Andrew Smith. Lunáticos. Ed. Berenice, pág 71.
“Anoche, una brillante puesta de
sol ardió sobre el golfo de México y cuando por fin se extinguió, una enorme
luna pendía sobre la cristalina superficie del agua. Tras años de vivir en una
ciudad donde el cielo casi nunca se ve, aún me tengo que forzar para mirar al
cielo la mayoría de las noches, pero esta noche el cielo no iba a ser ignorado:
allí estaba, de una blancura jabonosa, con huellas delicadas de color azul y
las enigmáticas sombras que tanto embrujaban a Galileo cuando se convirtió en
la primera persona en verlas a través de un telescopio en 1609. Sus descubrimientos
causaron sensación al ser publicados al año siguiente, pero no fue hasta una
generación más tarde cuando los accidentes de la Luna recibieron los líricos nombres que aún usamos
hoy en día. Para Giovanni Battista Ricciolo, que preparaba el atlas lunar en
1651, las sombras parecían mares, y así tenemos el Mar de la Tranquilidad, el
Océano de las Tormentas, el Lago de los Sueños, la Bahía del Arco Irís… Mare Tranquilitatis, Oceanus Procellarum,
Lacus Somniorum, Sinus Iridum. Alguien los llamó la poesía de la Luna, que dibuja una elipse
alrededor de la Tierra,
pero que no gira, presentando así siempre la misma cara, manteniendo la otra
oculta. De este modo, el “lado oscuro” de la Luna no existe: tan sólo hay una cara “alejada”
machacada por los meteoritos, a veces oscurecida, a veces iluminada cuando
encara al Sol, que, hasta hoy, nadie ha pisado. Como los satélites naturales de
otros planetas, en nuestro también tiene un nombre: Luna.
¿Qué se siente estando allí? Que
extraordinario es pensar que tan sólo nueve (de doce) personas ahora mismo en la Tierra puedan contestar a
esa pregunta…”
1 comentario:
Trece
Publicar un comentario