Dos niñas gemelas han entrado a la librería, con una gran sonrisa, una de ellas con un billete de diez en la mano, la otra preguntando si tenía libros de Kika Superbruja. Es viernes, casi las siete de la tarde, pero ninguna de las dos se ha quitado aún el uniforme del colegio de monjas. Sonríen tanto y me parecen tan simpáticas que les enseño animado los libros de Kika que hay y las dejó tranquilas. Desde el mostrador las miro de reojo, decidiendo qué libro se llevan al final, muy juntas, dándose codazos y riendo. Una de ellas lleva el calcetín del la pierna derecha caído. Esa es la única seña que tengo para distinguirlas. Los gemelos son como los albinos, me producen cierta fascinación, como si supiesen algo que los demás no sabemos, como si se comunicasen de un modo que los singulares no logramos comprender. Una traía el libro en la mano, la otra el billete, apenas sobresalían sus caras por encima del mostrador. No dejaban de sonreír. De manera automática y teatral una me ha dado el libro, la otra me ha dicho que si lo podía envolver para regalo, la otra ha dicho sí..., yo lo he envuelto, una me ha dado el billete mientras la otra cogía la bolsa con el libro, le he dado el cambio a la del calcetín caído mientras la otra decía gracias... y antes de que me diera cuenta salían de la tienda dando saltitos y diciéndome al unísono hasta luego, como si estuviesen cantando una canción.
Mientras me sentaba ha entrado una pandilla de chavales, no tendrían más de catorce. Seis, por lo menos, o quizá siete. La Pecera es pequeña y más de cinco personas adultas ya hacen que me pierda contando. Venían a por otro libro para regalar. El de la moda de los candados en el puente, ese que el título es la coletilla de los enamorados al coger el teléfono, y bien podría haberse titulado "cuelga, no, cuelga tu, no venga, cuelga tu" que seguiría siendo igual de llano y común. Oírles hablar ya de por si es un show. Una le preguntaba a otro "¿de qué va "Cinco horas con Mario"' Tengo el examen del lunes y no tengo ni zorra...", mientras, la chica que estaba conmigo en el mostrador (también con el billete en la mano, lo cual me ha hecho gracia pero ella no ha entendido por qué sonreía) ha comenzado a gritar "ese libro está de puta madre, chaval... Ahora te cuento de qué va... así no tienes que leértelo, que el Marcelo no se entera de ná..." Imagino que el Marcelo debe ser el profesor, y también imagino que para esa chica, que un libro esté de puta madre no implica que tengas que leértelo, con que te lo cuente alguien, vale... Uno de los chavales, que viene bastante, solo, me ha preguntado por "Mil soles espléndidos". Cuando le he dicho que sí lo tenía, el me ha contestado que ya vendría luego. "¿A quién se lo vas a regalar, chaval?", le ha gritado alguien, y él me ha mirado sin contestar. Sin que nadie dijera nada, me he puesto a envolvérselo. Ese momento de silencio lo ha roto el grito histérico de una de las chicas, un grito que me ha asustado porque al alzar la vista he visto a una adolescente casi tan alta como yo dando saltitos, agitando las manos y con la boca en plan puchero, y he pensado... bueno... no he pensado nada en particular, simplemente me he asustado. Ha sido uno de sus amigos que la ha abrazado, más para pararla en su rítmico saltar que en calmarla, el que le ha preguntado qué le pasaba. "Lo quiero, lo quiero, lo quiero...." no paraba de decir a punto de echarse a llorar... y señalaba un libro...
