lunes, 30 de marzo de 2015

Agota Kristof. Claus y Lucas.

Iba a decir que me llamó la atención la portada del libro, pero no fue la portada lo primero que vi, sino el lomo.

UNO:
Empezaré por otro lado.
Una vez a la semana me escapo por la tarde a la biblioteca, a escribir algo de la novela que estoy escribiendo, o al menos a intentarlo; y digo intentarlo porque me cuesta encontrar el estado mental necesario para meterme en la historia y no traicionarla. Me siento en el extremo de una de las mesas largas, al lado de la pared. Enchufo el ordenador, me pongo los cascos y dejo que la música de Magma me ayude a retomar el hilo de la historia que desde hace más de un año intento abordar y desarrollar. Dispongo de tres horas, por lo que intento aprovechar al máximo, cosa que no siempre consigo. La historia de la novela es lo suficientemente frágil (desarrollada en tres tramas paralelas) como para que no logre más un que par de frases decentes que salvar, lo cual puede resultar bastante frustrante, pero es lo que hay. Estoy animado, "la muñeca rusa" ha sido comprada por la editorial Baile del Sol y, tras corregirla y añadir un capítulo nuevo, concretar la trama, limpiar incongruencias y centrar a los personajes, saldrá a mediados de este año en una editorial que admiro por muchas cosas, y no precisamente por atreverse a publicarme. A veces, si la música del grupo de Christian Vander no ayuda, lo intento con algo más liviano, me levanto, cojo libros de las estanterías y leo cosas al azar, buscando la chispa que haga que encuentre la frase que necesito y así pueda volver a mi sitio a escribir. Si no, me conformo con corregir lo hecho, que no es poco (182 páginas definitivas más 103 más de notas). A veces saco más provecho a corregir lo ya hecho, lo cual ayuda a que pueda volver a casa medianamente contento, aunque deseando poder pasar horas y horas y horas sentado, escribiendo y dando fin a esta novela que temo me llevará al menos otro año más, mínimo. ¿Aún me merece la pena, me pregunto a veces? Salté la barrera de los cuarenta y sigo empeñado en dar cuenta de una historia que me haga sentir digno de mí mismo.


Sin embargo, un día que sí que estaba trabajando, me tomé un descanso y fui al baño a lavarme la cara, despejarme y estirar las piernas (maldita variz). A la vuelta me paré en la estantería de la selección que las bibliotecarias hacen para no tener a los usuarios habituales perdiendo el tiempo en pasillos más largos y con más libros. Vi algunas cosas que me interesaron, hasta que reparé en un lomo en que pude leer "Agota Kristof. Claus y Lucas. El Aleph ediciones. 258".

Recordaba ese libro de haberlo tenido en mi librería, de leer reseñas de él, de ojearlo brevemente pero poco más. En su momento quise leerlo, pero ante el aluvión de trabajo y novedades editoriales, lo perdí; no sé si lo vendí o lo devolví. El caso es que aquella tarde lo cogí prestado, junto con "Limonov" de Carrère (del cual quiero releer ciertas páginas) y "La sinagoga vacía" de Gabriel Albiac, aún sabiendo que, si leía alguno completo, sería sólo el de Kristof. Pero me gusta sacar a pasear libros de la biblioteca. Luego en casa los pongo en el escritorio, junto a las tres torres de libros pendientes que rodean el portátil, y los miro, como si esperase que hicieran algo, echar a andar o desaparecer.

DOS.
La sensación de desahogo y de pérdida cuando un libro te agarra del estómago y no te suelta.

