miércoles, 2 de junio de 2010

De invitaciones a chinos, lectoras invidentes, libros de caballería y estibadores

Me angustian los años que pasan veloces y me serena confiar en el porvenir. Tal vez esté más reflexivo últimamente por estar más solo, sin esos amigos que tanto añoro tener cerca y la cercanía de quien me ama, aunque incluso en la distancia ella (y su hija) consigan sacar de mí al adolescente que en el instituto se aprendió el código de caballería de Ramón Llull y atemperen lo plomizo y duro de los días y lo que nos han tocado vivir a los tres.

"La novela es la epopeya del mundo abandonado por los dioses" leo en un posit que hay pegado en la pantalla del ordenador. Lucacks; o sea, que el posit tiene al menos diez años, no es broma, lo rescaté de una de esas libretas que van y vienen por las estanterías de mi zulo en la parte de arriba de la Pecera. A lado tengo otro posit con un pedido, me lo hicieron hace muchos meses (no recuerdo bien si fue antes de navidad o después) pero no lo he quitado aunque es un libro que está descatalogado. Recuerdo que el día que me pidieron ese libro (Berkut, de Joseph Heywood; no tiene sentido alargar el misterio pues no es un libro "imprescindible") fue uno de los días en los que me alegró ser librero por lo "insólito" del día. Aquel día por la mañana aparecieron varios chavales a comprar libros; son seis chavales que me alegran el día cada vez que vienen. Están obsesionados con la literatura fantástica y si siguen viniendo intentaré recomendarles alguna vez otro tipo de libros pues creo que están en una especie de callejón del cual saldrán despedidos como satélites excéntricos abofeteados por la luna; seguramente a alguno le dará por el heavy más ramplón (al cual yo tampoco le hago ascos, pero con moderación) siendo carne de frikismo y juegos de rol, a uno o dos el desboque de sus hormonas les hará abandonar el noble arte de leer cuando cambien los dragones y los elfos por los incipientes pechos y las kilométricas piernas de cualquier Lolita y a los restantes intentaré que, si quieren dar el salto, este no sea de Laura Gallego a Dan Brown y paren por Steinbek o Stevenson (o cómo los clásicos pasan a ser tostones por obra de las modas… ¿El Arturo de Steinbeck y Mr. Hyde tostones?)

El mismo día, ya por la tarde, tuve los clientes más fascinantes que he tenido en cuatro años. Días malos tengo muchos (y sobre todo a fin de mes, supongo que trabajar solo en una librería no muy transitada en un pueblucho, calculadora en mano, no es lo mejor para ser Miss Simpatía Manchega 2010) así que hay veces que cuando suena la campana y veo entrar al cliente me sale la vena prejuiciosa enseguida. Pero ese día la realidad superó a cualquier ficción pues entraron dos mujeres ciegas a La Pecera. Una (que veía algo más) hacía de lazarillo de la otra; primero me confundieron muchísimo porque su ceguera no era total y, aparte de pillarme totalmente desprevenido, tras saludarme muy amablemente, se pusieron a coger libros y a pegárselos a la cara y a tocarlos como quien encuentra un superviviente en un naufragio. Al final me preguntaron, venían buscando “Vida y destino” de Vasili Grossman porque una de ellas quería regalárselo a su marido. Cuando lo estaba envolviendo en papel de regalo me sonrió con una sonrisa preciosa y me dijo “realmente lo que quiero es que mi marido me lo lea él a mí, aunque sé que es muy gordo seguro que le convenzo”. Estuve a punto de echarme a llorar (ya dije que tenía el día tonto) y recuerdo que pensé que podía hacerlo porque no se iban a dar cuenta si mis ojos se congestionaban un poco, pero inmediatamente después pensé que igual eran capaces de oír mis lágrimas por pequeñas que fuesen; me entró vergüenza y me corté.

Ver a esas dos mujeres saliendo de la librería (tropezaron un par de veces, la pecera es pequeña) con ese paso indeciso y desamparado que tienen los ciegos cuando no conocen donde pisan me hicieron desear que alguien me diera un abrazo pero me conformé con un poco de agua y una llamada de teléfono.

