Iba a decir que me llamó la atención la portada del libro, pero no fue la portada lo primero que vi, sino el lomo.
UNO:
Empezaré por otro lado.
Una vez a la semana me escapo por la tarde a la biblioteca, a escribir algo de la novela que estoy escribiendo, o al menos a intentarlo; y digo intentarlo porque me cuesta encontrar el estado mental necesario para meterme en la historia y no traicionarla. Me siento en el extremo de una de las mesas largas, al lado de la pared. Enchufo el ordenador, me pongo los cascos y dejo que la música de Magma me ayude a retomar el hilo de la historia que desde hace más de un año intento abordar y desarrollar. Dispongo de tres horas, por lo que intento aprovechar al máximo, cosa que no siempre consigo. La historia de la novela es lo suficientemente frágil (desarrollada en tres tramas paralelas) como para que no logre más un que par de frases decentes que salvar, lo cual puede resultar bastante frustrante, pero es lo que hay. Estoy animado, "la muñeca rusa" ha sido comprada por la editorial Baile del Sol y, tras corregirla y añadir un capítulo nuevo, concretar la trama, limpiar incongruencias y centrar a los personajes, saldrá a mediados de este año en una editorial que admiro por muchas cosas, y no precisamente por atreverse a publicarme. A veces, si la música del grupo de Christian Vander no ayuda, lo intento con algo más liviano, me levanto, cojo libros de las estanterías y leo cosas al azar, buscando la chispa que haga que encuentre la frase que necesito y así pueda volver a mi sitio a escribir. Si no, me conformo con corregir lo hecho, que no es poco (182 páginas definitivas más 103 más de notas). A veces saco más provecho a corregir lo ya hecho, lo cual ayuda a que pueda volver a casa medianamente contento, aunque deseando poder pasar horas y horas y horas sentado, escribiendo y dando fin a esta novela que temo me llevará al menos otro año más, mínimo. ¿Aún me merece la pena, me pregunto a veces? Salté la barrera de los cuarenta y sigo empeñado en dar cuenta de una historia que me haga sentir digno de mí mismo.
Sin embargo, un día que sí que estaba trabajando, me tomé un descanso y fui al baño a lavarme la cara, despejarme y estirar las piernas (maldita variz). A la vuelta me paré en la estantería de la selección que las bibliotecarias hacen para no tener a los usuarios habituales perdiendo el tiempo en pasillos más largos y con más libros. Vi algunas cosas que me interesaron, hasta que reparé en un lomo en que pude leer "Agota Kristof. Claus y Lucas. El Aleph ediciones. 258".
Recordaba ese libro de haberlo tenido en mi librería, de leer reseñas de él, de ojearlo brevemente pero poco más. En su momento quise leerlo, pero ante el aluvión de trabajo y novedades editoriales, lo perdí; no sé si lo vendí o lo devolví. El caso es que aquella tarde lo cogí prestado, junto con "Limonov" de Carrère (del cual quiero releer ciertas páginas) y "La sinagoga vacía" de Gabriel Albiac, aún sabiendo que, si leía alguno completo, sería sólo el de Kristof. Pero me gusta sacar a pasear libros de la biblioteca. Luego en casa los pongo en el escritorio, junto a las tres torres de libros pendientes que rodean el portátil, y los miro, como si esperase que hicieran algo, echar a andar o desaparecer.
DOS.
La sensación de desahogo y de pérdida cuando un libro te agarra del estómago y no te suelta.
"Claus y Lucas" está formado por tres novelas breves, "El gran cuaderno" (1987), publicada cuando Agota contaba con 51 años, "La prueba" (1988) y "La tercera mentira" (1991). Agota Kristof nació en Hungría en 1935 y el 1956 abandonó su país clandestinamente junto a su marido y su hija recién nacida. Se refugiaron en Neuchatel, en la Suiza francófona, donde ella comenzó a trabajar en una fábrica de relojes. Publicó, como dije antes, "El gran cuaderno", en 1987; si no hubiese publicado nada más tampoco hubiera cambiado nada, pues "El gran cuaderno" es, por sí mismo, un libro absolutamente maravilloso, brutal hasta el dolor, seco, doloroso, embriagador, sin duda uno de los mejores libros, y de más profunda huella, que he leído nunca. Y no me estoy dejando llevar por el entusiasmo, hace semanas que lo acabé. Estuve tentado a no continuar, a no leer las otras dos novelas breves, a no querer saber más de la historia de Claus y Lucas, pero la afilada pesadumbre que me había dejado la lectura de "El gran cuaderno", hizo que siguiese pasando hojas, sumergiéndome en la lectura de "La prueba".