"Claus y Lucas" está formado por tres novelas breves, "El gran cuaderno" (1987), publicada cuando Agota contaba con 51 años, "La prueba" (1988) y "La tercera mentira" (1991). Agota Kristof nació en Hungría en 1935 y el 1956 abandonó su país clandestinamente junto a su marido y su hija recién nacida. Se refugiaron en Neuchatel, en la Suiza francófona, donde ella comenzó a trabajar en una fábrica de relojes. Publicó, como dije antes, "El gran cuaderno", en 1987; si no hubiese publicado nada más tampoco hubiera cambiado nada, pues "El gran cuaderno" es, por sí mismo, un libro absolutamente maravilloso, brutal hasta el dolor, seco, doloroso, embriagador, sin duda uno de los mejores libros, y de más profunda huella, que he leído nunca. Y no me estoy dejando llevar por el entusiasmo, hace semanas que lo acabé. Estuve tentado a no continuar, a no leer las otras dos novelas breves, a no querer saber más de la historia de Claus y Lucas, pero la afilada pesadumbre que me había dejado la lectura de "El gran cuaderno", hizo que siguiese pasando hojas, sumergiéndome en la lectura de "La prueba".

Debería hacer un inciso y hablar de la historia. Claus y Lucas son dos hermanos gemelos que, en plena segunda guerra mundial, son llevados por su madre a vivir con su abuela, una reseca y bestial mujer que les odia, en una pequeña ciudad fronteriza porque ya no están seguros con su madre. Desde ese momento, ambos hermanos comienzan a sufrir una transformación, habida cuenta de las cosas que les suceden tanto con su abuela como en esa pequeña ciudad. Cada vez son más literales, más brutales, más objetivos, más aparentemente insensibles; la guerra siempre está presente, las carencias, el hambre, el trabajo necesario para sobrevivir, la lucha por esa vida que cada vez es menos humana... El estilo de Agota es inmenso, el despojamiento de toda floritura es deslumbrante, la profundidad de su narrativa es imponente, los capítulos (breves, como deben ser) se suceden sin descanso azotando al lector. Wittgensteniano sería un adjetivo acorde con su escritura. Concisa, breve, objetiva, potente, deslumbrante. Sólo esa novela breve, independientemente de las otras dos que le siguen, vale por si misma el calificativo de obra maestra.

Por eso tenía miedo de seguir leyendo, de comenzar "La prueba" y ver si Kristof había podido mantener el sobresaliente nivel. Afortunadamente, seguí, y si bien la prosa cambia, el estilo es distinto, el nivel no decae lo más mínimo. De hecho, anoche, mientras leía la historia de Lucas, de Mathias, de Clara, de Peter, en ese país, Hungría seguramente, pero también Rumanía, Checoslovaquia, Polonia, es decir, todos los países que quedaron bajo el influjo soviético tras la segunda Guerra mundial, sufrí lo que hacía años que no me sucedía, y es que comencé a llorar, sentí como un dolor dentro por lo que acababa de leer y no podía dejar de leer que comencé a llorar como hacía tiempo, empatizando de tal manera con la historia de Mathias y Lucas, de Clara y Lucas, de Peter y Lucas, que sentí una pena casi catártica, pero pena al fin y al cabo. Hay libros que te dan la vuelta de tal modo que sabes que nunca, y digo nunca, podrás olvidar. Este es uno de ellos.

Ahora me enfrento de nuevo a la duda de, una vez terminada "La prueba", seguir y adentrarme en "La tercera mentira". Sé que no tardaré en comenzar, pero reconozco que la duda me corroe. ¿Qué más puede pasar? ¿Qué más puede haber escrito Agota Kristof tras esas dos obras maestras, dolorosas y hermosas hasta la verdad? Leo en la contraportada que con "La tercera mentira" ganó el  Prix du Livre Inter en 1992. Me cuesta creer que sea mejor que las dos novelas anteriores, aunque, quién sabe. Yo, de momento, sigo descolocado totalmente, como hacía tiempo que no estaba. "Stoner" de John Williams ya me causó hace meses una sensación similar, y como ya me había pasado hacía relativamente poco tiempo, no esperaba que fuese a pasarme de nuevo, pero así ha sido, y no puedo evitar escribirlo aquí... Temo encontrarme en "La tercera mentira" la constatación de que no hay esperanza, sin ni tan siquiera la redención de la belleza.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/pagina-2/pagina-2-rescatados-claus-lucas-aleph-agota-kristof/1895261/


viernes, 27 de marzo de 2015

TOPO, una historia al ritmo de la calle. Honestidad y tozudez en el país de los tuertos.