Yo no salía de mi asombro. Todos mirábamos a aquella chica con una mezcla de inquietud y perplejidad, a la espera del bofetón a lo Bogart de alguno de los presentes, o de que alquien le soplara en la cara, como le hacen a los bebés cuando se quedan privados, pero mientras la mirábamos, perplejos, sin atrevernos a hacer nada, ella ha alcanzado a coger con sus temblorosas manos el libro en cuestión y a enseñarlo como si fuera un Golum hembra atiborradita de estrógenos. Cuando hemos visto que el libro era la autobiografía de Diego Forlán y que la niña estaba así por la portada, me han entrado ganas de parafrasear a Gandalf y decirle a sus amigos "corred insensatos" y, en vez de poner yo también piés en polvorosa, pedir que se llevaran con ellos a ese monstruo desbocado (y podría decir descocado, pero en honor a la verdad había poca femineidad en su actuar), para que hiciese lo que considerase pertinente pensando en futbolistas (cada cual es libre de tener los referentes estéticos o eróticos que quiera) en cualquier otro lugar... Yo nunca me he puesto así por un libro... bueno, a lo mejor cuando encontré la primera edición argentina de "Los premios" de Cortázar y no llevaba ni un duro en un puestecito de libros usados en Villanueva de los Infantes el año pasado; puede que montara un numerito en plan "señor, por qué a mí, por qué yo, por qué...", pero que yo recuerde, ni grité ni lloré... Igual si en la portada hubiese estado Aitana Sáchez Gijón no digo yo que no (cosa por otro lado espacial y temporalmente imposible, me hago cargo), pero eso nunca lo sabré... De todos modos, a pesar de que la portada del libro de Forlán sea más o menos sexualmente tendenciosa, reconozco que tengo cierta aversión a ese alzamiento a los altares estético-vitales de los deportistas de élite (si estuviéramos en Grecia en el siglo V A.C., a lo mejor), donde ellos se miran reflejados y por los que ellas (y algunos ellos) suspiran. Claro que lo dice alguien que de pequeño decía que quería ser como el capitan Furillo antes que como el del coche fantástico, como Rod the Mod o Errol Flint (esa pelícuas de sobremesa de los sábados...) o como Ian Astbury (por pedir...) antes que como... no sé, me he ido de madre, lo sé, pero antes que quién quiera que fuesen los que decorasen las carpetas de mis nífulas coetáneas (¿Quini, "Bion Borj"? ¿"No sé qué" Astley?... ¿los de corrupción en Miami? ¿New kids on the block?... da igual...)
Qué manera sobreactuar la de esa chica, por dios... Al final, hasta me ha afeado el recuerdo entrañable de las gemelas, y por un momento, cuando se han marchado todos, me he sentido como Jack Nicholson en El Resplandor, pero afortunadamente la Pecera no es un hotel de temporada perdido en la montaña, en mitad de la nieve, aunque a veces se le parezca, y más de un tiempo a esta parte. Hoy es el viernes de una semana extraña, muy extraña, dentro y fuera de la pecera, sin ver a quien necesito ver, obsesionado con Kant, la escuela de Frankfurt y escuchando compulsivamente a Uriah Heep, buscando semejanzas entre "Demons & Wizards" y "Ziggy Stardust" de Bowie, redescubriendo "The Magician's Birthday" y quitándome el sombrero con "Awake de Sleeper" (muchos jovenzuelos matarían por firmar hoy un disco así) mientras el desorden del sol y la lluvia me obligaba a reducir mis paseos ciclistas tras cerrar la tienda y despejarme así lo suficiente para no volverme loco definitivamente un rato después, aplastado entre el caos de apuntes, libros y bebidas calientes a medianoche antes de acostarme en algo que todo el mundo llamaría cama, pero que os aseguro que es más un potro de tortura, allí en mi exilio en las alturas de la Pecera.