Por si fuera poco, media hora antes de cerrar, entró a la librería Pancho. ¿Cómo definir a Pancho? Si digo que siempre me ha recordado al cantante de Extremoduro o al primo de Rosendo no estaría muy desencaminado. Pancho debe tener cuarenta y algo. Pancho a veces da miedo, pero no siempre. Pancho sobrio es un tío especial. Pancho borracho puede ser el sobrino del diablo. Pancho a veces es muy imprevisible, inteligentemente imprevisible. Si Pancho te considera su amigo será capaz de partirse la cara con una legión de orcos y tumbarlos a todos sin necesidad de tomar la pócima mágica de Asterix si te hacen algo o se burlan de ti. Hace 15 años Pancho me "propuso" una pelea a ostia limpia en El Porche por mi prima Ana creyendo que yo era su novio. Pancho no recuerda que acabamos emborrachándonos y chocando botellines cantando canciones de la Polla Records mientras mi prima hacía tiempo que ya había huido del bar. Pancho no me recuerda, no sabe quién soy, pero siempre que nos hemos visto ha decidido que le caigo bien (y yo respiro tranquilo), no sé por qué pero todas la veces que hemos hablado, al rato, su mirada cambia y su gesto se relaja. Al menos así había sido hasta ese día, pero si algo se aprende de Pancho es que todo puede cambiar en menos de lo que dura un parpadeo, por eso me puse en tensión cuando después de mucho años, lo vi entrar en la librería con una bolsa de plástico rota y la estampa de alguien que acabara de pelearse con un gato en la piscina sucia de un rico arruinado. Me miró como si estuviese procesando y decidiendo si me consideraba amigo o enemigo y, pudiéndose mascar la tensión en el aire, me tendió la mano y me la apretó fuerte. Quería pedirme un libro, Berkut, de Joseph Heywood. Un libro que llevaba años buscando, prometiéndome (de esa manera en la que las promesas se mezclan con el gesto de poner todas tus fichas sobre el tapete de la mesa de póker) que daría lo que fuese por tenerlo de nuevo. Lo busqué como si el cronómetro de la bomba invisible que sentía bajo mis pies corriera feroz.

El libro estaba agotado y descatalogado, pero le dije que si quería podía buscárselo en alguna librería de segunda mano. No lo dije por nada, de hecho siempre digo eso cuando algún libro que me piden está agotado. Pancho me miró y me dijo "¿harías eso por mí?". Bueno, le dije, un par de llamadas y algún correo electrónico y lo mismo tenemos suerte. Ahí cambio su forma de mirarme. Sonrió y se puso a contarme miles de cosas. El libro se lo dejó el cocinero de un barco donde estuvo trabajando, y por lo que contaba imaginé un petrolero medio oxidado y monstruoso. Ese libro le había cambiado la vida y no recordaba cuántas veces llegó a leerlo porque seguramente era el único libro que había en aquel barco y descubrió que leer era la única manera de no volverse loco. Cuando le pregunté por el petrolero, evadió contestarme y entendí que había tenido problemas con la policía o con alguien y que mejor no insistiese. Siguió hablando y hablando, sin parar, de una cosa saltaba a otra, parando a veces para reírse y rascarse nerviosamente la entrepierna. Es que vengo de tirarme a una, me dijo al rato. Me ha llamado la Pili para invitarme a un chino, y ella sabe que a mi los chinos me dan ganas de follar. No te creas, dijo, yo ya no voy de esa mierda, pero no estoy para ir perdonando polvos. Se rió y yo pensé que me estaba vacilando, probándome, jugando con la realidad y el imaginario colectivo sobre él a ver por dónde salía yo. Después me enseñó lo que llevaba en la bolsa de plástico. Los 50 primeros números originales de los cómics de "La espada salvaje de Conan". Iba a venderlos porque necesitaba dinero, pero realmente no quería venderlos. Había quedado con alguien y estaba haciéndose esperar porque no estaba convencido de querer desprenderse de ellos. Le pregunté por cuánto los vendía y me pareció una miseria. Me dijo, qué, ¿me los quieres comprar tu?. No, le dije, pero si quieres te puedo mirar por cuánto los suelen vender en ebay. No tuve que buscar mucho. Pancho me miraba y sonreía. ¿Te invito a un chino?, dijo, pero decliné amablemente la oferta. Rió. Insistió, unas cervezas y luego la liamos... Se quedó mirándome muy serio cuando le repetí que no podía y me cagué. Cuando él se dio cuenta de que yo estaba vendido, sonrió, me palmeó la espalda y me dijo te debo una, colega, y Pancho no olvida esas cosas. Me recordó a Conan hablando así y sonreí. Sabes qué, me dijo, me voy ahora mismo a buscar a la Pili, y que le den al capullo que quiere timarme mis Conan...


Lo más desconcertante fue que di con la reseña del libro que al final no sabía si me había pedido que le buscara o no, y descubrí que Berkut, de Joseph Heywood, elucubra con la posibilidad de que Hitler no muriera en el búnker y lograse, con la ayuda de un ultraeficiente y letal asesino especialmente adiestrado, eludir el cerco aliado y escapar durante semanas a la persecución de los comandos de élite soviéticos. Al principio no entendí nada, pero me imaginé a Pancho tumbado en el catre de un viejo petrolero, en mitad de cualquier océano, leyendo tras haber burlado a la justicia, a la pasma o algo peor, y cambié de opinión. Me hubiera gustado invitarle a tomar algo y seguir escuchándole contarme delirantes historias mientras hacía acopio de fuerzas y me atrevía a preguntarle por cuánto me vendía los cómics.

3 comentarios:

Anonymous dijo...

qué facil es leerte coño, parece tan fácil. Consigues que me emocione y me ria en un breve espacio de lineas ja. un beso chache.
La que no cuenta ná.

Anonymous dijo...

Que de cosas caben en la pecera...

jimarino dijo...

Me has dejado con las ganas de correrme una juerga a ters manos, Pancho, tu y yo. Hermoso texto.
Un saludo.

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