Orgullo y deuda.
Antonio Iniesta Jiménez.
Tragedia de un pintor
pobre.
Antonio Iniesta con su madre, 1936 |
Estudia en el colegio de los
Hermanos Maristas, sobresaliendo por su tenacidad y buenas notas, pero el
hambre manda y tiene que trabajar el campo junto a los suyos. El problema es su
cojera; sufre mucho y es de poca ayuda. Busca otros quehaceres, y cuando puede,
coge tizones de la lumbre de la cocina y con ellos pinta por las paredes todo
lo que ve. Es evidente que tiene una destreza fuera de lo común. Por mediación
de una hermana de su madre, que trabajaba como sirvienta en casa de una importante
familia de Manzanares, es acogido bajo el mecenazgo de Tomás Corchado, el cual
se hace cargo de los gastos de su educación. Él sólo piensa que quiere ser
pintor. Imagina y sueña con otro destino diferente al que hasta ese día ha sido
el de su familia. Absorbe todo lo que ve, los cuadros colgados en las paredes
de esas casas tan diferentes a la suya donde sus tías sirven, las deficientes
reproducciones de los libros que caen en sus manos y que devora
irremediablemente sentado mientras los demás niños corren y dan patadas a
pelotas hechas con trapos viejos. Estudia y descubre que aprende rápido. Calla
y espera. Alguien ha decidido darle una oportunidad. Fiel al lugar donde crece
y a la época que pertenece, ve a Dios detrás de todo ello.
En 1934, con veintiún años,
aprueba con nota el concurso oposición para poder estudiar en la Academia de
Bellas Artes de San Fernando. Al llegar a Madrid, no se puede creer que eso le
esté pasando a él, sin embargo, por muy bien que se le dé dibujar, pronto verá
que eso es sólo el principio, pues nadie más en su aula viste con alpargatas ni
lleva una cuerda como cinturón. Su carácter tímido se recubre para siempre de
una orgullosa mesura. El golpe militar de julio de 1936 provoca que huya con su
madre y su hermana Juana a Valencia, ejerciendo de escriba y contable en una
colectividad agraria. Debido a que sus dos hermanos mayores están aún en
Manzanares, consigue volver con su madre y pasan allí el resto de la guerra,
ejerciendo también como escriba y contable de la Comunidad de Campesinos.
Inmerso en un profundo conflicto interior, pocas veces hablará de esos años más
allá de las inevitables generalidades de “hambre, dolor y miseria”, a excepción
de un hecho que él consideró absolutamente definitorio de lo que posteriormente
fue toda su vida. Durante uno de sus viajes a Alcázar de San Juan para vender
una tinaja de diez litros de aceite, es sorprendido en la estación de tren por
un ataque de la aviación nacional. Varios cazas pasan ametrallando los andenes,
y él, debido a su cojera, no puede correr a esconderse. Siente las ráfagas
silbando alrededor suyo, alcanzando a la tinaja. Cuando los aviones
desaparecen, está ileso. Una mujer corre hacia él y le ayuda a recoger parte
del aceite que se derrama y a cambio le da un pequeño saco de harina y otro de
garbanzos. A partir de aquel hecho, en el que él quiso ver una mano
providencial, decide dedicar su vida a devolver la deuda que cree haber
contraído con Dios, para lo cual sólo cree tener un modo, la pintura.