Gracias a la gente de Exile Magazine por sacar este artículo sobre Topo que ninguna "publicación seria" en papel ha querido publicar. De corazón, gracias. http://www.exileshmagazine.com/2015/03/topo-parte-i-una-historia-al-ritmo-de.html

TOPO, una historia al ritmo de la calle. Honestidad y tozudez en el país de los tuertos.
Por Juan Miguel Contreras 

PARTE 1.
Topo es una de las grandes formaciones de la historia del Rock Español. Hay cosas que cuanto antes se digan, mejor. También han sido uno de los grupos más ninguneados y con más mala suerte del negocio, algo que ha sido moneda común de la inmensa mayoría de las bandas de este país, pero Topo pertenece además al reducido grupo de los perseverantes, los tozudos y los seguros de sus capacidades… Como Burning, como Sex Museum, como… (sigan ustedes mismos). El problema con Topo es cómo se les considera cuando se les tiene en cuenta y en que categoría se les ubica.

Surgieron en 1978 como una escisión de Asfalto y durante un breve periodo de tiempo volaron muy alto, aunque nadie pareció darse cuenta. Topo es un gran grupo, con diferentes etapas, con altibajos, con éxitos y fracasos, con muchas de las miserias y con muchas más glorias (en forma de canciones) de eso del rock, pero sin duda es una banda merecedora de ser considerada de primer nivel y, por qué no decirlo, histórica. Sin embargo, si hay algo con lo que cargan sobre sus espaldas José Luís Jiménez y Lele Laina a la hora de observar su biografía musical son prejuicios. Se les englobó bajo esa indeterminada y maliciosa etiqueta del Rock Urbano, vaya uno a saber qué sea eso, e incluso ellos mismos en más de una canción han usado el adjetivo con convicción, pero también es cierto que, a la hora de acercarse a su trabajo, quizá esa denominación haya sido más una losa que una aclaración. Y si no tenían suficiente con la viciada forma de hacer las cosas del que fue su primer sello, Chapa Discos (un sello prototípico de la visión carpetovetónica del negocio del rock en este país, con más sombras que luces), se “apropió” de ellos todo un “capo” como Vicente Romero (ejemplo de integridad más entendida como cabezonería que como defensora de ciertos principios).


Básicamente Topo son José Luís Jiménez (1948) y Lele Laina (1952), aunque haya habido momentos en los que la nave la ha dirigido solamente Jiménez y por mucho que la llamada “formación clásica” sean ellos dos más los desaparecidos Terry Barrios (1952-1992) y Víctor Ruíz (1952-2005). Como se ha apuntado antes, Topo surgió en 1978 como una escisión de la mítica formación Asfalto, los cuales, en ese mismo año, habían publicado su disco debut tras un reseñable número de años pateándose escenarios y siendo grupo de apoyo de muchos otros como Vainica Doble, una obra con la que nadie del grupo quedó satisfecho y que Chapa ninguneo hasta que la canción “Capitán Trueno” comenzó a sonar en la radio. Para cuando esto último sucedió, Asfalto ya había roto peras; por un lado estaban los citados Jiménez y Laina y por otro Enrique Cajide (batería) y Julio Castejón (guitarra y voz). Ese primer disco de Asfalto, a pesar de la insatisfacción que provocó a sus autores, sigue siendo una obra más que disfrutable, conteniendo un conjunto de canciones sumamente memorables, tanto en composición como en ejecución. En él se conjugan como pocas veces en este país luminosas influencias beatlelianas, psicodelia, rock progresivo de altura y una lírica tan naif como preclara (en la, quizá, ficticia e ingenua distinción entre compositores con carga política o no, el caso de Laina y Jiménez aparece como totalmente banal, pues en su ADN siempre ha estado impreso cantar sobre y para la gente de dónde vienen). Entre toda esa mixtura, sobresalen ciertos aspectos que seguirán siendo señas de identidad posteriormente en Topo: una conjunción y arreglos vocales muy a tener en cuenta, y por los que nunca han sido suficientemente reconocidos, una destreza instrumental notabilísima y unas ambiciones compositivas tan clásicas como valiosas.