La lectura casual esta tarde, antes de abrir, de "Todo Paracuellos", de Carlos Giménez, me ha dejado "tocado" (lo siento, no encuentro analogía mejor). Leí por primera vez ese cómic en la Biblioteca, cuando apenas tenía diez años, animado por el hecho de... pues... de ser un cómic... y en vez de "The Phantom" ("El hombre enmascarado" en español) que por esos años era mi cómic favorito, encontré una de las obras más humanas, desgarradoras y soberbias sobre la posguerra civil que uno puede leer. Tal vez para alguien pueda sonar exagerado pero la primera vez que leí Paracuellos, me acordé de mi colegio, surrealista e increíble liceo digno de un no menos increíble e hipotético libro. Tampoco es que yo sea muy viejuno (bueno, vale, algo sí) pero mi colegio se mantuvo en un limbo histórico pedagógico hasta casi entrados los noventa, y aunque yo viví en mis carnes morenas lo que fueron los coletazos de una, digámoslo así, peculiar educación (pocos años antes era de órdago), la cosa no fue nunca muy normal. Mi colegio no llegaba a los extremos mostrados en el cómic de Paracuellos, desde luego, pero a veces lo recuerdo y pienso que demasiado centrados hemos salido tras pasar por aquel lugar del que podría contar miles y miles de historias a cada cual más increíble. Debe ser el mayo que marcea, o los vaivenes ciclotímicos propios de uno mismo, pero una de las historias de Paracuellos a punto a estado esta tarde de hacerme saltar las lágrimas en plan "moco tendido". Mejor que lanzarme a comentar tan maravilloso libro, dejo el link de un blog donde se puede leer una entrada buenísima sobre Giménez. (Carlos Giménez. Paracuellos).
La visita ya oficial y habitual de los viernes de Pedro, mi amigo ex-librero, y una amena conversación sobre libros de ciencia ficción rusa (¿o libros rusos de ciencia ficción?), sobre Zamiatin ("Nosotros"), Bogdanov ("Estrella roja"), Bulgakov ("Los huevos salvajes") y al final sobre Dovlátov (le dejé "La maleta" y le ha encantado... sí, soy un librero que presta libros agotados a riesgo de no verlos más, no aprenderé nunca...) ha provocado que me despidiese de Pedro y echara el cierre menos sombrío de lo que previsible. Tampoco sé la razón por la que me he puesto a escribir todo esto, pero ya está hecho, así que... Me apetece chino para cenar, la metafísica espera...
Yo no salía de mi asombro. Todos mirábamos a aquella chica con una mezcla de inquietud y perplejidad, a la espera del bofetón a lo Bogart de alguno de los presentes, o de que alquien le soplara en la cara, como le hacen a los bebés cuando se quedan privados, pero mientras la mirábamos, perplejos, sin atrevernos a hacer nada, ella ha alcanzado a coger con sus temblorosas manos el libro en cuestión y a enseñarlo como si fuera un Golum hembra atiborradita de estrógenos. Cuando hemos visto que el libro era la autobiografía de Diego Forlán y que la niña estaba así por la portada, me han entrado ganas de parafrasear a Gandalf y decirle a sus amigos "corred insensatos" y, en vez de poner yo también piés en polvorosa, pedir que se llevaran con ellos a ese monstruo desbocado (y podría decir descocado, pero en honor a la verdad había poca femineidad en su actuar), para que hiciese lo que considerase pertinente pensando en futbolistas (cada cual es libre de tener los referentes estéticos o eróticos que quiera) en cualquier otro lugar... Yo nunca me he puesto así por un libro... bueno, a lo mejor cuando encontré la primera edición argentina de "Los premios" de Cortázar y no llevaba ni un duro en un puestecito de libros usados en Villanueva de los Infantes el año pasado; puede que montara un numerito en plan "señor, por qué a mí, por qué yo, por qué...", pero que yo recuerde, ni grité ni lloré... Igual si en la portada hubiese estado Aitana Sáchez Gijón no digo yo que no (cosa por otro lado espacial y temporalmente imposible, me hago cargo), pero eso nunca lo sabré... De todos modos, a pesar de que la portada del libro de Forlán sea más o menos sexualmente tendenciosa, reconozco que tengo cierta aversión a ese alzamiento a los altares estético-vitales de los deportistas de élite (si estuviéramos en Grecia en el siglo V A.C., a lo mejor), donde ellos se miran reflejados y por los que ellas (y algunos ellos) suspiran. Claro que lo dice alguien que de pequeño decía que quería ser como el capitan Furillo antes que como el del coche fantástico, como Rod the Mod o Errol Flint (esa pelícuas de sobremesa de los sábados...) o como Ian Astbury (por pedir...) antes que como... no sé, me he ido de madre, lo sé, pero antes que quién quiera que fuesen los que decorasen las carpetas de mis nífulas coetáneas (¿Quini, "Bion Borj"? ¿"No sé qué" Astley?... ¿los de corrupción en Miami? ¿New kids on the block?... da igual...)