Al término de la guerra regresa a
Madrid y consigue finalizar la carrera con las mejores notas posibles; de
nuevo, su madre y su hermana Juana (y la primera hija de ésta con Juan
Camarena, Ruperta) van con él. Alquila una pequeña vivienda en un edificio de
la calle Castelló y en 1943 saca la plaza de profesor titular de dibujo. Al ser
el segundo de su promoción (“el primero se quedó el hijo de un ministro, no
recuerdo cuál”), puede elegir centro, decantándose por uno que queda a cinco
minutos de su casa y al cual puede ir andando. Durante cuarenta años ejerce de
profesor de dibujo en la hoy desaparecida escuela oficial de Artes y Oficios
que había en la calle Ayala esquina príncipe de Vergara. Desde entonces, se le
podrá ver caminando cargado de papeles y lienzos enrollados por ese barrio en
el que, a pesar de los constantes cambios, siempre seguirá teniendo cierto aire
de brillante polilla decimonónica. Su mundo discurrirá entre las calles
Castelló, Ayala y Goya, donde están su casa, su escuela y un estudio que, de
nuevo, Tomás Corchado le cede: un pequeño y luminoso ático en un edificio
propiedad de su familia. El refugio para tanta deuda y gratitud lo encontrará
en la cercana iglesia de la Concepción, que visita diariamente. A mediados de
los años 50, Iniesta traslada su estudio a otro ático, esta vez en el mismo
edificio donde reside, en la calle Castelló, el cual mantendrá hasta su regreso
definitivo a Manzanares al jubilarse.
A. Iniesta, 1942 |
En 1943 tiene treinta años y
Antonio Iniesta siente que quizá ahora empiece todo para él. Cuida de su madre,
a la cual por fin ve descansar, sus hermanos mayores, María y Celedonio,
trabajan en Manzanares, su hermana Juana sirve en casa de un importante
dentista, y su cuñado, aunque está preso desde el final de la guerra, ha sido
trasladado a Cuelgamuros gracias a la intercesión de uno de los clientes del
reputado dentista (a cuya primera mujer, Iniesta realiza un retrato de gran
formato, una francesa llamada Dana, y que resultó ser espía aliada, hecho que
provocó, entre otros sucesos incómodos, la desaparición del retrato). Respecto
al traslado de su cuñado, piensan que algo ha tenido que ver un ministro, su
hermana cree que el de vivienda, Antonio que el de Asuntos Exteriores.
Seguramente tuvo más que ver el fin de la Segunda Guerra Mundial y los gestos
que el dictador tuvo que hacer para conseguir partidarios entre los países
aliados, pero ellos tienen la impresión de que han sido ayudados por alguien
importante y es posible que muchos de sus actos, a partir de ese momento, se
rijan por ese sentimiento de deuda. El 1 de agosto de ese mismo año, dos días
antes de cumplir treinta, realiza su primera exposición individual. A partir de
entonces compagina los encargos que empieza a tener con sus clases, explorará a
conciencia los fondos del Museo del Prado (donde lleva años estudiando no sólo
a Velázquez, Murillo, Zurbarán y a toda la escuela flamenca, sino también a
Carlos de Haes y a paisanos como Ángel Andrade, de quien le habla Antonio López
Torres y cuya pintura deslumbra al tener acceso a los fondos de la Diputación
de Ciudad Real, en ese momento olvidados sin exponer), viaja y se refugia en
unos pocos amigos que aprecia y le aprecian. Pedro Guijarro, José Díaz, el
periodista José López Caba (Jolopca), el actor Luis González (Luisillo), José
Fernández Arroyo, César López, Jacinto Pintado y Emiliano García Roldán, serán
los más queridos por él. Animado por lo que la vida le ha deparado, se siente
con fuerzas para tomarse en serio la vertiente literaria que siempre ha
sentido. Escribe teatro y poesía, y en 1957 termina el libreto para una
Zarzuela titulada “Sotomayor y los franceses” inspirada en la historia de su
pueblo. Ésta última será la única que se llevará a los escenarios. Después de
su estreno, solamente escribirá sonetos y artículos periodísticos que verá
publicados esporádicamente.