Presiones de la compañía hacen que Cajide y Castejón continúen bajo la nomenclatura original a pesar de tener nuevo nombre y nuevos compañeros. Por su lado, Jiménez y Laina, intérpretes vocales principales de las canciones más recordadas de dicho LP, deciden formar otro grupo y permiten el uso por parte de aquellos del nombre de Asfalto. Así pues, José Luis Jiménez (bajo y voz) y Lele Laina (guitarra y voz) se embarcan en la creación de Topo junto a Terry Barrios (Batería y voz) y Víctor Ruiz (Teclados). Rápidamente graban su primer plástico, de titulo homónimo, el cual, comparado con la obra seminal del que fuese su primer grupo, se muestra como una gloriosa evolución lógica. La inclusión del teclado de Ruiz hace que las nuevas composiciones adquieran músculo y fluyan densas, muy acordes con el rock progresivo de la época. Dicho álbum, producido brillantemente por Teddy Bautista en los estudios Kirios, incluye composiciones ilustres como "Vallekas 1996" o "Mis amigos dónde estarán". Es un disco difícil y a la vez naif. Difícil porque es progresivo, enrevesado y complejo, y naif por unas letras directas, cargadas de una marcada y sencilla pátina social, pero también con enjundia. Ecos de Traffic, Mott the Hoople (de Brain Capers) o Humble Pie resuenan en cada surco, aunque siempre primando su marcada personalidad. Abre el disco "Autorretrato", trepidante gema de riff con olor a clásico, un teclado llenándolo todo que parece robado directamente de Vanilla Fugde y un interludio acústico que muestra a unos compositores tan seguros como ambiciosos; le sigue "Abélica", otra joya progresiva con un nuevo juego de voces inmenso, y, cerrando la cara A, "La catedral", cuya lírica parece extraída de un guión de Moebius y que musicalmente es como si Pink Floyd estuviesen tocando un descarte del primer disco de King Crimson, esta vez bajo la voz principal de Terry Barrios, secundado por unos Jiménez y Laina poseídos por Crosby, Stills y Nash. Y si la cara A era asombrosa, la cara B es ya para llorar de placer; "Mis amigos dónde estarán" es uno de esos himnos sencillos y emotivos por los que no pasa el tiempo, y "Qué es esta vida" siempre me ha parecido el "Because" beatleliano patrio. "El periódico" es una composición tan sencilla como emotiva, antesala perfecta para que cierre el disco de nuevo un pletórico Terry Barrios a la voz principal con "Vallekas 1996" (o cómo incitar a la lectura de Orwell y Bradbury desde una canción). No sólo eran unos músicos arriesgados y virtuosos, sino que posiblemente hayan sido uno de los poquísimos grupos que en este país han cuidado las voces y las armonías vocales de una manera tan exquisita. Terry, José Luis y Lele se compenetraban de manera emocionante, y las armonías que se sacaban de la manga son de lo mejor que nunca nadie se ha dignado a reivindicar en este país. 

Lele Laina y José Luis Jiménez - Foto. Luis Sevillano

Un disco como ese hoy debería estar reseñado como la maravilla que es dentro de cualquier historia decente del rock español, y no como un Wally que nadie sabe dónde está, ninguneado por modernos y gafapastas cuyas carnes se abren ante productos contemporáneos de dicho disco que son presentadas como epítomes de lo más de lo más. Sin embargo Topo sufrió lo que sufrieron las otras bandas de su compañía, Chapa, que, lejos de apoyar incondicionalmente la música de su escudería, mostró con el tiempo que sólo buscaba formas de enriquecerse rápida y fácilmente, maltratado sin ningún problema cantera y catálogo, dando al traste con bandas mientras su propia ineptitud interna provocaba situaciones kafkianas tales como la grabación de discos claves que no eran mínimamente apoyados (como el de Mezquita, Mermelada o Cucharada) o cambios de imagen tan descorazonadoras como el que hicieron los propios Topo para su segundo disco. No hay que olvidar que esto es España y Topo se topó (perdón) con la Movida, entrando inmediatamente a formar parte de ese saco donde han acabado todos los grupos que, parafraseando a Tierno Galván, no estuvieron al loro, no se colocaron, se movieron y no salieron en la foto. No hablo de teorías conspiratorias, sino simple y llanamente de cutrerío patrio; aquí la música era considerada (y es) como un simple negocio de guapos y guapas manejables y no como una forma de arte comercializable, pero arte al fin y al cabo.

