viernes, 30 de abril de 2010

Sergéi Dovlátov olvidó una maleta en el Vips

Cuando vivía en Madrid iba mucho a los vips a por libros, incluso cuando ya trabajaba en una librería. En la sección de saldos, al menos hace años, encontrabas verdaderas joyas. Los libros-revistas “Almanaque” que editó Random House de manera un tanto efímera, las encontré ahí. No sé qué año fue, pero lo primero que leí de Bolaño estaba incluido en uno de esos números. Cito de memoria… “Tengo una buena y una mala noticia, la buena es que hay vida después de la vida; la mala es que Jean Claude de Villevenue es necrófilo…” Bang. “Historia con Monstruos” de Fresán estaba en el mismo número. Gran número… Cuando curraba en Pasajes muchas mediodías no volvía a casa, no me daba tiempo; bueno, sí me daba, si dejaba hecha la comida, llegaba, comía y hacía la cama mientras me tomaba un café, sí me daba tiempo, pero no era lo habitual. Así que muchas veces acababa curioseando en el vips más cercano después de comer. Ya, ya sé que no es muy normal currar en una librería y utilizar tu par de horas libres a mediodía para ir a curiosear más libros, pero en mi defensa diré que el café está muy rico y además, podías comerte una modesta copa de Browne con helado por muy poco… Alimento para el alma… Un día entré y estaban saldando libros de la Editorial Metáfora, seguramente una de las pérdidas más tristes del mundo editorial de la pasada década, y no es exageración. Su fondo era admirable (ideal para mis gustos), el diseño homogéneo y atractivo, las traducciones buenísimas, pero quebró. Y su fondo acabó donde acaban todos, en ese purgatorio aséptico e impersonal, badulaque, alacena desastre que son los vips. Me compré todos los que pude. Y si llego a saber los autores que iba a descubrir, me hubiera proveído de otros ejemplares para regalar. Metáfora fueron los primeros en editar a Miljenko Jérgovic, recuperaron a Danilo Kis antes de que Jaume Valcorba y su Acantilado lo recuperaran de nuevo, editaron un texto inédito de Hrabal, y publicaron “La Maleta” de Sergéi Dovlátov. Últimamente he llegado a la conclusión de que el libro electrónico no me importa, me he vuelto un hipócrita cínico con ese asunto. Si quiero puedo abastecerme y tener libros hasta que me muera. Siempre habrá en las calles de Madrid viejos casposos con cara de degenerados o de arruinados profesores universitarios vendiendo libros usados sobre una sábana. Quien quiera leer en una pantallita de un e-book sabiendo que entre sus manos está no sólo el libro que lee sino 5.900 más, allá él. Soy un fetichista, y no me avergüenzo. Donde pone "drogas" en el dicho formado junto a sexo y rocanrol, pon "seda, nylon, vinilo y papel" y me harás un hombre feliz.

Jérgovic, Kis y Dovlátov son unos cuentistas inmensos. A los que hay que leer y releer. A veces pienso que cuando los e-book abaraten tanto la edición de un texto que únicamente gane dinero el dueño de la fábrica de chips y el dueño de la marca del aparatito y dejen de traducirse textos porque nadie va a pagar a un traductor (ni a un escritor), no va a haber manera de conocer a escritores como estos y nos tendremos que quedar con el producto patrio... que por mucho que quiera, nunca podrá escribir como un eslavo, y a mí me vuelve loco la manera en la que a veces escriben los eslavos. De todos los libros que me dejó mi tío Iniesta, guardo con especial afecto y paranoia “Cuentos húngaros”, un librito maravilloso de hojas ya no amarillas, sino directamente marrones, de la editorial Hispano Americana, que data de 1958. De los 19 autores sólo “ha pasado” a los anales Sandor Marai, pero ahí hay cuentos que valen el asalto a un castillo para poder leérselos a una voluptuosa cocinera mientras la princesa sigue durmiendo y esperando a quien quiera que espere. Si no soy capaz de cerrar los ojos y visualizar dónde está exactamente ese libro en la estantería, me pongo nervioso. No me gustaría perderlo por nada del mundo. Como mis libros de Metáfora. Sí, son libros agotados, y últimamente parece que sólo hablo de libros agotados, pero tanto Jergovic, Kis, Hrabal y Dovlátov son autores que (gracias a los dioses) se pueden encontrar sin mucha dificultad.

Sergéi Dovlátov murió en Nueva York la mañana del 24 de agosto de 1990, nueve días antes de cumplir 49 años. Murió en una ambulancia que intentaba abrirse paso por las calles de Brooklyn. Los dos enfermeros puertorriqueños se preguntaban quién era ese gigante de más de dos metros, corpulento, de bigote y rostros caucasianos, que parecía más un tractorista borracho que un escritor ruso. Murió intoxicado por una enfermedad que padeció toda la vida: el alcoholismo.

