”. Cinco días antes ella le había hecho el juramento sagrado de hacer lo posible para publicarla. Elena llevaba años protegiendo aquel único ejemplar de El Maestro y Margarita como el tesoro que sin duda es, mecanografíándola varias veces (manejaron hasta seis versiones). La imagen física de Margarita viene de ella: pelo oscuro, inmensos ojos verdes. Para él Elena es símbolo del amor y de la misericordia, y al mismo tiempo es símbolo de recuperación de la quietud tras haber vivido una vida llena de amarguras; es el reino de la Paz Eterna, es su Lazarillo y su justificación. “Disfruta de lo que nunca se te dio en vida, la calma (…) Dormirás con tu gorrito mugriento y eterno puesto, te dormirás con una sonrisa en los labios. El sueño te fortalecerá, empezarás a pensar sabiamente. Y nunca más te atreverás a echarme. Yo velaré tu sueño”. Así habla Margarita al Maestro al final de la novela, y Elena las apuntó al dictado de su marido enfermo semanas antes de morir.



Miail, Elena y el hijo mayor de ésta, Eugeni
Su primera “batalla” fue sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial, inmersa en las dificilísimas condiciones de vida de los evacuados. Posteriormente, Elena hizo ingentes esfuerzos por publicar la obra de su marido, pero siempre chocaba con la negativa de las autoridades, para las que la obra de Bulgakov era ajena, poco comprensible y subversiva. Desesperada, incluso se atrevió a escribir una carta a Stalin: “…Al morir, Bulgakov me pidió escribirle a usted, confiando en que sabrá decidir si su obra tiene el derecho de llegar al lector…”. Nunca obtuvo respuesta.

A lo largo de esos años, Elena se gana la vida lo mejor que puede, revendiendo cosas y aceptando encargos como mecanógrafa y traductora del francés (novelas de Gustave Aimard, Julio Verne o André Maurois), Durante años El Maestro y Margarita circuló en copias (algo peligroso pues cada máquina de escribir estaba identificada), hasta que en los sesenta comenzaron a publicarse de nuevo sus textos gracias a los esfuerzos de Elena. El 7 de septiembre de 1962, en una carta de Elena dirigida al hermano de Mijail, Nikolai Bulgakov, escribió: "Estoy haciendo todo lo que puedo para que ni él, ni ninguna de sus líneas desaparezcan. Aún se sigue sin conocer su extraordinaria personalidad. Este es el propósito de mi vida. Se lo prometíi mucho antes de morir y creo que lo voy a conseguir." Ese mismo año apareció Apuntes de un joven doctor, en 1965 Dramas y comedias y, en la revista Nóvy Mir, la autobiográfica Novela teatral. En 1966 se publicó Prosa escogida. El Maestro y Margarita vio la luz, con un “retraso” de casi tres décadas y cien páginas menos, en 1966 en la revista Moskvá, (las omisiones aparecieron en samizdat) y Elena pudo deleitarse con el revuelo que causó, septuagenaria ya. Hasta el Archivo Estatal le compró todos los manuscritos que poseía para su mantenimiento y estudio. En 1967, la editorial Posev de Fráncfort la publicó completa, y no fue hasta tres años después de la muerte de Elena que apareció completa en ruso, en 1973.

Conmueve pensar que, sin Elena Serguéievna Bulgakova, ese manuscrito hubiese ardido y se habría perdido para siempre.