"Megua niña",óleo sobre tela, 1942 |
A. Iniesta pintando en las calles de Piedralaves, 1947 |
El 1 de julio de 1949, sabiendo
ya que su proyecto vital será distinto al de los pintores que le rodean, afirma
en una entrevista: “Un cuadro interesa
mientras se está pintando, luego se desprende de uno. Algunos cuadros nos
cansan antes de acabarlos cuando lo que se intentó ya está hecho. Acaso lo que
más me gusta pintar es la era con sus mieses a la siesta, cuando no hay
nadie…”. Descubre que sus cuadros pueden ser ricos dentro de su básica
paleta cromática, que sus motivos académicos no impiden que pueda ser capaz de
mostrar su fuerte personalidad y sobre todo, descubre que con su pincelada
segura puede evocar todos sus anhelos y toda su espiritualidad dentro de esa
suerte de paisajes ideales (que no idílicos) que pinta, donde a pesar de la paz
que en primera instancia parecen emanar, aparece siempre una honda melancolía
que con el paso de los años dará forma a una serena religiosidad y también a
una profunda amargura. En marzo de 1953 es incluido en la exposición colectiva
celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid dedicada a África, donde gana
el primer premio con una de sus obras más expresivas y atípicas, “Cerca de la
cábila”. Ese lienzo, a pesar del marcado academicismo, sobresale por su potente
expresividad y señala un nuevo punto importante en su carrera. Es en ese
momento cuando tiene que hacer frente a uno de los hechos más duros de su
vida. En plena trayectoria ascendente de su carrera, donde los cada vez más
numerosos encargos se mezclan con ofrecimientos para viajar a Europa, en mitad
de un camino donde se intuye una vida nunca imaginada, su madre enferma. Decide
pintarla antes de que fallezca.
"Mi madre", óleo sobre tela, 1954 |
A partir de entonces su pintura
se vuelve adulta, serena. Vuelve a pintar al ritmo de antes. Expone en
Valladolid, Albacete, Zaragoza, Jaén, Granada, Madrid, Vigo... El problema es
que, el 10 de julio 1958, tras exponer en Ciudad Real, se da cuenta de que no
tiene cuadros. Ha expuesto en Albacete y Zaragoza, donde ha vendido todo. Para
la de Ciudad Real hace veintinueve más, y de nuevo vende todos menos uno, el
que hacía el número treinta y que se ha animado a llevar a la capital, “La
fragua de Magdaleno”. Por un lado, no quiere desprenderse de él, al igual que
tampoco quiere desprenderse del retrato de su madre, pero desea verlo en un
museo. Incomprensiblemente, ninguna institución se ha ofrecido. Incluso piensa
en otros de sus lienzos (un paisaje de Despeñaperros), donde él cree haber
alcanzado la “espiritualidad” que busca, pero que han acabado en manos
privadas. Su estudio de Madrid, por primera vez en años, está vacío. Han
terminado las clases y regresa a Manzanares; entra en su estudio de la calle de
la Cárcel y allí sólo le espera la fragua. La siempre jovialidad de su amigo
Luisillo no logra animarlo del todo. Visita Ruidera, donde toma apuntes para
una obra de grandes dimensiones que le ha encargado un médico de Ciudad Real,
prepara el curso de verano que da a varios chicos del pueblo; desde hace varios
años, enseña con especial interés a un joven pintor de Villanueva de los
Infantes llamado Juan Antonio Giraldo, a quien anima a exponer.
De regreso a Madrid entabla
amistad con Faustino Sanz Herranz; pintor y escultor se entienden
perfectamente, se intercambian obras y comparten muchas horas de conversación.
A Iniesta le llegan ofertas para ir a París y exponer allí, también le ofrecen
una beca para residir una temporada en Roma, del Banco Hispano Americano le
encargan un gran lote de obras para todos los despachos de dirección de las
sucursales de Madrid, toma alumnos de fuera de la escuela; uno de ellos, un
agregado militar de la embajada de Venezuela, le encarga treinta cuadros para
una galería de su país y le pide treinta más;
acepta el primer encargo pero no el segundo. “Mucho jaleo”, dice. José Utrera Molina, un por entonces joven y
ambicioso gobernador civil de Ciudad Real, le alaba y encarga obra. Se siente
abrumado. Sanz Herranz le aconseja que se haga con un representante pero dice
que no. Declina ir a París. Rechaza la beca de Roma. Piensa que todo eso es
demasiado. Sólo es un niño pobre que le gusta pintar. De 1959 a 1962, aunque no
deje de pintar, no expondrá en ninguna parte, vende pero no expone.