Con estas premisas, en 1980, Chapa les "anima" a realizar un disco "nuevaolero", al estilo de lo que funcionaba en Gran Bretaña, con un sonido próximo a The Police. Para estos cuatro proles curtidos durante años en el local de ensayo y en bolos infames, el caramelo no les pareció mal, pero, hablando mal y pronto, se la metieron doblada. Este intento de reformularlos, concretado en un disco llamado "Pret a portet", fracasa estrepitosamente y hace que Topo abandone la discográfica. Produce de nuevo Teddy Bautista, pero pocos rastros hay de la obra anterior. Visto en perspectiva no es un mal disco, tiene sus momentos, pero no era apropiado para un grupo como Topo. De hecho no parecían el mismo grupo. Una cosa es evolución y otra el triple salto mortal sin red estilístico que hicieron. De todos modos, hay que insistir en que no es un mal álbum (si lo hubiera firmado un grupo novel). Sobre él reposa la losa de ser un disco indigno, pero tras esa pátina sonora tan típica de la época, se esconden un puñado de composiciones que, con otra producción más orgánica y natural, hubieran hecho un trabajo menos sonrojante. A pesar de tener que echarle imaginación para ver que los huesos de esas canciones eran buenos, se mantienen muy a la luz la destreza instrumental y los arreglos vocales con enjundia. Perlas como “Inesperadamente”, la versión de Sam Cooke “Bring it on home to me” bautizada como “Trae a casa tu amor”, o “Te siento cerca”, siguen brillando debajo del lodo y la purpurina (aunque otras como “Extraterrestre” le hagan a uno llorar de espanto).

Para resarcirse grabaron su tercer disco intentando que las injerencias de la compañía fuesen las menos posibles. Con "Marea negra" pusieron las cosas en su sitio, volviendo a su sonido, sus riffs, sus juegos vocales y su teclado musculoso. Un disco magnífico grabado en Madrid y mezclado en Ámsterdam que con el tiempo se ha convertido en su obra más representativa. Fichan por Sony y produce Carlos Narea con la ayuda de Miguel Ríos. Terry Barrios catalizó las inquietudes del grupo y puso las cosas en orden (aparte de ser un batería contundente y preciso, tenía un sonido y una pegada muy característica, y en grabaciones posteriores se le echó en falta, lo cual es mucho decir a la hora de hablar de un batería). “Cantante urbano” abre el disco de una manera poderosa, abriendo el listado de nuevos clásicos de la banda, soberbia, auto afirmante y que expone la tónica de lo que vendrá, la de unos músicos en estado de gracia que confían en unas canciones de nuevo primorosas pero, esta vez sí, grabadas y producidas como desean. Desaparecen los restos progresivos más evidentes por mor de un rock más directo. “Guerra fría” mantiene el pulso sustentada por el piano de Víctor Ruiz, que encuentra más espacio para reclamar su importancia capital dejando que un pantagruélico Terry Barrios se haga con ella y la saque a flote y le de brillo. Sigue “El Blues del Dandy”, poderosa sátira deudora de unos Humble Pie incisivos y socarrones. “Marea negra” es un himno preclaro y trepidante donde todos brillan y a la vez les muestra compenetradísimos. Justo después Lele Laina imprime su raigambre beatle con la harrisoniana “Colores”, emocionante descripción sentimental de un trotamundos apátrida. La cara B se abre con “Los chicos están mal”, una nueva muesca en su lista de clásicos, y si cito todas las canciones del álbum es para reivindicar una obra que debería haber tenido mejor suerte en el imaginario colectivo rockero patrio. Jiménez de nuevo apabulla con su bajo, dirigiendo a un grupo que se gusta y disfruta. “Después del concierto” y “El apagón” se siguen con un José Luís Jiménez cantando pletórico y dibujando unas líneas de bajo imaginativas y contundentes que culminan en la última de las gemas del álbum, “Ciudadano universal”, cantada por Terry, la cual muestra sus restos progresivos en una composición acertada y adaptada al momento que viven.