Anna Kovalchuk como Margarita en la adaptación de Vladimir Bortko
Coda:
La editorial Nevsky publicó la que se considera la versión definitiva de la novela de Bulgakov, en una edición primorosamente traducida por Marta Rebon, que descabalga a la de Debate en tapa dura de mi corazón (http://edicionesnevsky.com/collections/nevsky/products/el-maestro-y-margarita). En otro orden de cosas, en 2016 Moscú celebró el 125 aniversario del nacimiento del escritor con más de 400 eventos. En la casa donde estaba su apartamento está hoy un museo con su nombre. En los Estanques del Patriarca hay proyectado un monumento a Bulgakov, aunque ya hay varios murales pintados en diversos edificios, así como rutas a los lugares de la novela. También puedes tomar algo en el Café Margarita (en Malaya Bronnaya Ulitsa, 28) que rinde homenaje a Elena Serguéievna. Se han escrito óperas sobre ella y multitud de obras de teatro. Mick Jagger escribió la letra de Sympathy for the devil después de que Marianne Faithfull le regalase el libro en 1968. A Patti Smith le impactó tanto su lectura que escribió su disco de 2012, Banga, inspirado en él. La canción Pilate, de Pear Jam, así como Love and Destroy, de Franz Ferdinand, también deben su composición a Bulgakov. En 1970, los estudios cinematográficos Mosfilm adaptan la novela de Bulgakov La guardia blanca, titulada La huida, una superproducción de tres horas considerada una de las obras maestras del cine soviético, dirigida por Alexander Alov y Vladimir Aunov. Desde 1972 se han realizado al menos cinco largometrajes basados en El Maestro y Margarita, y llevan años especulando con una versión con John Malkovich en el papel del Maestro. En 2005 Vladimir Brotko realizó una espectacular y fabulosa serie de diez capítulos que, hasta la fecha, es la más fiel al libro.


martes, 17 de enero de 2017

Reseña de "La muñeca rusa" en el blog Readings in the North


Hace varios meses, la amable Isa Martínez publicó en su blog una reseña de "La muñeca rusa"... Esta es:

http://itissochic.weebly.com/b/la-muneca-rusa-de-juan-miguel-contreras#comments




"¿Qué piensa un hombre que contempla la Tierra desde el espacio, donde va a morir sin regresar? Nunca podremos saberlo, sin embargo, la historia no se detiene, e Irina Belokoneva, hija de ese cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra, es parte de ella.

Esta historia arranca con la entrada en 1968 de las fuerzas del Pacto de Varsovia en Praga. En un psiquiátrico de la ciudad, son testigos de ella el celador Milos Meisner e Irina. Ella ha ido a parar allí porque cuenta la extraña historia de su padre, un cosmonauta abandonado a su triste suerte en el limbo espacial; un relato que nadie puede ni quiere creer, salvo Milos Meisner."


En esta novela tenemos tres claros protagonistas, que en un principio podemos pensar que no tienen nada que ver. Pero después de terminar el libro te das cuenta de que tienen algo en común, la soledad. 

Milos Meiner es un escultor checo que ha viajado por diferentes lugares y ha vivido mucho. Praga, París y Almería han sido algunos de sus destinos. Vemos como vive la Primavera de Praga, vemos como acaba en un pueblo poco conocido de Almería. Milos es el hilo que une todas las historias de esta novela. Irina es una chica y es la hija de un cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra. Conocemos su historia gracias a que Milos se la cuenta al tercer protagonista. Este tercer protagonista es un librero, tiene su pequeña librería en ese pueblo poco conocido de Almería. Y vemos como intenta seguir adelante gracias a lo que vende a los turistas o a ciertos clientes fijos.

Milos es un artista solitario, Irina es una chica solitaria e incomprendida y el librero es un vendedor solitario. Por eso digo que tienen mucho en común, ya que los tres saben lo que es la soledad y los tres la viven de diferente forma. 

Comencé esta novela pensando que se centraría en la historia de ese cosmonauta perdido y no ha sido así. Menuda sorpresa al toparme con tres historias diferentes pero muy bien hiladas. Sin duda lo que más me gustó fue conocer la historia de Milos y su relación con el escritor Bohumil Hrabal. También resulta muy interesante conocer la historia del librero, de la enfermedad que tiene y la historia de su librería. Y por supuesto, la historia de Irina que te mantiene intrigada a lo largo de todas las páginas de la novela.