Para saber quién era Sergéi Dovlátov sólo hay que leerle. No se calla nada, no se guarda nada y a la vez todo lo esconde y todo lo silencia. Había nacido en septiembre de 1941 en Ufa, durante la evacuación de Leningrado por el asedio nazi en la segunda guerra mundial. Su vida en la ex URSS la pasó entre Tallin (Estonia) y Leningrado, leyendo y escribiendo, pero sin poder publicar nada. Fue en 1978 cuando emigró a Nueva York, ciudad en la que siempre viviría y en donde publicó, en ruso, la mayor parte de su obra. Sus libros aparecieron después en inglés con gran éxito, tal vez debido a que era un autor relativamente fácil de traducir, dueño de una sintaxis llana que no se diluye en el trasvase de una lengua a otra y que hace sentir al lector como si dialogara de igual a igual con el autor.

De su libro de notas se leen cosas así:

“Recuerdo que una vez adquirí un libro de Brodski de 1964. Pagué una cantidad considerable, como si fuera una rareza bibliográfica. Si no me equivoco, cincuenta dólares. Luego, le comenté a Joseph lo sucedido. Me dijo:

-Y yo no tengo ese libro.

-Si quiere se lo regalo -le expresé.

Joseph se sorprendió:

-¿Y qué voy a hacer con él? ¿Leerlo?”

Joseph Brodski, su amigo, lector y confidente en Nueva York, escribió: “Dovlátov fue sobre todo un maravilloso estilista. Sus cuentos se fundan ante todo en el ritmo de la frase; en la cadencia del lenguaje del autor. Están escritos como poemas: el argumento en ellos tiene una importancia secundaria, que sirve sólo de pretexto para el lenguaje.”

Me gusta verme como un coleccionista de Dovlátov, la editorial Ikusager saca de vez en cuando algo de él, y allí estoy yo. El reduccionismo gilipollas al que da pie su biografía da para ganarse unos buenos latigazos, y desde luego no por una señorita turgente. Me preocupa que se utilice a un nihilista genial como Dovlátov con fines mezquinos sin ver que el existencialismo del que hace gala tiene, digamos, miras universales. No apunta a un gobierno sino a uno mismo. Es autodestructivo, autoaniquilativo, es como un espejo al que le faltara un trozo, y ese trozo te lo pusiera él mismo en la mano. En Rusia Dovlátov no puede hacer nada. Emigra a los EEUU y adquiere fama y gloria. La coyuntura es política, Dovlatov no. “La mayor tragedia de mi vida ha sido la muerte de Anna Karenina” escribió. Tal vez sea cierto que todo en esta vida sea política, pero el dolor es otra cosa. Dovlátov se automargina, no le gusta la imbecilidad humana. Todo lo esconde el alcohol, todo menos la memoria. Su memoria es suya, describe su entorno como algo necesario, que le ubica aunque a la vez le destruya. Critica la imbecilidad humana, y el más humano es él. Se automargina y el alcohol aparece como la consecuencia natural de lo anterior.

Cuando abrí “LA MALETA” en aquel vips olvidé que estaba solo. Lo que se dice amor a primera vista:

Traducción: Justo E. Vasco PRÓLOGO:

“En el Departamento de Visas y Registro, va aquella zorra y me dice:

- Cada emigrante tiene derecho a tres maletas. Esa es la norma establecida. Hay una resolución especial del ministerio.

No tenía sentido objetar. Pero, por supuesto, objeté.

- ¡¿Solamente tres maletas!? ¿¡Y qué hace uno con sus cosas!?

- ¿Por ejemplo?

- Por ejemplo, con mi colección de coches de carreras.

- Véndala – respondió de inmediato la funcionaria; y añadió, frunciendo levemente las cejas: - Si algo no le satisface, escriba una reclamación.

- Estoy satisfecho – le digo.

Después de la cárcel todo me satisfacía.

- Entonces, compórtese correctamente…

Una semana después recogía mis cosas. Y como se vio después, me bastaba con una sola maleta.

Sentía tal conmiseración hacia mí mismo que estuve a punto de sollozar. Tenía treinta y seis años. De ellos, llevaba dieciocho trabajando. Algo ganaba, algo compraba. Creía ser dueño de algunas propiedades. Pero el resultado cabía en una maleta. Para colmo, de dimensiones más que modestas. ¿Era yo, entonces, un mendigo? ¿Cómo había llegado a aquello?

¿Los libros? Básicamente, tenía libros prohibidos. La aduana no permitía sacarlos. Tuve que regalárselos a conocidos, junto con lo que yo llamaba mi archivo.

¿Los manuscritos? Hacía tiempo que los había enviado a occidente, por vías secretas.