PARTE 2.
A pesar de tener la certeza de haber firmado un magnífico disco y de gozar de la tutela de un Miguel Ríos que les lleva de teloneros, la compañía no hace nada por ubicarlos y sacarlos de ese cajón desastre del llamado rock urbano donde les es imposible romper los límites que su propio nombre impone (en radiodifusión y trasvase periodístico); la moral del grupo está en su peor momento y, a finales del 84, Terry, Lele y Víctor deciden tirar la toalla y abandonan, cansados de la compañía y con la sensación de que la mala suerte que siempre les ha acompañado nos les dará tregua por más que se esfuercen. Se queda solo José Luís Jiménez, que sobrevive alquilando su equipo de sonido y buscando nuevos músicos. Decide mantener el nombre y ficha a Luis Cruz (Guitarra), Kacho Casal (Batería) y Pablo Salinas (Guitarra, teclados). Esa formación grabará en 1986 "Ciudad de Músicos", editado a través del sello SNIF, compañía auto gestionada por los propios músicos donde también editan los igualmente tenaces Asfalto en su nueva reencarnación junto a Miguel Oñate. “Ciudad de músicos” es totalmente un producto de la época, delicioso y culposo a la vez. Muy influido por el rock metalizado de guitarristas corre mástiles gracias al ímpetu y talento de Cruz y Casal (hoy en Burning), el bajo y voz de Jiménez pivota sabiamente e intenta atar en corto a sus nuevos compañeros con unas composiciones que, tras los arreglos “hard-metálicos”, se vuelven a mostrar clásicas y preciosistas. A pesar del satisfactorio trabajo, éste vuelve a pasar totalmente desapercibido, lo cual, añadido a que José Luís Jiménez busca sonoridades más clásicas, precipita el fin del primer acto de Topo.
Como telón del mismo, en 1988 aparece "Mis amigos están vivos". Doble LP en directo editado por la  tenaz voluntad de José Luís Jiménez. Vista hoy en día es la muestra más evidente de la historia de Topo, es decir, un lujo perdido en el olvido de los medios (nunca se ha editado en CD, y sólo se encuentra ripeado en algunos blogs). Un disco doble en directo que tenía que haber puesto las cosas en su sitio, un disco que en cualquier otro lugar sería una pieza indiscutible pero que aquí se quedó en nada (salvo en el testamento del grupo hasta su vuelta en el 2000). El concierto se graba el 30 de octubre de 1987 en la sala Canciller, y en él Jiménez reúne a todos los músicos que habían pasado por la banda más numerosos invitados ligados a la historia de la misma. Sonaron todos sus “himnos”, plasmando el momento actual de Topo en ese momento y su historia. Quizá el baile de invitados diluya el resultado, pero es el mejor testamento posible (aunque no ratificado por su vuelta doce años después) de una banda que hubiera merecido mejor trato y proyección.

TOPO. Foto. Adán Cabello
A partir de ahí comienza un periodo caótico y silencioso. Reuniones de Asfalto, primero con Terry Barrios a la batería (“Sólo por dinero”, 1990, irregular trabajo, quizá demasiado autocomplaciente pero aún así con una joya como “Lo que el viento no se llevó”), cuyo concierto homenaje tras su fallecimiento provoca la reunión de los cuatro miembros originales de Asfalto, dando como resultado un más que reseñable álbum, “El planeta de los locos” (1994). Proyectos alimenticios y grupos de versiones (Rockorquesta, Black Dog) hacen que finalmente pase una década donde Topo desaparece completamente y se le da por finiquitado. Sin embargo, la aparición en el año 2000 de "La jaula del silencio" en el sello Pies, les vuelve a poner en marcha. Continúan Lele Laina y José Luís, no así Víctor Ruiz; lo sustituye Sergio Cisneros y en la batería se sienta Roger Castro. A pesar de ser un gran disco, pasó totalmente desapercibido (más incluso que obras anteriores). Lejos de ser un álbum anecdótico, “La jaula del silencio” se presenta orgulloso y lleno de canciones notables. Composiciones como “La vida” (emocionante), “Cruce de caminos” (brutal), “El bar”(emotiva) o “Soy una montaña” (preciosa), por citar sólo unas pocas, les muestran inspiradísimos y tan seguros como siempre. De nuevo el profundo bagaje de la pareja compositora y las raíces de las que siempre se han nutrido salen a la luz. Una brillante relectura de “I´m tired” de Savoy Brown pone la guinda a un loable trabajo de cuya existencia lamentablemente nadie se enteró.