La muñeca rusa consigue que reflexiones desde sus primeras páginas. Te hace reflexionar sobre el tema del cosmonauta perdido, ¿cuántos habrá perdidos por el espacio y que ni siquiera nos enteramos? También hace que reflexiones sobre la vida y como en los momentos difíciles puedes encontrar a un gran apoyo. Milos fue un apoyo para Irina cuando llegó al psiquiátrico, el librero fue un apoyo para Milos cuando llegó a España. Personas que tienen sus propios problemas pero que no por eso te dan la espalda, todo lo contrario: están ahí para escucharte y para ayudarte en todo lo que puedan. 


Ha sido una novela diferente, con un punto de partida muy interesante (un cosmonauta desparecido en el espacio del que no se tiene conocimiento). Una novela con unos protagonistas muy interesantes a los que llegas a coger cariño. 

Al principio me costó un poco meterme en la historia, los nombres me tenían un poco despistada y me hice un poco de lío. Aunque tengo que reconocer que para mi fue una grata sorpresa encontrar en la primera página ya a un escritor, Bohumil Hrabal. Ese es otro detalle que me gustó mucho, el libro está cargado de referencias (tenéis aquí la entrada donde os enseño todo lo que me he apuntado). 


Una novela interesante que nos da a conocer a tres personajes y sus tres historias. Una novela que te hace reflexionar y que te hace cogerle cariño a los protagonistas. Una novela cargada de referencias tanto a libros y autores como a películas. La única pega fue que al principio me resultaron un poco confusos los nombres.

viernes, 13 de enero de 2017

Cinco contra uno (rescates). Un puñado de discos que me marcaron y que aún hoy sigo escuchando

Hace varios meses me escribió un amigo (desconocido apreciado y seguido de las redes sociales) para decirme que había escrito una reseña sobre mi novela "La muñeca rusa" y que un magazine digital la iba a publicar. Alex (que así se llama) y yo nos escribimos a menudo. Siempre con cierta educación y distancia, pero también a menudo con una extraña cercanía. Me hizo mucha ilusión, por supuesto, sobre todo porque me interesa muchísimo lo que Alex tenga que decir sobre la historia de Irina y Milos y lo que eso me haga repensar a mí sobre la misma. Me dijo que al director de dicho magazine le interesaría un breve escrito mío sobre una sección que tienen titulada "Cinco contra uno", es decir, cinco discos que te hayan marcado y un "díscolo" que te haya defraudado o  al que le tengas cierta tirria. Dije que sí, por supuesto. Estas cosas me hacen mucha ilusión y me las suelo tomar muy en serio. Además, tampoco quería defraudar a Alex, así que me puse. Se lo envié y me dijo que gustó. Como sé que los ritmos de edición en estas cosas son muy lentos, no quise pecar de impaciente y, puesto que la novela ha pasado, no ya sin hacer mucho ruido, sino sin hacer casi ninguno, y mi editorial, aunque heroica y voluntariosa como ninguna, no es importante (dentro de ciertos esquemas), sabía que igual la reseña y este artículo no salían. Bueno, han pasado seis meses y me he vuelto a encontrar el archivo de mis "cinco contra uno" mientras ordenaba una carpeta con textos y me ha dado penilla. Y digo penilla porque me lo pensé mucho y a la vez disfrute mucho escribiéndolo, así que lo rescato. Aún no sé cómo era la critica de Alex, y me he cansado de mirar la página del magazine como un histérico obsesivo o un niño aburrido en el asiento de atrás de un coche. Son cinco y uno, con su historia personal; seguramente si lo escribiera hoy serían otros cinco y uno distintos, o quizá no, quién sabe....