Paradójicamente, a la par que esto sucede, o quizá un poco antes, nunca se
sabrá, la crítica ha cambiado. A principios de los sesenta, aunque la crítica
oficial sigue manteniendo una concepción del arte eminentemente conservadora,
asentada en las llamadas propiedades transcendentales de belleza-verdad, una
nueva generación de críticos comienzan a abrirse a las manifestaciones de
vanguardia. José Hierro, Figuerola-Ferretti, Carlos Antonio Areán y otros,
comienzan a hablar de “nueva crítica”. Son los años del grupo “El Paso”, del
éxito de Tàpies en la Bienal de Venecia, de las crucifixiones de Antonio Saura.
De repente, él, representa lo viejo.
Es entonces cuando Antonio
Iniesta escribe una carta que no llega a enviar; aunque no está fechada ni tiene destinatario, posiblemente estuviera
dirigida al antiguo alcalde de Manzanares, José Calero Rabadán. En ella aparece
el Iniesta más frágil, más humilde, más asustado, pero también el más
orgulloso, el más sereno y el más consecuente con todo lo que vendrá después.
En esa carta se muestra como es, como siempre ha sido y como inevitablemente,
siempre será; alguien con una férrea espiritualidad y con una idea
inquebrantable sobre su oficio, alguien que se siente en perenne deuda con
quien siente que es responsable de lo que es, pues no hay que olvidar que él
está ordenado fraile franciscano e hizo voto de pobreza. Iniesta sitúa la
vanguardia en un plano que no tiene ningún sentido para él. Ve las vanguardias como
“el camino fácil”. Del mismo modo,
sabe y comprende el arte como evasión, pero evasión “hacia un mundo donde la poesía y la ternura tienen su asiento”, no
como mera distracción. Decide mantenerse fiel a lo que hasta ese momento ha
sido y no sucumbe a lo que él considera “cantos de sirena”, los cuales
corromperían su pintura. En el fondo tiene miedo; con los años se ha hecho a
una dinámica sencilla (él pinta, alguien compra; nunca pide mucho, el comprador
siempre tiene rostro o, como mucho, sólo hay un intermediario y los precios son
razonables), ir más allá supone renunciar a muchas cosas, a su visión de la
pintura, y a sus votos también. Con esa decisión (y esa carta) simplifica su
oficio, lo dignifica, como si de algún modo volviera a esa era donde nació,
extramuros, fuera de los límites urbanos, en este caso históricos, donde se
baten sus colegas y entran en juego otras cosas más allá de la propia pintura.
Él sólo quiere pintar y dar clase. Pedidos y encargos no le faltan. A partir de
ese momento, su carrera cambia radicalmente; aunque siga pintando como siempre
lo ha hecho hasta ese momento, sus aspiraciones son otras, tan sencillas y
banales como pintar, hasta donde le lleve su amor por Velázquez.
"Río Cigüela", óleo sobre tela, 1962 |
En 1962 (del 24 de marzo al 6 de abril, con 35 lienzos) vuelve a exponer en la
que será su galería de referencia a partir de ese momento, la Sala Eureka de Madrid, sita en la calle Caballero de Gracia número 21.
Desaparece por completo la figura humana, la atmósfera de sus cuadros se vuelve
más gris, la luz más pálida, el final de un verano amable y el inicio de un
otoño perpetuo se asientan en su paleta. Críticos como Ramón Lope Villodre aún
lo aprecian y defienden, pero también le exigen algo más, algún tipo de riesgo.
A él, esas exhortaciones apenas le importan.
Todos los viernes, invariablemente, al terminar sus clases, vuelve a Manzanares, al igual que también hace cuando llega el verano. La vida pasa. En 1974
expone en Valladolid, y en 1978 en su pueblo, donde hace más de veinte años que
no exponía.
En 1983, con setenta años, se
jubila e instala definitivamente en Manzanares, en la que ha sido su ocasional
casa durante cuarenta años, en la calle Clérigos Camarena. Su estudio, el de
siempre, en la calle de la Cárcel, sin calefacción, con un aseo comunitario en
un patio de vecinos pero con un ventanal soberbio por donde entra una luz
maravillosa por las mañanas y que da al callejón de la Hoz (hoy con su nombre).
