lunes, 24 de octubre de 2011

Anuncio una casa donde ya no quiero vivir

Volver la vista atrás para recoger el hilo que Ariadna nos tendió para no perdernos, agarrarnos fuerte a la vara que nos equilibra sobre la cuerda tendida sobre el vacío. Recoger el guante del envite y liarte a bastonazos como un Max Estrella enajenado momentaneamente. Revolverse en la cama suplicándole al despertador que se pare durante cinco minutos. El martes pasado me asusté porque de repente tuve un ataque de amnesia, un lapsus brutal seguido de una angustia en el pecho al no saber qué estaba haciendo en el lugar donde estaba ni por qué estaba allí. Toda la semana he arrastrado la resaca de ese momento de pánico que imagino ha sido causado por el agobio de la olla expres de mi peloto. Sigo en paro y cuesta abajo, las cosas son así, para qué maquillar hablando de algún disco o libro que me salva del naufrágio; pierdo el tiempo en un curso del sepecam (el inem manchego) del que me he negado a escribir aquí durante estos meses por un paranóico estado de confusión y porque me niego a despotricar injustificadamente sobre monitores y alumnos con intereses y escala de valores distintos a los míos. Se anulan propuestas de trabajo tan precarias como necesarias, dejándome en barbecho, contusionado y sin capacidad de alzar los ojos a ver si soy capaz de ver el horizonte, el que sea, uno cualquiera. En fin, un cuadro. Como muchos otros millones, yo otro más ni más ni menos, igual. Soy un tonto, lo sé. Intento relativizar mientras dura la clase, en esas cinco horas de penitencia, y pienso "imagínate que te meten en clase de informática o inglés con tu padre, la gente no tiene la culpa, así que tu ten paciencia...". 
He de soportar todo esto para que al final me den un papelito donde ponga que lo sé, porque como hoy por hoy no tengo ningún papelito que lo diga, nadie (ningún empresario) se lo cree. Lo llevo fatal. Cuatro meses llevo así, y me queda otro más. Y entre medias, leo. Me la suda; leo en clase, no puedo estar pendiente las dos horas que tardamos en crear una tabla de excel sin desear cortarme las venas con el borde de la mesa... Me pongo los cascos, doy al play del cd que deseo reescuchar y leo con el periscópio en alto por si dijeran algo que me interesara. Me traigo libros de casa como si fuese a estar en cuarentena en una celda de castigo. Me importa una mierda que me miren raro. Es un curso destinado a discapacitados (minusválidos, en políticamente correcto). Empezamos quince, y ahora quedamos nueve. Cuando nos ponemos a hablar de lo que nos pasa y/o tenemos, parecemos plañideras, pero este es un jardín donde no me quiero meter. La mayoría son buena gente; con ese aire de llevar a cuestas algo que a pesar de los años no saben explicar ni entender. Dos bipolares, un chavalín con los huesos de cristal al que le gusta el rap patrio, un celíaco brutal, dos con problemas de visión y fibromialgia, un cardiópata, un hemiplégico rehabilitado y encantador con algo de robot que no se entera de nada y a veces me desespera, y una que no habla y que no puedo adivinar qué tiene... Mi ración diária de patetismo la he vomitado hace un rato en el baño y estos son los restos de naufragio. En el espejo tuve una conversación con Phil Lynott y sirvió para que volviera a mi sitio. Alzo la vista en estos momentos y veo que seguimos rellenando los campos de la tabla de países del ejercicio que empezamos hace hora y media. En cuanto salga de aquí, me voy a nadar un rato, como algo, y echo unas horas lavando sábanas en una lavandería, lo cual hace que pueda llevar algo a casa. Sujeto de mala manera el libro que tengo ante mí con una mano, sonrio al creerme a salvo e intento teclear. No puedo... busco lo que estoy leyendo, lo encuentro, copio y leo, menos mal que leo: 
ANUNCIO UNA CASA DONDE YA NO QUIERO VIVIR
del relato “Hermosa Poldi”  (páginas 124-126), de Bohumil Hrabal.
 
