Hoy me he perdido en una Biblioteca. Tras un primer momento de angustia, después me ha hecho gracia. La Biblioteca Pública tiene un corredor superior que se yergue vetusto y casi cochambroso entre las dos salas de lectura de la sala de adultos. Tiene una altura de un metro ochenta, justos. La recorren estanterías de chapa repletas de libros antiguos, como si la cima de la civilización literaria, o mejor dicho editora, hubiese sido la década de los setenta, vertiéndose década arriba, década abajo, y decorando la colección libros de la primera mitad del XX y de los últimos años, camuflados entre pastas rugosas y hojas ásperas y un tanto gruesas. Como yo mido cuatro centímetros más, recorro encorvado la galería, siempre torpe, cosa que yo achaco al calor sofocante de un aire acondicionado atroz que cual aliento de dragón, te persigue y embota desde la nuca hasta los pies. Los estudiantes que llenan la sala de lectura me miran aburridos pero yo no les veo, alzan la vista de sus folios subrayados con verde o rosa, que desde la altura parecen bocetos para un próximo corto de Len Lye, y ninguno sonríe; yo no les veo, bastante tengo con leer lomos y sonreír como un bobo, sacando libros y leyendo al azar.
Hay un recodo entre literatura epistolar y literatura española que gira a la izquierda y que se adentra oscura en lo que se intuye un callejón sin salida a causa de la pobre luz, pero de golpe gira a la izquierda de nuevo y la casa de Asterión parece un solar comparado con las dimensiones del pasillo. Un hombre, yo, no puede girar sobre sí mismo sin tirar algo, adiós "Ferdidurke" en edición argentina de 1974, agacharme como apuntado con una luger en el cogote y tirar a Roque Dalton al levantarme. Suspirar sofocado e intentar despojarme del abrigo de Corto Maltés no sin antes meter mi rodilla en la obra completa de un Cela quejicoso al que mis prejuicios apícolas hacen que mire con desdén. Quitarme las gafas y resoplar como un imberbe y sonreír como un completo estúpido al leer mi nombre en un lomo; ponerme nervioso y querer hacer una foto como prueba de un instante que no creo que vuelva a vivir y que luego en casa comprobaré que mi hipertensión y unos nervios infundados han hecho que salga borrosa. Gran parte del fondo proviene de donaciones y palidezco de envidia al imaginar la biblioteca de José Corredor Matheos y al hacer el esfuerzo de imaginar el momento en que decidió desprenderse de todas esas joyas. Le abrazaría si pudiera y me planteo la decisión de hacer lo mismo, en vez de cuando muera, mientras esté vivo, y dudo si sería capaz de ese gesto, máxime cuando pienso que es lo único que voy a poder dejarle a mi vástago. Curioso, dono mi cuerpo a la ciencia y no me veo capaz de desprenderme de mi delgada biblioteca. Lo mismo la revende para vicios y yo envuelto en la inopia, como hicieron los hijos de un hombre que conocí que había sido comercial de Hispavox al vender la discografía original (inglesa e hispana) de los Beatles para drogas y alcohol. Tras hacer la foto caigo en la cuenta de que sólo puedo sacar cuatro libros, así que vuelvo sobre mis pasos colocando los que decido dejar para la próxima vez. Cuando me doy cuenta, en la mano sólo me queda uno, una antología de poesía de Roque Dalton en una edición de Casa de las Américas de la habana cuya selección hizo Benedetti. Abro, ahora, "Huelo a lejos del mar no me defiendo / el algo he de morir por tal olor / huelo a pésame magro les decía / a palidez de sombra a casa muerta". Y me sorprendo, yo, que me sé y me considero un mal lector de poesía. Decido salir del laberinto, bajar digno la estrecha escalera ante la mirada de los que intentan estudiar y se les va el santo al cielo con una mosca; la mosca soy yo, colorado y con la camiseta saliendo bajo el jersey, las gafas en la mano, el abrigo en la otra, Dalton bajo la axila, la mosca soy yo y a pesar de mi aspecto ninguna diosa me ha follado en la sección de literatura hispanoamericana como mandan los cánones y el infantil lugar común de erotismo: Enfermeras, juezas, repartidoras de comida china, bibliotecarias. Aunque yo camine poco despabilado, parece que mi cabeza va por libre, y mi mente me devuelve a la vida al comprobar que mis ojos han leído en una estantería a la derecha del mostrador "Mathias Enard: Habladles de batallas, de reyes y elefantes", libro que me recomendó mi otorrino en un intercambio de mensajes sobre lecturas que de vez en cuando nos mandamos. Al final me llevo dos, y "Mi familia y otros animales" y "Rocco y sus hermanos" en dvd para que las noches perdidas no lo sean tanto. Vuelvo a casa pensado en cosas que escribir, sobre las cosas pendientes que dejé de contar(me) y en que se me ha echado encima el 2012. Recuerdo viejos amigos por sus extrañas costumbres a la hora de leer y busco un papel que no encuentro. Llego a casa, enciendo el ordenador y no sé qué escribir. Comienzo a teclear y me cuento a mí mismo que me he perdido en la biblioteca...
1 comentario:
Te aseguro que he leido relatos de "profesionales" con muchisimo menos talento y un desarrollo más plano y artificial si lo comparo con tu texto. Agrdezco mucho el ratillo que me has hecho pasar.
Ciertamente me has alegrado la tarde.
Buen día, oh Francis Burton de las bibliotecas.
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