"Vista de espaldas, lo único que pudo saber de esa mujer es que aquella falda vaporosa e inconmovible que llevaba le quedaba estupenda al andar con ese paso sinuoso y fértil que tienen algunas mujeres cuando salen de ginecólogo o de la casa de un amante.
Es increible lo que uno puede llegar a imaginar en un instante, me diría Alfredo unos días despúes. Ojos, sonrisa, mirada, despertar, piel, caricias... todo ello concentrado en el vaivén hipnótico de una cintura a las diez de la mañana. Sin embargo, no le dio tiempo a apretar el paso lo suficiente como para llegar a su altura y poder confirmar las expectativas que de golpe había depositado en el rostro de aquella mujer, prologadas quizás por un perfume denso y evocador, pues un par de metros antes ella sacó enérgicamente unas llaves de su bolso (un bolso pequeño de cuero reluciente como podría ser su cara recién lavada si la hubiera llegado a ver) y entró en un portal como si Marylin Monroe se hubiese acordado justo antes de pasar sobre la rejilla del respiradero del metro que se había dejado el grifo de la bañera abierto. El ruido sordo de la puerta al cerrarse rápidamente sonó a carpetazo, a sueño perdido por culpa de un despertador cruel, a claqueta diciendo fin si las claquetas se utilizasen también al terminar las escenas en el cine, a guillotina sorda, a bocinazo de coche enfermo, a abrupto final de cuento que nunca será escrito.
Lo único digno de mención ahora sería una cara de desilusión, un perfume adivinado, una mueca sarcástica y la intención de seguir buscando la perdición cuando acaso ésta hace ya mucho que el hombre parado en la acera encontró en los sueños de un don nadie apremiado por la creencia en el azar y el encuentro cortazariano de una rayuela mundana que le haga conocer a quien lo salve de la mediocridad."
Andrés Amador. "La madre canta la mano. Relatos" Ed. Silenciero. Argentina. 2008
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