Qué manera sobreactuar la de esa chica, por dios... Al final, hasta me ha afeado el recuerdo entrañable de las gemelas, y por un momento, cuando se han marchado todos, me he sentido como Jack Nicholson en El Resplandor, pero afortunadamente la Pecera no es un hotel de temporada perdido en la montaña, en mitad de la nieve, aunque a veces se le parezca, y más de un tiempo a esta parte. Hoy es el viernes de una semana extraña, muy extraña, dentro y fuera de la pecera, sin ver a quien necesito ver, obsesionado con Kant, la escuela de Frankfurt y escuchando compulsivamente a Uriah Heep, buscando semejanzas entre "Demons & Wizards" y "Ziggy Stardust" de Bowie, redescubriendo "The Magician's Birthday" y quitándome el sombrero con "Awake de Sleeper" (muchos jovenzuelos matarían por firmar hoy un disco así) mientras el desorden del sol y la lluvia me obligaba a reducir mis paseos ciclistas tras cerrar la tienda y despejarme así lo suficiente para no volverme loco definitivamente un rato después, aplastado entre el caos de apuntes, libros y bebidas calientes a medianoche antes de acostarme en algo que todo el mundo llamaría cama, pero que os aseguro que es más un potro de tortura, allí en mi exilio en las alturas de la Pecera.
La lectura casual esta tarde, antes de abrir, de "Todo Paracuellos", de Carlos Giménez, me ha dejado "tocado" (lo siento, no encuentro analogía mejor). Leí por primera vez ese cómic en la Biblioteca, cuando apenas tenía diez años, animado por el hecho de... pues... de ser un cómic... y en vez de "The Phantom" ("El hombre enmascarado" en español) que por esos años era mi cómic favorito, encontré una de las obras más humanas, desgarradoras y soberbias sobre la posguerra civil que uno puede leer. Tal vez para alguien pueda sonar exagerado pero la primera vez que leí Paracuellos, me acordé de mi colegio, surrealista e increíble liceo digno de un no menos increíble e hipotético libro. Tampoco es que yo sea muy viejuno (bueno, vale, algo sí) pero mi colegio se mantuvo en un limbo histórico pedagógico hasta casi entrados los noventa, y aunque yo viví en mis carnes morenas lo que fueron los coletazos de una, digámoslo así, peculiar educación (pocos años antes era de órdago), la cosa no fue nunca muy normal. Mi colegio no llegaba a los extremos mostrados en el cómic de Paracuellos, desde luego, pero a veces lo recuerdo y pienso que demasiado centrados hemos salido tras pasar por aquel lugar del que podría contar miles y miles de historias a cada cual más increíble. Debe ser el mayo que marcea, o los vaivenes ciclotímicos propios de uno mismo, pero una de las historias de Paracuellos a punto a estado esta tarde de hacerme saltar las lágrimas en plan "moco tendido". Mejor que lanzarme a comentar tan maravilloso libro, dejo el link de un blog donde se puede leer una entrada buenísima sobre Giménez. (Carlos Giménez. Paracuellos).
La visita ya oficial y habitual de los viernes de Pedro, mi amigo ex-librero, y una amena conversación sobre libros de ciencia ficción rusa (¿o libros rusos de ciencia ficción?), sobre Zamiatin ("Nosotros"), Bogdanov ("Estrella roja"), Bulgakov ("Los huevos salvajes") y al final sobre Dovlátov (le dejé "La maleta" y le ha encantado... sí, soy un librero que presta libros agotados a riesgo de no verlos más, no aprenderé nunca...) ha provocado que me despidiese de Pedro y echara el cierre menos sombrío de lo que previsible. Tampoco sé la razón por la que me he puesto a escribir todo esto, pero ya está hecho, así que... Me apetece chino para cenar, la metafísica espera...
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