
Hace cinco minutos me he acordado de una obra de teatro que vi hace años. Escribo esto por la extrañeza y la sonrisa que ha surgido en mi cara. Estaba escuchando el "Bad as me" de Tom Waits y nada más empezar ("Chicago") me ha venido a la memoria esa obra como un fogonazo. Por un instante he estado tentado a creer que esa canción sonaba durante esa obra, pero eso es imposible, la obra es varios años anterior. Hace años yo dirigí un festival de teatro, el Festival Lazarillo, FITC se pasó a llamar cuando yo lo dejé; me hice cargo de él junto a alguien a quien sigo llamando amigo cuando, hasta ese momento, ninguno de los dos habíamos tenido contacto con ese mundo más allá de ser ocasionales y complacientes espectadores. Luego me hice cargo yo, ayudado por Elena y sufriendo los ecos de telenovela que alguien se empeñaba en hacernos estar envueltos y al cual hace tiempo que dejé de intentar comprender. Ahora recuerdo esos años con una sonrisa, al menos ya no me da coraje, pero durante muchísimo tiempo fue algo que me amargó, sobre todo porque me fue imposible hacer remontar el vuelo mínimamente a dicho festival, así que abandoné, cansado de combatir con el enemigo en casa, harto de politicuchos sin miras (la cultura, ah, la cultura), cansado de mi vida y de lo poco que esta parecía avanzar, como un Sísifo sin cadenas chocando contra un muro que no iba a poder derribar nunca. Ese es el momento que a veces uno se encuentra frente a sí, cuando descubres que esa no es tu guerra y que, lo más importante, no estás dispuesto a que ella te arrastre más. Por esos años, cuando estaba llegando a ese punto, trabajaba en una productora teatral en Madrid, una muy modesta pero muy extraña (vista ahora y desde ahora) con un jefe peculiar que se empeñaba en meterme en mi cabezota que yo era una causa perdida, que mi destino era estar metido ahí, como un beatnik sin solución, peleando con gigantes y sin posibilidad de encontrar nunca la calma. El teatro como causa perdida. El romanticismo llevado al extremo. Una muerte ridícula de la que me salvé cuando descubrí el cartón piedra del que estaba hecho más de uno... Pero estaba diciendo que me acordaba de una obra en concreto... "Lice de Luxe" se llamaba. Una de las cosas más bonitas que he visto nunca (y me niego a hacer recuento, ni siquiera circunscribiéndome a dicho festival). Fue en el año 2004. Joder con el tiempo... Me bastaron unas fotos, un dossier de prensa y un pequeño vídeo para enamorarme de esta obra. "Lice de Luxe", "Piojos de lujo", era a la vez el nombre del espectáculo y el de la compañía. Un grupo de daneses relacionados con el circo decide emigrar a Barcelona en 2002. Karl Stets (el único que sigue actuando, parece), Katja Amtoft y Steffen Lundsgaard formaron la compañia, y se lanzaron a ensayar, a confeccionar una espectáculo precioso, donde cada detalle era importante, vestuario, gestos, música, escenografía. Pero todo de una modestia dolorosa. En 2003 estrenaron el espectáculo en una casa ocupa, y después no pararon de actuar. Festivales de Dinamarca, Suecia, Italia, Francia, Islandia, Argentina, Perú, España... Se adaptaban a cualquier lugar, teatros, carpas de circo y plazas o rincones en la calle. Mientras yo estuve "trabajando" en ese festival, a menudo me topaba con la pregunta de qué podía ser eso del arte total y que Artaud pensó que en ningún otro lugar como en el teatro para encontrarlo... Y en ningún otro lugar tan efímero, si es que yo puedo tener la osadía de puntualizar algo que tan bien dijo Antonin. He visto obras maravillosas de las que apenas hay rastro, he visto obras varias veces en donde una vez encontré magia pura y en otras no tanta. El teatro es algo que al final sólo queda para quien estuvo involucrado. Ningún arte más efímero, ni ningún otro donde la conexión (cuando se da) entre quien actúa y quien asiste pueda ser tan brutal. En "Lice de Luxe" tres personajes actuaban, tocaban instrumentos, hacían malabarismo, bailaban... vivían en un escenario con tres alfombras, un
trapecio, un armario, un teclado y una mesa. Con
esta estética minimalista, el Doctor Fetz (Steffen Lundsgaard), Kimberley (Karl
Stets) y Ursula (Katja Amtoft) mostraban una trama sencilla, pero llena de significado. El espectáculo se definía como circense, pero era algo más. Era bohemia polvorienta en un siglo que no era suyo. Trashumantes aparentemente perdidos en un mundo al que se dedicaban con ahínco hacerlo brillar. Era Ubú mugriento resplandeciendo y liberado de la miseria. Era la estirpe del nomadismo más bello, donde el Doctor Fetz encarnaba un Fausto modesto y apaleado. Mientras la gente se acomodaba, el espectáculo ya estaba ahí, como si la irrupción del público fuese casual en un devenir que seguiría férreo en su decadencia cuando abandonásemos la sala. Éramos parte del espectáculo.