Foto. Chema Pérez
De nuevo otro parón habida cuenta del silencio (profético título para un trabajo cuyos logros resultan inversamente proporcionales a su eco en los medios), los deja en barbecho, de vuelta a sus cuarteles de invierno, hastiados y con la sensación de estar perpetuamente comenzando y no siendo capaces de trascender el saco donde se les ha metido. Lele Laina entra a formar parte de una reencarnación de Los Brincos mientras no dejan de ensayar y componer,  hasta que el productor Ángel Romero les propone recuperar parte de su cancionero (de Topo y Asfalto) en formato acústico, publicando “Canciones básicas” en 2004 bajo sus propios nombres en formato trío (con Miguel Bullido a la batería) en una compañía integrada en el todopoderoso Grupo Prisa llamada El Diablo. El disco se vende bien (al menos para lo que están acostumbrados sus autores) pero no piensa así su compañía, que les da carta de libertad. Compaginan trabajos y bandas con esporádicas actuaciones (de gran nivel) hasta que casualmente se les une Luis Cruz en un ensayo y deciden recuperar Topo discográficamente, aunque para ello abandonen el teclado por una formación con dos guitarras (primando más la sintonía personal y musical que su original alineación). De todo ello surge “Prohibido mirar atrás” (2010), publicado por The Fish Factory, compañía que les da estabilidad y apoyo incondicional. Una más que asumida madurez compositiva da luz a unas canciones con su sello característico, las cuales, al carecer del personal sonido orgánico del teclado, les empareja más a la primigenia formación y espíritu de Asfalto. Una producción cristalina y cuidada de la mano de Jiménez y Laina es un aspecto también destacable de un álbum donde el continuismo de su guadianesca carrera se convierte una vez más en una orgullosa recopilación de canciones que van de lo auto afirmativo (“Cambios” o la que da título al disco) a lo amoroso (una joya como “Empezar”, que muestra que se pueden contar aún cosas sobre tan recurrente tema desde una visión propia y acorde con su evolución vital). También están presentes las típicas canciones suyas donde se narran historias cotidianas (“La guitarra del inglés”) y emociones tan mundanas como empáticas (la preciosa “Santo Grial”). En perspectiva resulta obvio que no es un trabajo redondo completamente, situándose un paso por detrás del reivindicable “La jaula del silencio”. Es como si la nueva formación se encontrara dubitativa en su conjunción, mostrándoles menos sutiles en algunos pasajes ante la ausencia del teclado, aunque bien es cierto que la producción es magnífica y los arreglos de las guitarras les hacen sonar primorosos pero no del todo ensamblados. Esto se constatará en directo, donde poco a poco se ve que Laina y Cruz cada vez están más seguros, doblándose con gusto (evocan muchísimas veces el espíritu de Thin Lizzy, sobre todo en la citada “Empezar”) tanto en los nuevos arreglos de su cancionero clásico como en las nuevas composiciones que pasan a formar parte del mismo. Aprovechan la presentación madrileña para grabar dicho concierto, el 14 de enero de 2011, y publicar un nuevo doble en directo. Vuelven a aparecer invitados ligados a su historia (destacando sobre todos ellos un Kacho Casal pletórico en “Todos a Bordo”). Editan “Cierta noche en Madrid” en doble cd y doble dvd. Mezcla y edita el audio el propio Lele Laina, aunque si bien eso siempre ha sido una garantía para el grupo, esta vez palidece en ciertos momentos, quizá por la ausencia total de overdubs y enmascaramientos posteriores, sonando a veces muy crudo y mate. Lo que se oye (y ve) es lo que son, para lo bueno y lo malo. El problema aparece en los extras, donde José Luís y Lele cuentan durante una hora lo que ha sido su historia musical y la de Topo. Siendo ésta como es una historia no sólo atractiva y disfrutable sino, sobre todo, paradigmática y fundamental, se echa en falta un trabajo de edición visual que dote de brillo al peso histórico que ambos tienen. Ese síndrome de haber empezado una y mil veces desde cero a base de perseverancia y lucidez quizá les hace descuidar esa ansiada entrevista. De todos modos, pecata minuta de cara a los fieles seguidores que durante años esperaban algo así.




