Soy un péndulo andante, una mecedora portátil a la que el primer motor le ha empujado y ahora no puede parar de balancearme. Inconscientemente acuno todo lo que cae en mis brazos. Cuando me doy cuenta, parezco un maternal oligofrénico. La culpa no es mía, claro. El cansancio y la falta de sueño tiene mucho que ver. Anoche me di cuenta que estaba acunando un libro. Era tarde y el bebé dormía en brazos de su madre. Se lo había pasado hacía un rato, pero cuando me di cuenta yo seguía con el vaivén oceánico sujetando en mi pecho "La educación de la chicas de Bohemia" de Michal Viewegh, mientras daba cabezadas al ritmo de las variaciones Goldberg del Ensemble de Uri Caine. Lo que parece un detalle cultureta no lo es tanto, lo mismo me hubiese dado que estuviese sonando, no sé, Queensryche o Gene Clark, que de hecho lo estuvieron unas horas antes, que yo hubiese estado con el efecto péndulo igualmente. De pie, sentado, recostado, andando, ahí estoy, como un satélite ptolemáico con demasiados epiciclo y deferentes como para levar una trayectoria curvilínea regular... En fin.
Mientras reescribía "La muñeca rusa", estudiaba para limpiador de mobiliario urbano (ha salido convocatoria nueva), cambiaba pañales, acunaba, planchaba e intentaba llevar una casa como una regia gobernanta, intentaba sacar un ratito para leer, vicio irrenunciable (no me tiren de la lengua...) que me he dado cuenta que (también) he de ordenar. Partiendo de ese hecho ineludible (que necesito orden) he de poner orden en las lecturas, porque he caído en la cuenta de que mi cabeza no puede procesar tantas lecturas simultaneas a la vez (si puede, pero no en el estado de inercia cuasizombil en la que me hallo). Mezclo nombres de personajes de los 8 (ocho) libros que he reparado que estoy leyendo a la vez. Como los tiempos de lectura varían entre cinco y quince minutos, me escabullo agarrando el primero que tengo a mano sin importarme cual es; leo varias páginas y vuelvo al pie del cañón. Luego me hago una imagen mental y veo que los "Diarios" de Tolstoi se mezclan con "El caso Tulayev" (tremenda crítica en el niño vampiro), que Kral no es un personaje de "Amor y basura" de Klima, sino de Viewegh, que "La armonía Celestial" de Esterhazy se me mezcla con la autobiografía de Mingus que estoy intentando releer en honor al grandísimo ser supremo que es Aitor y con las "Memorias de un librero pornógrafo" de Armand Coppens. El problema es más gordo de lo que parece, porque se me están empezando a mezclar también con libros que he ido terminando últimamente, como uno de Auster que no recuerdo cómo se llama (porque tengo a mano "Invisible" que caerá pronto como me despiste -en una de esas lecturas homenaje a Henry Miller de exilio intestinal básicamente-) y el de Houellebecq (inmenso). Con el de Little Richard no hay problema, lo leí unos días antes de que naciese Pablo y es tan grande que es impermeable a mi gazpacho mental de ahora.
Para colmo "mis personajes" han empezado a habitar también otros libros. No es arrogancia, es sueño, insisto; pero de todos modos es bonito ver que ubico a Milos Meisner en mitad de ese emocionante relato sobre el nefasto destino de un aviador checo voluntario de la segunda guerra mundial que tras huir a Polonia, se alistó en la aviación inglesa que, una vez acabada la guerra, resulta que es encarcelado por corrupción ideológica, del libro de Ladislav Mnacko "Invierno en Praga" (que también). No temo acabar como un don Quijote cualquiera, sencillamente porque eso hace muchísimo tiempo que ya me pasó y por lo mismo me la trae al fresco. Lo cual no quita para que, insisto, necesito orden.