Debería hacer un inciso y hablar de la historia. Claus y Lucas son dos hermanos gemelos que, en plena segunda guerra mundial, son llevados por su madre a vivir con su abuela, una reseca y bestial mujer que les odia, en una pequeña ciudad fronteriza porque ya no están seguros con su madre. Desde ese momento, ambos hermanos comienzan a sufrir una transformación, habida cuenta de las cosas que les suceden tanto con su abuela como en esa pequeña ciudad. Cada vez son más literales, más brutales, más objetivos, más aparentemente insensibles; la guerra siempre está presente, las carencias, el hambre, el trabajo necesario para sobrevivir, la lucha por esa vida que cada vez es menos humana... El estilo de Agota es inmenso, el despojamiento de toda floritura es deslumbrante, la profundidad de su narrativa es imponente, los capítulos (breves, como deben ser) se suceden sin descanso azotando al lector. Wittgensteniano sería un adjetivo acorde con su escritura. Concisa, breve, objetiva, potente, deslumbrante. Sólo esa novela breve, independientemente de las otras dos que le siguen, vale por si misma el calificativo de obra maestra.
Por eso tenía miedo de seguir leyendo, de comenzar "La prueba" y ver si Kristof había podido mantener el sobresaliente nivel. Afortunadamente, seguí, y si bien la prosa cambia, el estilo es distinto, el nivel no decae lo más mínimo. De hecho, anoche, mientras leía la historia de Lucas, de Mathias, de Clara, de Peter, en ese país, Hungría seguramente, pero también Rumanía, Checoslovaquia, Polonia, es decir, todos los países que quedaron bajo el influjo soviético tras la segunda Guerra mundial, sufrí lo que hacía años que no me sucedía, y es que comencé a llorar, sentí como un dolor dentro por lo que acababa de leer y no podía dejar de leer que comencé a llorar como hacía tiempo, empatizando de tal manera con la historia de Mathias y Lucas, de Clara y Lucas, de Peter y Lucas, que sentí una pena casi catártica, pero pena al fin y al cabo. Hay libros que te dan la vuelta de tal modo que sabes que nunca, y digo nunca, podrás olvidar. Este es uno de ellos.
Ahora me enfrento de nuevo a la duda de, una vez terminada "La prueba", seguir y adentrarme en "La tercera mentira". Sé que no tardaré en comenzar, pero reconozco que la duda me corroe. ¿Qué más puede pasar? ¿Qué más puede haber escrito Agota Kristof tras esas dos obras maestras, dolorosas y hermosas hasta la verdad? Leo en la contraportada que con "La tercera mentira" ganó el Prix du Livre Inter en 1992. Me cuesta creer que sea mejor que las dos novelas anteriores, aunque, quién sabe. Yo, de momento, sigo descolocado totalmente, como hacía tiempo que no estaba. "Stoner" de John Williams ya me causó hace meses una sensación similar, y como ya me había pasado hacía relativamente poco tiempo, no esperaba que fuese a pasarme de nuevo, pero así ha sido, y no puedo evitar escribirlo aquí... Temo encontrarme en "La tercera mentira" la constatación de que no hay esperanza, sin ni tan siquiera la redención de la belleza.
TOPO,
una historia al ritmo de la calle. Honestidad y tozudez en el país de los
tuertos.
Por
Juan Miguel Contreras
PARTE
1.