Cinco contra uno

The Cult. Electric.
Pongámonos en situación: Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en el páramo manchego donde al kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista Metal Hammer y la Superpop, y donde los jueves estaciona una furgoneta en el mercadillo municipal con vinilos y casetes de todo tipo (tirando a serie media). Durante meses ahorro lo que me da mi padre por currar en la lavandería y la propina de mi abuela los domingos para, aprovechando las dos semanas de vacaciones en un apartamento enano en la playa a finales de julio, cuando vamos a hacer la compra a un megahipermercado cerca de Alicante en primer día, visitar la sección de discos y gastarme toda la hucha. Verano del ’88. A punto de los catorce. Llevo una lista pero casi nunca encuentro lo que busco, así que tiro de oídas y me fio del orden en el que está colocado. Así descubro a Fleetwood Mac, Vanilla Fudge, Sleepy LaBeef, Love… The Cult me suenan, de la radio quizá, no lo sé, pero esa portada es magnética. La carpeta desplegable hace que aumente mi fascinación. Ahí están Astbury, Duffy, Stewart y Warner mirándome amenazantes y altivos. Leo por primera vez el nombre de Rick Rubin. Lo compro sin dudarlo un instante. He de esperar quince días para escucharlo porque allí no hay tocadiscos (no hay ni lavadora). Cuando al final lo hago, después de horas viendo esas fotos, sonrío como un idiota. Citar alguna canción es inútil. Quiero una guitarra y la quiero ya. Un disco que se abre con “Wild Flower” no puede ser malo. Un disco cuya cara A termina con “Bad Fun”, le das la vuelta y arranca la B con “King Contrary Man” pasa a convertirse en la coz que tu corazón necesita. “Love Removal Machine” del tirón y el “Born to be wild” más bruto y machacón que nunca he escuchado. Al llegar “Outlaw” estoy agotado… Pero aún está “Memphis Hip Shake”… Me arrastro como la canción… Termina y lo pongo de nuevo… Por un instante me siento invencible. Ese disco es sin duda lo que anuncia, eléctrico, y el nombre del grupo pasa a convertirse en mi culto; hasta hoy, cuando escucho Hidden City y me siguen emocionando igual.


091. El baile de la desesperación
Ahora que han resucitado y la justicia poética por una vez cumple lo que pregona, es de ley decir que este disco es fundamental. “La vida qué mala es”, “Este es nuestro tiempo”, “San Martín”, tres canciones para dejar claro que fueron únicos y que lo siguen siendo. Sólo ellos han igualado semejante trío inicial en sus dos discos posteriores. “Corazón Malherido” duele, y José Antonio canta como el puto amo una letra de Lapido que toma un lugar común y lo convierte en particular, sólo para ti. “La canción del espantapájaros”, la cual han desnudado en directo incidiendo en su cara dramática, siempre me ha gustado sin embargo más en esta versión, tan pop, tan resultona, tan jodida en el fondo. Es la virtud del rock, cantar las cosas más jodidas sobre una lozana base musical para conjurar los golpes de la vida. Las cinco canciones que quedan son una fuente y una declaración en sí mismas. “El baile de la desesperación”, “El lado oscuro de las cosas”, “Un camino equivocado”, “Un día cualquiera” y “Atrás”. Las guitarras por fin rujen como los Cero querían después de tantos años. Una producción algo deficiente (en comparación a lo que vino después) no borra la urgencia de unas canciones gloriosas en sí mismas. Los Cero demostraron que, lamentablemente, en este país, sólo era posible una retirada con la cabeza alta antes de perderla (en el olvido o el cheque). Sé que Tormentas Imaginarias es mejor, pero a mí me ganaron para siempre con este. Que los dioses salven a los Cero.