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Doctor Fetz, Ursula y Kimberley |
Lo programé en un parque. Me hubiese gustado hacerlo en una fábrica de harinas abandonada, ocuparla y meter allí ese precioso espectáculo, pero no puedo ser. La misma historia de siempre. Recuerdo que estábamos esperándolos para montar a media tarde, sentados a la sombra José Luis (uno de los técnicos) y yo, cuando sonó el teléfono. "Ya estamos allí" me dijeron en un perfecto y candoroso español, quizá con demasiado soniquete. "Nosotros también", dije. "Pues no os veo, nosotros estamos en el camión azul, en la plaza del parque donde hemos quedado"... "Pues nosotros también, y no vemos el camión...". Silencio... "Un momento", dije. "¿Dónde estáis?" "En Manzanares el Real", me contestaron como sabiendo lo que yo iba a decir... "El festival es en Manzanares, Ciudad Real". "Ostias, ¿y estamos muy lejos?". Lo preguntó como si nada, con una tranquilidad pasmosa; ni siquiera se rió ni se mostró preocupado. Eran las seis de la tarde y el espectáculo era a las diez y media. José Luis me miró y yo le conté lo que pasaba poniendo la cara más tonta que pude. Sopló y a mí me dio por reír. Al otro lado del teléfono yo escuchaba ruido de papeles y frases en un idioma que no entendía. "No pasa nada", escuché al final, "en hora y media estamos ahí", y colgaron... Yo seguí riendo un rato, aunque estaba agotado y decidí no pensar. Cogí una botella de agua y me senté. Llamé a Elena y a varios de los chavales de la asociación que nos ayudaban para que cuando llegaran pudiésemos montarlo más rápido que pudiésemos y, como ese día no había otro espectáculo, esperamos conjurando al nerviosismo. A la hora y media apareció una furgoneta destartalada azul, viejísima, soltando humo y chirriando por todos lados. Parecía un sueño de Fellini; si era un broma, era cojonuda, y si resultaba que la obra había empezado ya, yo decidí disfrutarla a tope. El furgón giró en la esplanada y, sin parar, se bajó un tipo enorme corriendo, me dio la mano, se presentó, Steffen, preguntó a qué hora venía el público y cuando se lo dije, me contestó, sin problema. Aceptó la ayuda para descargar, pero después dijo que sobraba gente y que montaban solos, sobre todo el trapecio ("si algo falla, que sea culpa nuestra", dijo). De la puerta del conductor se bajó un tipo delgadísimo, rapado, más alto que el primero, sonriente pero algo serio, "soy Karl", me dijo, y me miró a los ojos (aún me acuerdo) esperando algo, no sé el qué, hasta que dijo "¿preocupado? no vale la pena, va a salir una función cojonuda". Su acento era más basto que el de Steffen, y la impresión era más surrealista incluso. Después de bajó Katja, que estaba asombrada con la cantidad de gente que allí estábamos esperándolos. Se marchó casi todo el mundo y nos pusimos a montar. Ese fue uno de esos momentos en los que te sientes feliz, preocupadísimo, pero feliz. Yo sabía que decorado había poco, pero el trapecio era lo más importante, y Katja no paró de revisarlo y revisarlo mientras Steffen y Karl la cuidaban de una manera preciosa. Todo se hizo bien y la función salió a tiempo. Ya cenaríamos después... Aunque había visto el espectáculo, estaba nervioso, mucho, por verlo otra vez y por esperar que gustase, aunque sabía que común no era esperaba que hubiese gente que conectase con él. Steffen se convirtió ante mis ojos en El Doctor Fetz, que empezaba a acomodar, a hacer de perfecto anfitrión. Karl, ya como Kimberley, parecía más alto, más delgado y más desvalido. Katja se había convertido en la preciosa y loca Ursula. La función empezó, o la gente creyó que empezaba cuando realmente nunca había terminado. El Doctor Fetz, hizo algún truco de malabarismo y cantó algo mientras se iba descubriendo la trama, donde él era un amante no correspondido, además
de jefe explotador. La historia podría resumirse en un triángulo amoroso, pero un exceso de celo y de arrogancia hacía que las simpatías se dirigieran hacia su acosada subalterna Ursula y su maltratado pianista Kimberley. Sin
embargo, el Doctor Fetz nunca perdía la simpatía y al final también acababas amándolo, ya que él también es parte de
ese circo pobre que da todo de sí por llevar adelante el espectáculo.
Los números se sucedían, y el ambiente cambiaba, como si Terry Gilliam hablase ruso y su decadencia iluminase el aire que rodeaba todo. acrobacias, música. El dominio corporal que desplegaban era asombroso (usar el
trapecio de cabeza o sin usar las manos, malabarismo con múltiples sombreros o
pelotas, usar una cuerda como si fuese un bastón, etc). Los instrumentos parecían vivos de puro híbridos que eran (una trompa con teclado de viento accionado con un fuelle de pedal). Como llegaron, se fueron... The circus has left the town... Fue una noche mágica de la que no quedó ningún rastro, nadie la fotografió ni la filmó ni apareció en los periódicos nada más que las obvias notas de prensa reproducidas... ni de mí queda tampoco rastro... Una puta maravilla de la que no queda nada...
Compruebo también que el festival sigue, que afortunadamente sigue, contra todo y a pesar de todo, sigue...