Topo
es una de las grandes formaciones de la historia del Rock Español. Hay cosas
que cuanto antes se digan, mejor. También han sido uno de los grupos más
ninguneados y con más mala suerte del negocio, algo que ha sido moneda común de
la inmensa mayoría de las bandas de este país, pero Topo pertenece además al
reducido grupo de los perseverantes, los tozudos y los seguros de sus capacidades…
Como Burning, como Sex Museum, como… (sigan ustedes mismos). El problema con
Topo es cómo se les considera cuando se les tiene en cuenta y en que categoría
se les ubica.
Surgieron
en 1978 como una escisión de Asfalto y durante un breve periodo de tiempo
volaron muy alto, aunque nadie pareció darse cuenta. Topo es un gran grupo, con
diferentes etapas, con altibajos, con éxitos y fracasos, con muchas de las
miserias y con muchas más glorias (en forma de canciones) de eso del rock, pero
sin duda es una banda merecedora de ser considerada de primer nivel y, por qué
no decirlo, histórica. Sin embargo, si hay algo con lo que cargan sobre sus
espaldas José Luís Jiménez y Lele Laina a la hora de observar su biografía
musical son prejuicios. Se les englobó bajo esa indeterminada y maliciosa
etiqueta del Rock Urbano, vaya uno a saber qué sea eso, e incluso ellos mismos
en más de una canción han usado el adjetivo con convicción, pero también es
cierto que, a la hora de acercarse a su trabajo, quizá esa denominación haya
sido más una losa que una aclaración. Y si no tenían suficiente con la viciada
forma de hacer las cosas del que fue su primer sello, Chapa Discos (un sello
prototípico de la visión carpetovetónica del negocio del rock en este país, con
más sombras que luces), se “apropió” de ellos todo un “capo” como Vicente
Romero (ejemplo de integridad más entendida como cabezonería que como defensora
de ciertos principios).
Básicamente
Topo son José Luís Jiménez (1948) y Lele Laina (1952), aunque haya habido
momentos en los que la nave la ha dirigido solamente Jiménez y por mucho que la
llamada “formación clásica” sean ellos dos más los desaparecidos Terry Barrios (1952-1992) y Víctor Ruíz (1952-2005). Como se ha
apuntado antes, Topo surgió en 1978 como una escisión de la mítica formación
Asfalto, los cuales, en ese mismo año, habían publicado su disco debut tras un
reseñable número de años pateándose escenarios y siendo grupo de apoyo de
muchos otros como Vainica Doble, una obra con la que nadie del grupo quedó
satisfecho y que Chapa ninguneo hasta que la canción “Capitán Trueno” comenzó a sonar en la radio. Para cuando esto
último sucedió, Asfalto ya había roto peras; por un lado estaban los citados
Jiménez y Laina y por otro Enrique Cajide (batería) y Julio Castejón (guitarra
y voz). Ese primer disco de Asfalto, a pesar de la insatisfacción que provocó a
sus autores, sigue siendo una obra más que disfrutable, conteniendo un conjunto
de canciones sumamente memorables, tanto en composición como en ejecución. En
él se conjugan como pocas veces en este país luminosas influencias
beatlelianas, psicodelia, rock progresivo de altura y una lírica tan naif como
preclara (en la, quizá, ficticia e ingenua distinción entre compositores con carga
política o no, el caso de Laina y Jiménez aparece como totalmente banal, pues
en su ADN siempre ha estado impreso cantar sobre y para la gente de dónde
vienen). Entre toda esa mixtura, sobresalen ciertos aspectos que seguirán
siendo señas de identidad posteriormente en Topo: una conjunción y arreglos
vocales muy a tener en cuenta, y por los que nunca han sido suficientemente
reconocidos, una destreza instrumental notabilísima y unas ambiciones
compositivas tan clásicas como valiosas.
Presiones
de la compañía hacen que Cajide y Castejón continúen bajo la nomenclatura
original a pesar de tener nuevo nombre y nuevos compañeros. Por su lado, Jiménez
y Laina, intérpretes vocales principales de las canciones más recordadas de
dicho LP, deciden formar otro grupo y permiten el uso por parte de aquellos del
nombre de Asfalto. Así pues, José
Luis Jiménez (bajo y voz) y Lele Laina (guitarra y voz) se embarcan en la creación de Topo
junto a Terry Barrios(Batería
y voz) y Víctor Ruiz (Teclados).