Viendo que la nueva formación da y puede dar buenos resultados, esta vez no dejan que Topo languidezca como otras veces, y ante el abandono de Miguel Bullido, se hacen con un batería tan respetado como José Martos. En 2014 entran a grabar su noveno disco, perfectamente a gusto en su formación de dos guitarras, bajo y batería. En febrero de 2015 aparece “El ritmo de la calle”, flamante nuevo capítulo de una historia que se ha visto obligada a comenzar tantas veces ante la desidia de medios que sería una pena que terminara ahora. Como si el círculo se hubiese cerrado para Lele y José Luís dentro de ese uróboros particular en el que parecen estar inmersos, “El ritmo de la calle” constata la rabia por demostrar que su historia sigue vigente y también por evidenciar la importancia que tuvieron. De nuevo ofrecen un trabajo redondo, quizá uno de los mejores de su carrera. La tónica lírica es ya un marchamo personal: denuncia, historias, emociones, sentimientos. No sorprenden pero siguen siendo letras certeras y arrobadas. Musicalmente tampoco esperan sobresaltar a ninguno pero es tan alto el nivel que poco importa. Puede sonar a lugar común, pero reseñar un tema en detrimento de otro se torna difícil habida cuenta del nivel ofrecido. De igual modo, resulta sorprendente escuchar este disco a la luz de lo que ha sido su carrera. Desde la inicial y afilada “El ritmo de la calle” al rabioso final de tremebundo riff con “Policías y ladrones”, se reúnen 14 canciones que rallan lo notable, cuando no lo sobresaliente en algunos casos. El sonido de dos guitarras les hace incluso regresar al espíritu de aquel lejano y germinal primer disco de Asfalto (sobre todo en las preciosas “La dama y el juglar” y “La cosecha”, las cuales desprenden psicodelia beat por todos lados). Suenan contundentes gracias a la labor de José Martos tras la batería, el cual parece haberle inyectado un plus de energía a la ya trasmitida por la incorporación de Luís Cruz, pero también gracias a una sabiduría compositiva que, ayudada por unos arreglos distinguidos, elevan las canciones. Ejemplos como “Blues de cristal”, donde parecen darse cita unos Whishbone Ash secundados por Warren Haynes y sir Paul McCartney, o “El guitarrista de Hamelín”, que trae a la memoria un supervitaminado “(I´m not your) Steppin´Stone” de The Monkees, dan buena prueba de que la pareja compositiva Laina/Jiménez merece un respeto cuando no un altar. ¿Suena exagerado? Va a ser que no. La producción vuelve a recaer sobre la pareja fundadora, endureciendo el sonido donde es necesario y dejando respirar a las canciones cuando hace falta, en un resultado final meritorio y valiente, el cual debería romper no ya sólo el corsé público que les ignora sino las estúpidas etiquetas que hacen que no haya otros focos siguiendo sus pasos (Azkenza, Cazorla, Ruta66 o Efe Eme, por ejemplo). Sea o no el capítulo final de una historia tan heroica como reivindicable, habrá merecido la pena si finaliza así. Conociendo el camino que han recorrido y cómo lo han hecho, me temo que, afortunadamente, no lo será. 








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