viernes, 14 de febrero de 2014

Sobre la matanza de San Valentín, Elbert Baxter, Billy Wilder y un batería de jazz metido a detective algo diletante. Un fragmento de "Cardiopatías"

Fragmento de "La última noche de Richard D. Lane", octavo relato de "Cardiopatías".


"Un día llegó y tras sentarse a mi lado sin saludarme siquiera me preguntó a bocajarro si yo había estado en Chicago el día de la matanza de San Valentín en mil novecientos veintinueve. Claro, le contesté, yo estaba sentado en la barra y miraba mi cara en el espejo tras las botellas, así que aquello no sonó como una respuesta fanfarrona, al contrario, respondí casi como si me lamentase de ello. Noté su mano en mi hombro y como si hubiera accionado un resorte le dije que se pidiese algo. Él me contó que estaba de paso y que había ido a propósito a verme y eso fue algo que me halagó. Tengo pocos amigos, por no decir ninguno, y gestos como ese, se agradecen de vez en cuando. Esto que le estoy contando, señor Parker, sucedió hace tres años, o quizá cuatro, pero al ver la foto de Billy en aquella revista lo recordé todo de golpe, al igual que cuando él me preguntó lo de la matanza de San Valentín, miré su cara y la mía reflejada en el espejo tras las botellas de una barra de madera polvorienta y oscura, recordé cómo logré salir de esa, conociendo con ello a Katherine, la madre de mi hija y mi ex-esposa... En el veintinueve no me ganaba la vida solamente con mis casos como detective sino que también me ganaba algunos que otros dólares como músico. Yo tocaba la batería en varios combos de jazz y blues de Chicago y Nueva York, grupos casi siempre de semiamateurs, pero como a poco que tocaras con solvencia podías acabar codeándote con profesionales en alguna que otra jam de madrugada tampoco era complicado que algún día te llamasen para sustituir a alguien en la banda fija de algún club. A decir verdad nunca tuve dificultad en compaginar una cosa con la otra, me refiero a mi trabajo como detective con la batería, y aunque yo no era ninguna maravilla no lo hacía nada mal, y en aquellos días tocaba bastante en clubs clandestinos, por eso nunca se me pasó por la cabeza dirigir mis pasos hacia la carrera de policía. Más tarde no me quedó más remedio que dedicarme por completo a mi trabajo de detective privado, así que un día casi sin darme cuenta estaba vendiendo mi pequeña batería a un tal Jimmie Cobb, un chaval menudo que por aquel entonces no tendría más de doce años, un negro desmañado y hablador que con los años he ido siguiendo atentamente, viéndole muchas veces en directo, alguna de ellas con Booker Little, lo cual justifica sobradamente mi abandono como músico... En mil novecientos veintinueve, con la maldita ley seca haciendo estragos, las redadas en los clubs estaban a la orden del día, pero en la mayoría de los casos eran trifulcas que terminaban con un puñado de billetes en los bolsillos adecuados para hacer la vista gorda y un par de borrachos durmiendo la mona en el calabozo. Sin embargo, lo de San Valentín fue espantoso, casi disparatado, y te juro que fue la primera vez que sentí lo que era tener miedo de verdad, y así se lo conté a Baxter, o Billy, tal y como te lo estoy contando a ti, sólo que él me sonreía y pedía al camarero que llenase mi vaso cada vez que terminaba mi whisky, no como tú... Tal vez otro que como yo viviera aquello te diría que lo que sucedió era inevitable, tal vez, pero yo era demasiado joven como para darme cuenta de lo que realmente pasaba, y con ganarme la vida tocando, conseguir mis primeros casos serios y conocer chicas tenía bastante. Aún así me faltó muy poco para acabar tirado con una bala perdida en el estómago en un local sucio y lleno de gente corriendo histérica. Esa noche yo estaba tocando en un club del que nunca he sido capaz de recordar su nombre. Esa misma tarde me había llamado Michael Rogers para sustituir al batería de su banda. No hacía falta que llevase la mía. Acepté sin pestañear. Apunté la dirección del club en un papel y a las nueve me planté allí. El local estaba oculto en la trastienda de una