De momento he cogido uno, y sólo uno, que no pienso soltar (y acunar) hasta que no lo acabe. "La educación de las chicas de Bohemia" de Michal Viewegh. Un profesor de instituto es contratado por un mafioso para que de clases de "escritura creativa" a su gótica y deprimidísima hija. Terrible y divertido a partes iguales. ¿Por qué éste? Simplemente porque fue el que llevaba en la mochila cuando acabé la semana pasada en urgencias, alertado y alarmado por un candoroso médico de cabecera que creyó ver un indicio de fuga en el aneurisma que, gracias a Thor, no fue tal, pero que me tuvo sentado en una sala de espera lo suficiente como para poder leer casi una hora seguida, sacándome de mí mismo y mi terror jovial un rato, mientras esperaba los resultados del scaner con contraste (en aneurisma está como estaba, pero los dibujitos de "érase una vez el cuerpo humano" que me pueblan, últimamente se portan...
Página 72/73 (extinta Editorial Metáfora) "en la buhardilla se había producido un solo cambio apreciable: olía a vino. Agucé la vista en la oscuridad: había una botella en la mesita de noche. Beata no estaba cubierta más que por una sábana arrugada; por el momento no estaba del todo seguro pero me dio la impresión de que estaba desnuda. El edredón se había caído al suelo junto a la cama. Las dos cosas me ponían un tanto nervioso, de modo que preferí no encender la luz y me limité a retroceder imperceptiblemente en la silla giratoria hacia la biblioteca, como si los lomos de los libros, casi todo ellos bien conocidos, a los que ahora tocaba con las yemas de los dedos, fueran capaces de asegurar la conexión a tierra de toda aquella tensión mía. Estuve largo rato pensando cómo empezar, hasta que en vista de la ausencia de mejores ideas tuve que emplear la de Kral del día anterior: ¿Soy infeliz? Más bien no. Así que me limitaré a enseñar cómo lo hago:
Intento descubrir buenas señales (Doctorow).
Intento amar más a la vida que a su sentido (Dostoievski).
Intento extraer de los años que he vivido el sedimento de los hábitos y afectos que para mí puedo considerar característicos y duraderos, y a estos les dedico especial cuidado, para que mi vida, la que he elegido, me dé alegría (Proust).
Intento no perder el sentido del humor, porque sólo una broma nos puede reconciliar con lo grotesco de la vida (S. J. Lec) y porque mientras uno se pueda reír, está a salvo (K. Kesey).
Intento mantener ciertas reglas de juego, porque las reglas son lo único que tenemos (Golding).
Intento estar de acuerdo con todas las maneras de entender el mundo que conduzcan a la amabilidad (Simecka), y no intento leerlo todo y entenderlo todo, porque las carencias educativas también pueden ser una fuente de fuerza y serenidad (Italo Svevo), y más aún cuando todo lo que una persona necesita saber lo aprende en la guardería (Fulghum).
Intento quererme y trato de olvidar lo antes posible a qué partido han votado algunos de mis amigos.
Intento no comprar lotería y no apostar a la primitiva.
Intento beber para relajarme y no para destruirme.
Intento evitar los bailes y los grandes almacenes.
Intento no mirar mucho a mi alrededor cuando estoy en una sauna de hombre.
En la sala de espera del dentista prefiero que se cuenten chistes malos a que se hable de extracciones.
Y en la vida hago lo mismo.
Al final - como ya estaba lanzado - le revelé el truco más refinado para arrancar un torcito de felicidad: Sacrificarse, ceder. Si no te puedes salvar a tí mismo, trata de salvar a los demás.
La clave definitiva de lo segoistas más astutos.
Me bastaron menos de cuarenta minutos para dejarlo absolutamente todo resuelto con la ayuda de dos decenas de citas: el hundimiento de los valores tradicionales, el incremento de la enajenación, el consumismo, la crisis de la familia, la desaparición de Dios y la pérdida de la identidad; y aún me quedaron diez minutos para resumir y repetir. Fue una hora de clase ejemplar.
Estaba satisfecho conmigo mismo.
-Amén- dijo Beata.
Ya estaba bastante bebida y yo no hacía más que aburrirla repitiendo cosas sensatas (Saul Bellow)"
Pues eso, a intentarlo hasta que el cuerpo aguante...
Pues eso, a intentarlo hasta que el cuerpo aguante...
1 comentario:
Interesante entrada. La verdad es que me han gustado las frases de los libros que citas. Pienso que la vida no tiene sentido alguno, y que aquí sólo estamos de paso.
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