Rápidamente graban su primer plástico, de titulo homónimo, el cual, comparado
con la obra seminal del que fuese su primer grupo, se muestra como una gloriosa
evolución lógica. La inclusión del teclado de Ruiz hace que las nuevas
composiciones adquieran músculo y fluyan densas, muy acordes con el rock
progresivo de la época. Dicho álbum, producido brillantemente por Teddy
Bautista en los estudios Kirios, incluye composiciones ilustres como "Vallekas
1996" o "Mis amigos dónde estarán". Es un disco
difícil y a la vez naif. Difícil porque es progresivo, enrevesado y complejo, y
naif por unas letras directas, cargadas de una marcada y sencilla pátina
social, pero también con enjundia. Ecos de Traffic, Mott the Hoople (de Brain
Capers) o Humble Pie resuenan en cada surco, aunque siempre primando su marcada
personalidad. Abre el disco "Autorretrato", trepidante gema de
riff con olor a clásico, un teclado llenándolo todo que parece robado
directamente de Vanilla Fugde y un interludio acústico que muestra a unos
compositores tan seguros como ambiciosos; le sigue "Abélica", otra
joya progresiva con un nuevo juego de voces inmenso, y, cerrando la cara A,
"La catedral", cuya lírica parece extraída de un guión de
Moebius y que musicalmente es como si Pink Floyd estuviesen tocando un descarte
del primer disco de King Crimson, esta vez bajo la voz principal de Terry
Barrios, secundado por unos Jiménez y Laina poseídos por Crosby, Stills y Nash.
Y si la cara A era asombrosa, la cara B es ya para llorar de placer; "Mis
amigos dónde estarán" es uno de esos himnos sencillos y emotivos por los
que no pasa el tiempo, y "Qué es esta vida" siempre me ha
parecido el "Because" beatleliano patrio. "El periódico"
es una composición tan sencilla como emotiva, antesala perfecta para que cierre
el disco de nuevo un pletórico Terry Barrios a la voz principal con "Vallekas
1996" (o cómo incitar a la lectura de Orwell y Bradbury desde una
canción). No sólo eran unos músicos arriesgados y virtuosos, sino que
posiblemente hayan sido uno de los poquísimos grupos que en este país han
cuidado las voces y las armonías vocales de una manera tan exquisita. Terry,
José Luis y Lele se compenetraban de manera emocionante, y las armonías que se
sacaban de la manga son de lo mejor que nunca nadie se ha dignado a reivindicar
en este país.
Lele Laina y José Luis Jiménez - Foto. Luis Sevillano
Un
disco como ese hoy debería estar reseñado como la maravilla que es dentro de
cualquier historia decente del rock español, y no como un Wally que nadie sabe
dónde está, ninguneado por modernos y gafapastas cuyas carnes se abren ante productos
contemporáneos de dicho disco que son presentadas como epítomes de lo más de lo
más. Sin embargo Topo sufrió lo que sufrieron las otras bandas de su
compañía, Chapa, que, lejos de apoyar incondicionalmente la música
de su escudería, mostró con el tiempo que sólo buscaba formas de enriquecerse
rápida y fácilmente, maltratado sin ningún problema cantera y catálogo, dando
al traste con bandas mientras su propia ineptitud interna provocaba situaciones
kafkianas tales como la grabación de discos claves que no eran mínimamente
apoyados (como el de Mezquita, Mermelada o Cucharada) o cambios de imagen tan
descorazonadoras como el que hicieron los propios Topo para su segundo disco. No
hay que olvidar que esto es España y Topo se topó (perdón) con la Movida,
entrando inmediatamente a formar parte de ese saco donde han acabado todos los
grupos que, parafraseando a Tierno Galván, no estuvieron al loro, no se
colocaron, se movieron y no salieron en la foto. No hablo de teorías conspiratorias,
sino simple y llanamente de cutrerío patrio; aquí la música era considerada (y
es) como un simple negocio de guapos y guapas manejables y no como una
forma de arte comercializable, pero arte al fin y al cabo.