En 1985, ese Dios con el que él
por fin se sentía en paz, le vuelve a poner a prueba cuando menos lo esperaba:
el cura de la iglesia de la Asunción le pide la elaboración de un gran retablo
para el altar mayor. Una virgen y los cuatro evangelistas. Hace veinte años que
no pinta una figura humana (salvo un “Jesucristo portando la cruz”, una “Cabeza
de Jesús” que a mediados de los setenta pintó por placer para su propia
habitación y otro Jesucristo, con túnica blanca, que regaló a las monjas de clausura
de Manzanares). No rechaza el encargo, pero tampoco lo cobrará. El entusiasmo
inicial dará paso al recelo, ya no es el mismo técnicamente. En 1986 termina el
encargo, le ha costado muchísimo esfuerzo, pero él está satisfecho. Aún así,
paralelamente, ha ido preparando una serie de cuadros para la que será la
última exposición que hará en vida. Será el mes de noviembre de 1986, en la
sala de exposiciones que la desaparecida Caja de Madrid tenía en la calle
Virgen de la Paz de Manzanares. Treinta cuadros de los que él está plenamente
feliz y en los que se siente realizado plenamente. A varios de ellos les pone
el cartel de “vendidos” porque no quiere desprenderse de ellos. Su vida
discurre entre su estudio, la iglesia y la compañía de los dos únicos amigos que
aún mantiene, Alfonso Márquez y el médico Emiliano García Roldán, tan
diferentes y opuestos como necesarios para él.
A. Iniesta en su estudio, 1997 |
Antonio Iniesta se fue
convirtiendo en su propia obra de arte, él, paseando, despacio, saliendo de su
casa, negándose a llevar bastón, en compañía o solo, siempre sonriente, feliz,
santiguándose al pasar por la ermita de Jesús del Perdón, canturreando coplas
antiguas, recordando a amigos, pensando en su madre, metiendo la llave de esa
puerta casi escondida que daba paso a su estudio, vistiéndose con un
guardapolvos acartonado y magnífico, eligiendo y poniendo un disco en un
tocadiscos barato y tan longevo como él, abriendo los ventanales que dan al
pequeño callejón que ilumina la estancia que tantas cosas ha visto, cogiendo su
paleta y volviendo a iniciar, de nuevo, una vez más, ese acto precioso y
sencillo que consiste en posar el pincel en un lienzo para dar forma a todas
esas cosas sencillas, un membrillo, una sandía, una flor, una montaña, un
peral, un río, pequeño, silencioso.
A. Iniesta, 1957 |
A lo largo de su vida hizo cerca de 5.000 cuadros, publicó dos libros de poesía, escribió nueve obras de teatro y el libreto de una zarzuela. Utilizó dos paletas y tres guardapolvos azules que acabaron asemejándose a armaduras multicolores. Descuidó su legado como posiblemente ningún otro pintor de su generación ha descuidado y todavía hoy dudo si acaso eso realmente le importó, siquiera en sus últimos días. Niño pobre, su religiosidad íntima no le hacía atractivo para la clase política, su humildad y orgullo tampoco ayudaban. Se dejó ignorar antes que ser él el que hiciese valer su propia obra; le bastaba con poder pintar. Decenas de sonetos y escritos suyos aún siguen inéditos. Siempre se abrigó en su fe de viejo castellano, elegante y consoladora, más íntima que pública. Su obra tal vez haya sido olvidada por la crítica y permanezca casi en su totalidad en colecciones privadas, esperando a ser revisada y revindicada como merece.
Juan M. Contreras
3 comentarios:
Nada enseña más y mejor que una buena biografía y haber tenido los sinsabores que la vida ofrece. Excelente entrada, anonadado me hallo. Personaje realmente interesante...
gracias de parte de un bisanieto de su hermano, ha sido enriquecedor conocer en parte mi propia historia familiar
Me ha parecido una biografía preciosa.
Publicar un comentario