Hermosa es la lucecita verde del tablero de mandos del conductor del autobús, una lucecita que es tan grande como cualquier estrella visible. El conductor del autobús a la vez mira la carretera adelante, por ambos lados, y con el espejo también detrás, a la vez averigua cómo va el motor; con la suela da y quita gas, pisa el embrague, el freno; con las manos mueve el volante. Ahora, como todas las mañanas en Vokovice, el conductor se inclina y mira siempre hacia la misma ventana, y cuando en esa ventana hay luz, dice: “ya se ha levantado”. Y cuando la ventana está a oscuras, entonces, el conductor toca largo rato la bocina hasta que en la ventana se enciende la luz, y el autobús sigue contento su recorrido. Imagino: allá, detrás de la ventana, está la cama de una empleada de correos; se despierta gracias a un acuerdo con el conductor del autobús; la veo sentada en el borde de la cama, con la media en la mano, y duda si vale la pena levantarse, contemplar luego a una chica despeinada en el espejo, ¿por qué vivir? Pero el autobús ya va por la carretera, pasa cerca del aeropuerto de Ruzyñ, que está iluminado; seguro que esperan un avión; la pista de aterrizaje está bordeada de luces de color rubí que convergen al final del aeropuerto de tal modo que si alguien estuviese allí, en aquella otra punta, diría: esas bombillas rojas convergen exactamente donde pasa el autobús… Y el avión ha lanzado sobre la pista de aterrizaje un cono, toca tierra, se hace más pequeño y aterriza, pero es tan diminuto como un avión de juguete propulsado con una gomita, las alas giran, los colores han cambiado de sitio y de nuevo se acerca a la estación, aumenta de tamaño, aunque sigue siendo igual de grande… cierro los ojos y veo que todo es totalmente distinto de lo que parece, de lo que es…, todo está en la gomita de la perspectiva, incluso la vida misma es una ilusión, una deformación, una perspectiva… Abro los ojos, estamos delante de la empresa metalúrgica, y los obreros voluntarios se despiertan mutuamente: ¡Levántate, ha llegado el coque! Y yo voy, igual que los demás, con el mismo andar abatido paso por la puerta, enseño mi carnet y me dirijo hacia las duchas, los vestuarios. Veo cómo de la curva sale el trenecito con lingotes candentes de cuarenta y cinto quintales aún sonrosados como las chicas cuando inician las clases de baile; lingotes que parecen capaces de esconder su materia; pero eran de papel pinocho y estaban hinchados por el aire caliente y atados con una cuerda para que no se elevaran como un globo… como aéreos, gráciles e irreales… Pero la locomotora resopla y suelta vapor y, casi de rodillas, con el resto de sus fuerzas pasa a mi lado arrastrando aquella carga de color rosa que me chamusca el pelo y la ropa; yo constato que son toneladas de toneladas de acero, grandes y anchos obeliscos así y así…, pero los veo por un instante con una realidad relativa que enseguida disminuye, y yo al alejarme acelero su disminución, sin que cambie nada de la realidad de aquel trenecito de lingotes… Después me desnudo rápidamente siguiendo el mismo orden de cosas me pongo después una camiseta, después la camisa, después el calzón, después el chándal, después el pantalón, después me calzo las botas, después la zamarra de piel de gato, después los pantalones del mono, después la chaqueta del mono y el blusón, después el delantal y los guantes, y encima el casco; y al igual que los demás obreros salgo a toda prisa a la noche. El lucero del alba, grande pero no mayor que aquella luz verde del tablero de mandos del conductor del autobús, ese lucero del alba brilla en el cielo como inicio de todos los turnos de mañana, pero también como final de todos los turnos de noche. Me giro y veo: por la ladera, a lo lejos, jadea aquel trenecito con cuarenta y cinco quintales de lingotes rosas; ya resulta distinto, pero es el mismo trenecito que hace un rato me ha chamuscado el traje de paisano y el pelo. Ahora, sin embargo, se dirige a Konev, y allí en la ladera es tan pequeñito, no más grande que un tren de juguete del que se tira con una cuerda… Todo depende de la gomita de la perspectiva.
 

3 comentarios:

Guzz dijo...

Enorme post Caimán. Especialmente por lo que precede a la segunda imagen, para mí. Ánimos guzzeros.

lu dijo...

He visto ahí al lado que te llamas Juan Miguel, ¿no? Mira, Juan Miguel, no sé muy bien qué decirte sin que suene a consultorio chuti, pero si tú "pierdes la vergüenza" en el blog, no puedo leer esto y marcharme sin más, lo siento, tú me perdonas la intromisión como haces siempre. Me sabe fatal lo que cuentas, sobre todo la falta de horizonte, pero por otro lado me tranquiliza ver que intentas relativizar antes incluso de que te digamos nada. Juan Miguel, mientras hagas todo lo que está en tu mano, ¿qué más puedes hacer? ¿Perder la paciencia? ¿Desesperarte? Sabes que no sirve de nada. Es verdad, menos mal que lees, escuchas música y tiras de sentido del humor. Otras personas en tu situación no tienen eso. Imagínate.
Y después de estas palabras tan inútiles (me gustaría poder ofrecerte trabajo, pero no es el caso) recibe un abrazo gordo gordo. También es inútil y virtual, pero bueno, la intención es lo que cuenta.

José Fernández dijo...

Animo hombre, que no hay mal que cien años dure (este debe ser el refran más chungo de todos, vaya forma de dar animos xD).

Una puntualización, aunque quizás ya sepas lo que voy a decir. El SEPECAM es un servicio de colocación de titularidad autonómica que gestiona las politicas activas de empleo (lease, las que se supone que sirven para insertar a los desempleados en la vida laboral; y digo se supone por que la tasa de intermediación laboral a través de los servicios públicos de empleo de las CCAA es del 3%, traducido: solo el 3% de las contrataciones totales se produce a través de los servicios públicos de empleo). El INEM, desde 2003 SEPE, gestiona las prestaciones por desempleo (paro y subsidios), salvo las de los colectivos de autonomos que cotizan a desempleo, que son gestionadas por el INSS.

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