Con
estas premisas, en 1980, Chapa les "anima" a realizar un disco
"nuevaolero", al estilo de lo que funcionaba en Gran Bretaña, con un
sonido próximo a The Police. Para estos cuatro proles curtidos durante años en
el local de ensayo y en bolos infames, el caramelo no les pareció mal, pero,
hablando mal y pronto, se la metieron doblada. Este intento de reformularlos,
concretado en un disco llamado "Pret a portet", fracasa
estrepitosamente y hace que Topo abandone la discográfica. Produce de nuevo
Teddy Bautista, pero pocos rastros hay de la obra anterior. Visto en
perspectiva no es un mal disco, tiene sus momentos, pero no era apropiado para
un grupo como Topo. De hecho no parecían el mismo grupo. Una cosa es evolución
y otra el triple salto mortal sin red estilístico que hicieron. De todos modos,
hay que insistir en que no es un mal álbum (si lo hubiera firmado un grupo
novel). Sobre él reposa la losa de ser un disco indigno, pero tras esa pátina
sonora tan típica de la época, se esconden un puñado de composiciones que, con otra
producción más orgánica y natural, hubieran hecho un trabajo menos sonrojante.
A pesar de tener que echarle imaginación para ver que los huesos de esas
canciones eran buenos, se mantienen muy a la luz la destreza instrumental y los
arreglos vocales con enjundia. Perlas como “Inesperadamente”,
la versión de Sam Cooke “Bring it on home
to me” bautizada como “Trae a casa tu
amor”, o “Te siento cerca”,
siguen brillando debajo del lodo y la purpurina (aunque otras como “Extraterrestre” le hagan a uno llorar de
espanto).
Para
resarcirse grabaron su tercer disco intentando que las injerencias de la
compañía fuesen las menos posibles. Con "Marea negra" pusieron las cosas en su sitio, volviendo a su
sonido, sus riffs, sus juegos vocales y su teclado musculoso. Un disco
magnífico grabado en Madrid y mezclado en Ámsterdam que con el tiempo se ha
convertido en su obra más representativa. Fichan por Sony y produce Carlos Narea con la ayuda de Miguel Ríos. Terry
Barrios catalizó las inquietudes del grupo y puso las cosas en orden (aparte de
ser un batería contundente y preciso, tenía un sonido y una pegada muy
característica, y en grabaciones posteriores se le echó en falta, lo cual es
mucho decir a la hora de hablar de un batería). “Cantante urbano” abre el disco de una manera poderosa, abriendo el
listado de nuevos clásicos de la banda, soberbia, auto afirmante y que expone
la tónica de lo que vendrá, la de unos músicos en estado de gracia que confían
en unas canciones de nuevo primorosas pero, esta vez sí, grabadas y producidas
como desean. Desaparecen los restos progresivos más evidentes por mor de un
rock más directo. “Guerra fría”
mantiene el pulso sustentada por el piano de Víctor Ruiz, que encuentra más
espacio para reclamar su importancia capital dejando que un pantagruélico Terry
Barrios se haga con ella y la saque a flote y le de brillo. Sigue “El Blues del Dandy”, poderosa sátira
deudora de unos Humble Pie incisivos y socarrones. “Marea negra” es un himno preclaro y trepidante donde todos brillan
y a la vez les muestra compenetradísimos. Justo después Lele Laina imprime su
raigambre beatle con la harrisoniana “Colores”,
emocionante descripción sentimental de un trotamundos apátrida. La cara B se
abre con “Los chicos están mal”, una
nueva muesca en su lista de clásicos, y si cito todas las canciones del álbum
es para reivindicar una obra que debería haber tenido mejor suerte en el
imaginario colectivo rockero patrio. Jiménez de nuevo apabulla con su bajo,
dirigiendo a un grupo que se gusta y disfruta. “Después del concierto” y “El apagón”
se siguen con un José Luís Jiménez cantando pletórico y dibujando unas líneas
de bajo imaginativas y contundentes que culminan en la última de las gemas del álbum,
“Ciudadano universal”, cantada por
Terry, la cual muestra sus restos progresivos en una composición acertada y
adaptada al momento que viven.