The Doors. L.A Woman.
Podía haber puesto cualquiera de la banda de Jim Morrison, pero he optado por el último. Con la misma estructura que su debut, cada cara del disco se cierra con una canción larga. Desde su inicio con la tremenda “The Changeling”, Morrison canta como nunca, su voz de barítono se ha endurecido por los excesos, convirtiéndose en un arma evocadora y punzante. “Love her madly” es una manzana envenenada, y “Been down so Long”, nada más empezar, te parte por la mitad. El bajo de Jerry Scheff da libertad a Manzarek para jugar con las canciones y a la vez seguir haciendo que su teclado sea la base de las mismas. Robbie está excelso, se gusta, y se nota. Desmore está elegante y deja de nuevo claro que no es un batería de rock de montón, sino un músico de jazz que toca rock, o un músico de rock que quiere tocar jazz, da igual. “Cars hiss by my window” es una vacilada sublime. “L.A. woman” vale toda una carrera: oda decadente que sirve de despedida a una ciudad bajo un manto rabioso y energizante de un grupo de instrumentistas en estado de gracia. “L’America” abre la cara B descolocando, psicodelia que no quiere dejar de tener sabor a blues. “Hyacinth house” tiene una letra gloriosa y premonitoria, y para mí es una de sus canciones más bonitas. La versión del tema de John Lee Hooker (“Crawling King Snake”) destierra una vez más todo rastro de vender a Jim como un Adonis pop. “The Wasp” es amarga porque deja entrever nuevos caminos por transitar de una banda que se estaba despidiendo sin querer ser consciente de ello (dicho tema es la base para “An American Prayer”). El cierre con “Riders on the Storm”, vista a través del famoso juicio de Miami (y lo que supuso no sólo para la historia del grupo sino como siniestra clausura de una década llena de acontecimientos históricos determinantes), es la canción perfecta, simple y llanamente es así, con Morrison relatándonos el porqué de todo lo que ha hecho y qué es lo que realmente han sido, ofreciéndonos una maravillosa letanía respaldado como nunca (y como siempre) por Ray, Robbie y John.


Jethro Tull. Thick as a Brick.
Más de media vida (mía) llevo escuchando este disco y no me canso ni un segundo. Sólo por eso merece figurar aquí. Ian Anderson, uno de los frontman definitivos, intentó un cuádruple salto mortal impulsado por la retranca de Monty Python y parió una maravilla que merece veinte años de escuchas y veinte más que le dedicaré. Presentación, idea, cover art, composición, ejecución, lírica, arreglos, todo es perfecto en este disco. El álbum total. Lo tomas o lo dejas. Obligatorio tenerlo en vinilo, ese es su mundo y su sentido. Las capas y los niveles en los que se mueve siguen siendo un misterio para mí. Siempre pienso que es más de lo que aparenta o capto. ¿Una broma, una genialidad, una boutade suprema? Para mí una de las cimas artísticas del siglo pasado. Y comercialmente encima les salió bien, lo cual nos obliga a mirar esos años con indudable nostalgia y sorpresa. Un disco de más de cuarenta minutos con una sola composición dividida en dos partes basado en un supuesto poema de un niño y envuelto en un ficticio periódico lleno de noticias brillantes, pasatiempos, horóscopo y obituarios incluidos. La letra es una maravilla críptica, tan desvergonzada como lúcida a la vez… “Really don´t mind if you sit this one out… My words but a whisper… your deafness a shout…”. Un grupo en estado de gracia remata todo. Martin Barre, John Evans, Jeffrey Hammond-Hammond y Barriemore Barlow respaldando a Anderson e impulsándolo todo bajo una mezcla de estilos y referencias apabullantes, sin respiro, sin un paso en falso, rematando la jugada los arreglos y dirección de un indispensable y digno de estudio (vital y musical) David Palmer. Lo siento, no puedo ser objetivo, amo este disco; he escrito centenares de páginas escuchándolo y dejándome llevar.


