Hoy hace 50 años de la entrada de los tanques soviéticos en Checoslovaquia.
LA MUÑECA RUSA.
CAPÍTULO 1.
Josef Koudelka, 1968 |
La noche en la que el
ejército soviético entró en Checoslovaquia, Milos Meisner interpretaría el
ruido de los tanques por las calles de Praga como la gran y estúpida ironía que
definiría el resto de su vida a partir de ese momento. Le asaltó entonces el
deseo angustioso de escapar de su pequeño piso de la calle Na Hrázi, del
hospital psiquiátrico donde trabajaba como celador, de salir de Praga, de
abandonar Checoslovaquia, de exiliarse de su vida, como si esa fuga pudiese
darle la calma y el consuelo que, desde hacía varios años, creía necesitar. Se
asomó despacio por la ventana y vio un tanque en su propia calle.
Inmediatamente pensó en Irina, y el miedo que le asaltó hizo que volviera a oír
en su cabeza las risas incontenibles de su amigo Pavel Sisak y del escritor
Bohumil Hrabal cuando, un par de días antes, les contaba que se sentía culpable
porque se había enamorado de una paciente rusa del hospital que decía ser hija
de un cosmonauta ucraniano perdido en el espacio cuya vida había sido borrada
por las autoridades soviéticas. Echaba de menos aquellas risas, la de Pavel
como la de un grajo luminoso, la de Bohumil como la del hermano mayor que sabe
cosas que nosotros nunca podremos saber. Se vio de nuevo rodeado de ellos; los
tres ebrios, felices y asustados; él mirándoles y descubriendo en sus miradas
ese fuego de los que no tienen miedo a nada y a la vez están aterrados por
todo.
Estamos en 1968 y, por
extraño que parezca, casi nadie imaginaba que la invasión de Checoslovaquia por
parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia realmente iba a ocurrir. Hacía más
de un año que Irina Belokoneva había aparecido en el hospital mental de Praga y
nueve meses desde que se habían iniciado las reformas democráticas de Dubček.
La noche del 20 de agosto de 1968 se oyeron las explosiones de algunos obuses
fortuitos a lo lejos, como si la brutalidad y la represión que se avecinaban
quisieran entrar llamando a la puerta a pesar de no estar invitadas,
tamborileando sobre el ruido de tanques, anunciando que, por muy cruel, injusto
y desolador que pareciese, todo estaba a punto de terminar.
Josef Koudelka, 1968 |
El día que entraron los
tanques en Praga, Milos salió del hospital psiquiátrico Bohnice sintiéndose
distinto, intentando no sucumbir al escepticismo, obligándose a creer en Irina,
en la historia que Irina le contaba una y otra vez como una salmodia
liberadora. Atardecía, las noches comenzaban a ser frescas y decidió caminar.
Durante casi un año venía oyendo esa extraña historia, pero aquel día no pudo
evitar sonreír sarcásticamente mientras la escuchaba, creyendo ver en todo
aquello un ceniciento paralelismo hacia lo que se estaba viviendo en
Checoslovaquia. Por todos lados se hablaba de reformas democráticas, se
organizaban asambleas en cada barrio, en cada calle, en cada bloque; se hablaba
de la abolición de la censura, de las libertades recuperadas, de todo por
conseguir tras tantos años grises vividos con sorna y resignación. Sin embargo
ese día sentía algo distinto, como si al alejarse de aquel sanatorio, de ese
edificio mezquino y trovo, también se alejase de Irina más allá de lo puramente
físico, como si la locura que él ayudaba a sobrellevar a los pacientes de aquel
lugar, la fuese esparciendo por todos lados conforme entraba a Praga, dejándola
entre los árboles, entre los estudiantes, las mujeres, los obreros, entre la
gente que iba o volvía de las asambleas, de los restaurantes, de los bailes, de
los centros culturales; desmenuzaba aquella cruel locura en la que trabajaba y
la veía volverse invisible, igual que ondas de radio, rodeándolo todo como el
papel de regalo de un porvenir sin la férrea sombra soviética. Pero el sonido
de los obuses le hizo desear estar con ella. Aquel miedo, aquel ocultarse en
una casa a oscuras, se tiñó de pronto de reservas, de escudos protectores, de
cínicos prejuicios, convirtiéndolo en una especie de actor mediocre perdido en
una escena clave que no sabe continuar sin leer el guión. Sentía que las
explosiones le alejaban de ella, alimentando sospechas ante la rocambolesca historia de Irina, viendo
perecer la historia de su pueblo, vertiendo toda aquella marea a través de sus
manos como un pez robusto y lunático. Durante meses había buscado por todos los
medios sacar a Irina de ese sueño que la atormentaba, separarla de la Luna, de
esa Luna que la había vuelto loca. Ahora, asomado imprudentemente a la ventana
de su pequeño piso, lamentó comprobar que el destino de los checoslovacos
estuviese ligado obligatoriamente al de los soviéticos. Una voz le inquirió desde
abajo. Un kalashnikov apuntaba hacia su ventana. Asustado de verdad por primera
vez, se agazapó y corrió las cortinas. Blasfemó con rabia y se maldijo a sí
mismo por sentirse responsable del destino de Irina Belokoneva.