PARTE
2.
A
pesar de tener la certeza de haber firmado un magnífico disco y de gozar de la
tutela de un Miguel Ríos que les lleva de teloneros, la compañía no hace nada
por ubicarlos y sacarlos de ese cajón desastre del llamado rock urbano donde
les es imposible romper los límites que su propio nombre impone (en
radiodifusión y trasvase periodístico); la moral del grupo está en su peor momento
y, a finales del 84, Terry, Lele y Víctor deciden tirar la toalla y abandonan,
cansados de la compañía y con la sensación de que la mala suerte que siempre
les ha acompañado nos les dará tregua por más que se esfuercen. Se queda solo
José Luís Jiménez, que sobrevive alquilando su equipo de sonido y buscando nuevos
músicos. Decide mantener el nombre y ficha a Luis Cruz (Guitarra), Kacho
Casal (Batería) y Pablo Salinas
(Guitarra, teclados). Esa formación grabará en 1986 "Ciudad de Músicos",
editado a través del sello SNIF,
compañía auto gestionada por los propios músicos donde también editan los
igualmente tenaces Asfalto en su nueva reencarnación junto a Miguel Oñate. “Ciudad
de músicos” es totalmente un producto de la época, delicioso y culposo a la vez.
Muy influido por el rock metalizado de guitarristas corre mástilesgracias al ímpetu y talento de Cruz y
Casal (hoy en Burning), el bajo y voz de Jiménez pivota sabiamente e intenta
atar en corto a sus nuevos compañeros con unas composiciones que, tras los
arreglos “hard-metálicos”, se vuelven a mostrar clásicas y preciosistas. A
pesar del satisfactorio trabajo, éste vuelve a pasar totalmente desapercibido,
lo cual, añadido a que José Luís Jiménez busca sonoridades más clásicas,
precipita el fin del primer acto de Topo.
Como
telón del mismo, en 1988 aparece "Mis amigos están vivos". Doble
LP en directo editado por la tenaz voluntad de José Luís Jiménez. Vista
hoy en día es la muestra más evidente de la historia de Topo, es decir, un lujo
perdido en el olvido de los medios (nunca se ha editado en CD, y sólo se
encuentra ripeado en algunos blogs). Un disco doble en directo que tenía que
haber puesto las cosas en su sitio, un disco que en cualquier otro lugar sería
una pieza indiscutible pero que aquí se quedó en nada (salvo en el testamento
del grupo hasta su vuelta en el 2000). El concierto se graba el 30 de octubre
de 1987 en la sala Canciller, y en él Jiménez reúne a todos los músicos que
habían pasado por la banda más numerosos invitados ligados a la historia de la
misma. Sonaron todos sus “himnos”, plasmando el momento actual de Topo en ese
momento y su historia. Quizá el baile de invitados diluya el resultado, pero es
el mejor testamento posible (aunque no ratificado por su vuelta doce años
después) de una banda que hubiera merecido mejor trato y proyección.
TOPO. Foto. Adán Cabello
A
partir de ahí comienza un periodo caótico y silencioso. Reuniones de Asfalto,
primero con Terry Barrios a la batería (“Sólo por dinero”, 1990, irregular
trabajo, quizá demasiado autocomplaciente pero aún así con una joya como “Lo que el viento no se llevó”), cuyo concierto homenaje tras su fallecimiento provoca la reunión de los cuatro
miembros originales de Asfalto, dando como resultado un más que reseñable álbum,
“El planeta de los locos” (1994). Proyectos alimenticios y grupos de versiones (Rockorquesta,
Black Dog) hacen que finalmente pase una década donde Topo desaparece completamente
y se le da por finiquitado. Sin embargo, la aparición en el año 2000 de "La
jaula del silencio" en el sello Pies, les vuelve a poner en marcha.
Continúan Lele Laina y José Luís, no así Víctor Ruiz; lo sustituye Sergio Cisneros y en la batería se
sienta Roger Castro. A pesar de ser
un gran disco, pasó totalmente desapercibido (más incluso que obras anteriores).