frutería y era enorme, montado con todo detalle, con su escenario, su piano de pie y su propia batería, y creo que ese pequeño detalle fue el que me salvó... Incluso cuando tres horas después irrumpió la policía en el club, nada diferenciaba esa noche de cualquier otra, pero de golpe comenzaron los disparos y todo estalló como una casa con la espita del gas abierta durante semanas y semanas. Que no tuviese que preocuparme más que por salir de allí ayudó bastante, si hubiera sido mi batería la que estuviese tocando no sé qué hubiese pasado, no me hubiera gustado tener que dejarla allí. También ese detalle hizo que conociera a Katherine, la dulce y preciosa Katherine Meyers, una clarinetista de diecinueve años a la que ya había visto de pasada antes en otros clubs y que esa noche había ido a ver si, con suerte, de madrugada la dejábamos tocar en la jam, cuando casi todo el mundo se hubiera marchado y solamente quedásemos los músicos y los camareros... Cuando comenzó el gran tiroteo me refugié tras la batería y la vi entre la gente, asustada y nerviosa, como todos, pero también preciosa y linda como una mariposa que hubiera entrado volando en el lugar equivocado en el momento equivocado. Sin saber cómo salí corriendo, la cogí del brazo y me dispuse a salir de allí con ella lo más rápido que pudiera. De repente vi cómo se dirigía hacia nosotros una maraña de hombres, avanzando como una manada de búfalos; casi se podían distinguir sus bufidos entre los disparos. Eran los hombres de Casanieri… Tal vez yo fuese joven y atrevido, tal vez para mí fuese un juego eso de ser un detective que de vez en cuando se divertía tocando la batería, sin embargo sabía perfectamente quién era quién en esa ciudad y me guardaba muy mucho de no hacerme notar cuando salía a tocar por ahí en los clubs que dirigían esos tipejos; así que sabía perfectamente quién era Casanieri, uno de los grandes jefazos de Chicago. Vi su cara desencajada entre sus hombres, que habían hecho una especie de piña o de escudo humano e intentaban sacarlo de allí. Recuerdo que vi cómo un hombre de entre esa maraña apuntaba hacia nosotros… No tuve tiempo de pensar absolutamente nada, pero cuando quise darme cuenta tenía mi revolver en la mano y lo había disparado. La mala suerte, o la suerte a secas, quiso que a quien le diera fuese al mismísimo Casanieri. Sé que no lo maté. Tal vez le di en el brazo o en el hombro. Para el hombre que me había apuntado, yo de golpe había dejado de existir. De repente toda esa mole de cuerpos que intentaba proteger a Casanieri se había movido rápidamente y salían del club como almas que lleva el diablo disparando a todo lo que se interpusiera en su camino, sin embargo, Katherine y yo estábamos vivos, aún no sé cómo, de pie en medio de gente corriendo, entre gente tirada en el suelo, muerta o a punto de hacerlo desangrada... Oí que alguien gritaba mi nombre y vi al pequeño Michael Rogers moviendo su trompeta en el aire como un bateador y señalándome una puerta tras el telón por la que estaban saliendo los músicos y los camareros. No sé cómo pero salimos con vida de aquella matanza, ella sin más rasguños que un tacón roto y yo con un disparo superficial en el brazo... No me di cuenta salvo cuando ya estábamos en la calle, corriendo lejos de allí. Yo me asusté porque creí que la sangre era suya, pero al parar y meternos en un portal que encontramos abierto, fue como si todo el dolor apareciese de golpe; ella también se asustó y creo que eso me obligó a calmarme a mí. Vi que no era más que una herida superficial y le propuse escondernos en mi apartamento... Cogimos un taxi en la avenida Michigan y mientras atravesábamos a toda velocidad calles desiertas, podíamos oír sirenas y disparos por todas partes, como la amenaza de un sueño terrible oculto tras las esquinas. El taxista apenas abrió la boca y creo que si accedió a llevarnos en vez de irse corriendo asustado a su casa fue porque en los ojos de Katherine había tal brillo que era imposible resistirse a nada que ella pidiera..."

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...