Josef Koudelka, 1968 |
Cuando por fin el
cansancio empezó a vencerle, se quitó cuidadosamente la ropa. Al contemplarse
desnudo en el reflejo del espejo del armario de su dormitorio, Milos se sintió
de nuevo cerca de ella ignorando los miedos y las reservas. Al meterse al fin
en la cama, buscó reírse de sí mismo, queriendo explotar como un abanico de
amenazas, pero no lo consiguió. Sin embargo, en su cabeza surgió una pregunta:
¿Cómo es posible que me haya enamorado de una paciente diagnosticada de
esquizofrenia paranoide que dice ser hija de un cosmonauta ruso desaparecido en
el espacio tras un fracasado viaje a la Luna? ¿Cómo es posible que dude de la
locura de una locuaz esquizofrénica ocasional, de una trovadora desquiciante
martirizada por el recuerdo de un padre que imagina muerto, flotando inerte en
el espacio, en una paradigmática imagen recurrente de película de ciencia
ficción?
A pesar de todo eso,
aquella noche Milos durmió plácidamente. Soñó con Irina, con cosmonautas, con
caballos, con la cara oculta de la Luna y con el mar, un mar que nunca había tenido
la posibilidad de ver y que creía necesitar. Soñó que escapaba, que se marchaba
pero no se perdía, que amaba pero no amaba, que pisaba la Luna sin billete de
vuelta y que respiraba extrañamente tranquilo bajo la escafandra de un planeta
mutilado como un pez sin futuro, tal vez su país.
Todo esto yo lo sé porque
Milos me lo ha contado un millón de veces, sentado en esta silla, frente a las
estanterías de la sección de Literatura Hispanoamericana en una pequeña y
ridícula librería de un pequeño y ridículo pueblo de la costa almeriense
llamado Almarga. Hace muchos años de todo aquello y, por una razón que todavía
desconozco, este lugar es el final de su viaje. Tal vez por eso haya decidido
contarme su historia, una historia que en el fondo intuyo que ni es sobre él ni
tampoco es suya. Lleva viviendo aquí dos años y aún tiene en su casa una maleta
sin deshacer. Las veces que le he preguntado qué es lo que guarda ahí siempre
me ha contestado lo mismo, ahí llevo lo único que me llevaría si tuviera que
irme a otro lugar; el porqué la tengo hecha, o por qué no la he deshecho aún,
es algo que vosotros nunca podríais entender del todo. ¿Quiénes?, pregunto. Y
él responde, vosotros, mirándome como si le hubieran hecho la pregunta más
tonta del mundo. Así que nunca vuelvo a insistir. Es entonces cuando Milos
Meisner me sonríe, alza una de sus cejas y balancea levemente la cabeza,
sumergiéndose de nuevo en todo aquello que lo atormenta y a la vez sé que le
mantiene vivo.
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