Lejos de ser un álbum anecdótico, “La jaula del silencio” se presenta orgulloso
y lleno de canciones notables. Composiciones como “La vida” (emocionante), “Cruce
de caminos” (brutal), “El bar”(emotiva)
o “Soy una montaña” (preciosa), por
citar sólo unas pocas, les muestran inspiradísimos y tan seguros como siempre.
De nuevo el profundo bagaje de la pareja compositora y las raíces de las que
siempre se han nutrido salen a la luz. Una brillante relectura de “I´m tired” de Savoy Brown pone la guinda
a un loable trabajo de cuya existencia lamentablemente nadie se enteró.
Foto. Chema Pérez
De
nuevo otro parón habida cuenta del silencio (profético título para un trabajo
cuyos logros resultan inversamente proporcionales a su eco en los medios), los
deja en barbecho, de vuelta a sus cuarteles de invierno, hastiados y con la
sensación de estar perpetuamente comenzando y no siendo capaces de trascender
el saco donde se les ha metido. Lele Laina entra a formar parte de una
reencarnación de Los Brincos mientras no dejan de ensayar y componer, hasta que el productor Ángel Romero les
propone recuperar parte de su cancionero (de Topo y Asfalto) en formato
acústico, publicando “Canciones básicas”
en 2004 bajo sus propios nombres en formato trío (con Miguel Bullido a la batería) en una compañía integrada en el
todopoderoso Grupo Prisa llamada El Diablo. El disco se vende bien (al menos
para lo que están acostumbrados sus autores) pero no piensa así su compañía,
que les da carta de libertad. Compaginan trabajos y bandas con esporádicas
actuaciones (de gran nivel) hasta que casualmente se les une Luis Cruz en un
ensayo y deciden recuperar Topo discográficamente, aunque para ello abandonen
el teclado por una formación con dos guitarras (primando más la sintonía personal
y musical que su original alineación). De todo ello surge “Prohibido mirar atrás” (2010), publicado por The Fish Factory,
compañía que les da estabilidad y apoyo incondicional. Una más que asumida
madurez compositiva da luz a unas canciones con su sello característico, las
cuales, al carecer del personal sonido orgánico del teclado, les empareja más a
la primigenia formación y espíritu de Asfalto. Una producción cristalina y
cuidada de la mano de Jiménez y Laina es un aspecto también destacable de un
álbum donde el continuismo de su guadianesca carrera se convierte una vez más
en una orgullosa recopilación de canciones que van de lo auto afirmativo (“Cambios” o la que da título al disco) a
lo amoroso (una joya como “Empezar”,
que muestra que se pueden contar aún cosas sobre tan recurrente tema desde una
visión propia y acorde con su evolución vital). También están presentes las
típicas canciones suyas donde se narran historias cotidianas (“La guitarra del inglés”) y emociones tan
mundanas como empáticas (la preciosa “Santo
Grial”). En perspectiva resulta obvio que no es un trabajo redondo
completamente, situándose un paso por detrás del reivindicable “La jaula del
silencio”. Es como si la nueva formación se encontrara dubitativa en su
conjunción, mostrándoles menos sutiles en algunos pasajes ante la ausencia del
teclado, aunque bien es cierto que la producción es magnífica y los arreglos de
las guitarras les hacen sonar primorosos pero no del todo ensamblados. Esto se
constatará en directo, donde poco a poco se ve que Laina y Cruz cada vez están
más seguros, doblándose con gusto (evocan muchísimas veces el espíritu de Thin
Lizzy, sobre todo en la citada “Empezar”)
tanto en los nuevos arreglos de su cancionero clásico como en las nuevas
composiciones que pasan a formar parte del mismo. Aprovechan la presentación
madrileña para grabar dicho concierto, el 14 de enero de 2011, y publicar un
nuevo doble en directo. Vuelven a aparecer invitados ligados a su historia
(destacando sobre todos ellos un Kacho Casal pletórico en “Todos a Bordo”). Editan “Cierta
noche en Madrid” en doble cd y doble dvd. Mezcla y edita el audio el propio
Lele Laina, aunque si bien eso siempre ha sido una garantía para el grupo, esta
vez palidece en ciertos momentos, quizá por la ausencia total de overdubs y
enmascaramientos posteriores, sonando a veces muy crudo y mate. Lo que se oye
(y ve) es lo que son, para lo bueno y lo malo. El problema aparece en los
extras, donde José Luís y Lele cuentan durante una hora lo que ha sido su historia
musical y la de Topo. Siendo ésta como es una historia no sólo atractiva y
disfrutable sino, sobre todo, paradigmática y fundamental, se echa en falta un
trabajo de edición visual que dote de brillo al peso histórico que ambos tienen.