¿Los muebles? Llevé el escritorio a la tienda de segunda mano. Las sillas se las quedó el pintor Cheguin, que hasta ese momento se las arreglaba con cajas vacías. El resto lo tiré.

Así me largué, con sólo una maleta. Era de aglomerado, forrada de tela, con refuerzos niquelados en las esquinas. La cerradura no funcionaba. Tuve que atar mi maleta con las cuerdas de tender la colada.

Alguna vez fui al campamento de pioneros con esa maleta. En la tapa, con tinta, estaba escrito: “Grupo infantil. Seriozha Dovlátov”. Y a un lado, alguien había grabado cariñosamente; “limpiaculos”. La tela estaba raída en algunos lugares.

En la tapa, por dentro, tenía varias fotos pegadas. Rocky Marciano, Armstrong, Iosif Brodski, la Lollobrigida en ropa interior. El aduanero intentó arrancar a la Lollobrigida con las uñas. Sólo pudo arañarla.

Pero no tocó a Brodski. Se limitó a preguntarme quién era. Le respondí que un pariente lejano…

El dieciséis de mayo llegué a Italia. Vivía en el hotel romano “Dina”. La maleta quedó metida debajo de la cama.

Al poco tiempo, recibí algunos honorarios de las revistas rusas. Compré unas sandalias azules, unos vaqueros de franela y cuatro camisas de lino. Y tampoco abrí la maleta.

A los tres meses me trasladé a Estados Unidos. A Nueva York. Primero viví en el hotel Rio. Después, con amigos, en Flushing. Finalmente, alquilé un piso en una buena zona. Guardé la maleta en el rincón más lejano del armario empotrado. Y tampoco desaté la cuerda de tender la colada.

Transcurrieron cuatro años. Nuestra familia se reconstruyó. Mi hija se convirtió en una norteamericana adolescente. Nació mi hijo. Creció, y comenzó a hacer travesuras. En una ocasión, mi esposa, perdida la paciencia, le gritó:

- ¡Métete ahora mismo en el armario!

El niño niño pasó unos tres minutos en el armario. Después, lo dejé salir.

- ¿Te dio miedo? – le pregunté-. ¿Lloraste?

- No – respondió-. Me senté sobre la maleta.

Entonces saqué la maleta. Y la abrí.

Encima de todo había un buen traje cruzado. Ideal para entrevistas, simposios, conferencias, recepciones. Creo que habría servido hasta para la ceremonia de entrega del Nobel. Después, había una camisa de popelín y unos zapatos, envueltos en papel. Más abajo, una chaqueta de pana forrada en piel sintética. A la izquierda, un gorro de invierno, de falsa nutria. Tres pares de calcetines finlandeses de crespón. Guantes de conductor. Y, finalmente, un cinturón militar de cuero.

En el fondo de la maleta había una página de Pravda, correspondiente a mayo del ochenta. Un gran titular anunciaba: “Larga vida a la grandiosa doctrina”. Y en el centro tenía un retrato de Carlos Marx.

Cuando era escolar, me gustaba dibujar a los lideres del proletariado mundial. En especial, a Marx. Echaba un borrón de tinta y ya se le parecía…

Contemplé la maleta vacía. En el fondo estaba Carlos Marx. En la tapa, Brodski. Y entre ellos, una única vida, invalorable, perdida.

Cerré la maleta. Dentro rodaban las bolitas de naftalina cabiendo ruido. Mis cosas yacían en un montón sobre la mesa de la cocina. Pensé: ¿y de veras, esto es todo? Y me respondí; sí, es todo.

En ese momento, como se suele decir, me abrumaron los recuerdos. Seguramente se escondían entre los pliegues de aquellos trapos miserables. Y ahora habían escapado. Recuerdos, cuyo título debería ser “De Marx a Brodski”. O, digamos, “Mis riquezas”. O quizá simplemente, “La maleta”…

Pero, como siempre, el prólogo se hizo largo.”

Pagué el café, cogí todos los libros que había de aquella editorial, y salí de allí.


4 comentarios:

TSI-NA-PAH dijo...

Dentro de este estilo de anecdotas.Bill Wyman se dejo el maletin con todos sus papeles en el forum de la Fnac y alguien aprovecho para llevarsela!
saludos

La Pecera dijo...

Con fotos de Mandy Smith? Supongo que no...
Uff

evelio guzman dijo...

Como siempre estoy encantado de haberte leido ,solo tengo una pega¿donde conseguir "La Maleta"?,pero supongo que eso ya es cosa mia .Un saludo.

La Pecera dijo...

"La maleta", desgraciadamente, te será difícil de encontrar, pero por otro lado tienes 3 maravillas de Dovlátov editados por Ikusager que encontraras sin problemas, amén de "Los nuestros", otra joya.
Y mil gracias...

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