The Jayhawks. Tomorrow the green Grass.
Compré este disco después de escuchar “Blue” en “De 4 a 3”, de Paco Pérez Bryan en Radio 3, en 1995. Olson y Louris tocando el cielo. Nunca me arrepentiré. “I’d run away”, “Miss Williams guitar”, la preciosísima “Two Hearts”, “Real Light”, “Over my Shoulder”… Para cuando llega “Bad Time” ya estás sobre aviso, pero eso no te evita el subidón. Es increíble cómo esas voces se empastan y armonizan de ese modo, cómo la guitarra acústica se enreda con la electricidad de una Gibson SG, cómo tocan la fibra sin parecer pretenderlo. Y encima es una versión. La cara B sigue la estela, y cuando la calma parece haberse instalado con “Red Song”, como si el disco fuese a terminar con esa mirada crepuscular al desierto, llega la subida de “Ten Little Kids”. Big Star, CSNY, The Byrds, Gram Parsons… todo junto sonando con personalidad propia. Este disco me salvó la vida una noche de 2002 en un hospital en obras, lleno de cables y partido por la mitad. Me lo había grabado en una cinta en casa para escucharlo allí porque sabía que lo iba a necesitar. Aún usaba walkman. Cuando me fui de aquel lugar se lo regalé a una enfermera de la planta. “I could take a little hint from you, and I’d run away”.

Contra UNO.
Uriah Heep. Abominog

He estado tentado a entrar a saco y recordar lo estafado que me sentí cuando en su día compré “Usar y Tirar” de M-Clan o el primero de Los Planetas (y último para mí, su rollo no va conmigo), pero no. También he pensado en intentar explicar mi frustración ante los últimos discos a medio gas de Gov´t Mule o la complacencia del camello de Wilco. Tampoco quería hacer leña del árbol caído del madelman Lenny Kravitz (tremendo tocomocho). En tiempos tan fugaces como los de ahora es normal que haya bajones en las carreras de grupos longevos (lo que hizo Bowie en cinco años, del 69 al 74, o Janis Joplin en tres, no lo volveremos a ver jamás, pero tampoco podemos pedirle a grupos actuales que ya llevan quince o veinte años, el mismo ardor guerrero de sus primeros años). Así que tiro de disco con trampa…y termino como empecé. Pongámonos en situación: Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en el páramo manchego donde al kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista Metal Hammer y la Superpop, y donde los jueves estaciona una furgoneta en el mercadillo municipal con vinilos y casetes de todo tipo (tirando a serie media). Sin saber quién me había suscrito, a mi casa llegaba el boletín del Discoplay. Empiezo a crear mi discoteca lo mejor que puedo, a base de oídas, intuición y casetes grabadas en el patio del colegio. Tiro de primeras impresiones con las portadas del BID. La de Uriah Heep con Abominog me llama la atención mes tras mes, pero me da miedo, literalmente, y lo voy dejando. Me espero el infierno tras ese diablo rabioso. Mi vecino del tercero me pasa Ride the Lighting de Metallica y Holy Diver de Dio. Mi mundo se llena de tachuelas; los logos de Maiden, Overkill, Raven o Anthrax son cincelados en mi carpeta estudiantil. Ahorro un poco y me pido por fin el de Uriah Heep… Llega a casa, lo pincho y… efectivamente, el pinchazo fue antológico. Teclados de la época y melodías almibaradas no me dejan apreciar las virtudes que esconden sus surcos. Maldigo cada peseta invertida, miro esa carpeta diabólica y no entiendo nada… Llega la tercera canción (“On the Rebound”) y me rindo definitivamente; no debería, pero la juventud es vehemente y yo creo querer otra cosa. Levanto la aguja y lo guardo entre maldiciones gitanas. Ese fue mi primer desencanto de muchos, y si lo rememoro es porque, curiosamente, ahora es un disco que me encanta y escucho bastante, incluso más que sus magnas obras de los setenta. Igual soy yo, que me he enmoñado a pasos agigantados, pero este es uno de los casos en los que la espera y la paciencia han tenido su recompensa. “Too scared to run”, “Chasing shadows” o “Think it over” me parecen temazos. El trabajo vocal de Peter Goalby es digno de mención, en la estela del enorme Lou Gramm. Mierda, echo en falta cantantes así. El regreso a Uriah Heep de Lee Kerslake, trayéndose de paso a un inmenso Bob Daisley, tras su aventura con Ozzy (y menuda aventura), recargó las pilas del eterno Mick Box. Ya lo dijo Willie Dixon, nunca juzgues un libro por su portada… 
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