Ese síndrome de haber empezado una y mil veces desde cero a base de
perseverancia y lucidez quizá les hace descuidar esa ansiada entrevista. De
todos modos, pecata minuta de cara a
los fieles seguidores que durante años esperaban algo así.
Viendo
que la nueva formación da y puede dar buenos resultados, esta vez no dejan que
Topo languidezca como otras veces, y ante el abandono de Miguel Bullido, se
hacen con un batería tan respetado como José Martos. En 2014 entran a grabar su
noveno disco, perfectamente a gusto en su formación de dos guitarras, bajo y
batería. En febrero de 2015 aparece “El
ritmo de la calle”, flamante nuevo capítulo de una historia que se ha visto
obligada a comenzar tantas veces ante la desidia de medios que sería una pena
que terminara ahora. Como si el círculo se hubiese cerrado para Lele y José
Luís dentro de ese uróboros particular en el que parecen estar inmersos, “El
ritmo de la calle” constata la rabia por demostrar que su historia sigue
vigente y también por evidenciar la importancia que tuvieron. De nuevo ofrecen
un trabajo redondo, quizá uno de los mejores de su carrera. La tónica lírica es
ya un marchamo personal: denuncia, historias, emociones, sentimientos. No
sorprenden pero siguen siendo letras certeras y arrobadas. Musicalmente tampoco
esperan sobresaltar a ninguno pero es tan alto el nivel que poco importa. Puede
sonar a lugar común, pero reseñar un tema en detrimento de otro se torna
difícil habida cuenta del nivel ofrecido. De igual modo, resulta sorprendente
escuchar este disco a la luz de lo que ha sido su carrera. Desde la inicial y
afilada “El ritmo de la calle” al
rabioso final de tremebundo riff con “Policías
y ladrones”, se reúnen 14 canciones que rallan lo notable, cuando no lo
sobresaliente en algunos casos. El sonido de dos guitarras les hace incluso
regresar al espíritu de aquel lejano y germinal primer disco de Asfalto (sobre
todo en las preciosas “La dama y el
juglar” y “La cosecha”, las
cuales desprenden psicodelia beat por todos lados). Suenan contundentes gracias
a la labor de José Martos tras la batería, el cual parece haberle inyectado un
plus de energía a la ya trasmitida por la incorporación de Luís Cruz, pero
también gracias a una sabiduría compositiva que, ayudada por unos arreglos distinguidos,
elevan las canciones. Ejemplos como “Blues
de cristal”, donde parecen darse cita unos Whishbone Ash secundados por
Warren Haynes y sir Paul McCartney, o “El
guitarrista de Hamelín”, que trae a la memoria un supervitaminado “(I´m not your) Steppin´Stone” de The
Monkees, dan buena prueba de que la pareja compositiva Laina/Jiménez merece un respeto
cuando no un altar. ¿Suena exagerado? Va a ser que no. La producción vuelve a recaer
sobre la pareja fundadora, endureciendo el sonido donde es necesario y dejando
respirar a las canciones cuando hace falta, en un resultado final meritorio y
valiente, el cual debería romper no ya sólo el corsé público que les ignora
sino las estúpidas etiquetas que hacen que no haya otros focos siguiendo sus
pasos (Azkenza, Cazorla, Ruta66 o Efe Eme, por ejemplo). Sea o no el capítulo
final de una historia tan heroica como reivindicable, habrá merecido la pena si
finaliza así. Conociendo el camino que han recorrido y cómo lo han hecho, me
temo que, afortunadamente, no lo será.