miércoles, 21 de septiembre de 2011

Naturaleza muerta. "Los santos culpables" (de Antonio Iniesta). Óleo sobre tela

¿Cómo contar, mínimamente siquiera, algo de la vida de alguien cuando de esa persona apenas tienes datos, cuando lo que quieres contar es cómo es posible que alguien acusado de prenderle fuego a una iglesia acaba pintado en un cuadro, que a su vez acaba colgado en esa misma iglesia, representando a un cristo yacente? La vida es muy puta, y no lo digo por los reveses de los que cada cual tiene que hacerse cargo, me refiero a qué queda de ti cuando no tienes hagiógrafos que maquillen tu vida una vez que tu has muerto ni cuando la gente que te quiere edulcora tus pecados. 
Yo nunca conocí a mi abuelo materno y, ante la ausencia de información o comentarios sobre él, me fui haciendo una idea muy vaga y muy vana de él a partir de comentarios cazados al azar. Ni siquiera tras la muerte de mi abuela, recopilando entre sus cajones como un cuervo lustroso y necesitado, pude completar ese puzzle, es más, lo poco que encontré tal vez me distorsionó aún más la imagen que de él me he ido haciendo con los años.

 

Sin embargo, sin tener un motivo real, siempre he sentido cierta vinculación con ese hombre que murió cuatro años antes de que yo naciera a la edad de sesenta. El motivo, como digo, no lo sé, quizá todo comenzó al escuchar a escondidas ciertas cosas susurradas entre mi madre, mi tía, el hermano de mi abuela o mi abuela. Un niño no muy apreciado en los círculos paternos descubre en la figura del padre de su madre, al que no se le dedican comentarios en voz alta muy alagüeños y, a la vez, en voz baja algo misteriosos, una especie de fantasma cercano con el que tender puentes. Sin embargo siempre estuvo la contradicción en él, en mí y en él; y la mía no ayudaba a aclarar la suya. Ateo, condenado a muerte por "rebelión", se planteó subir a la que en el 39 era su única hija (mi tía) a un barco en Valencia con destino la Unión Soviética, acusado de prender fuego a la iglesia de Manzanares, estuvo esperando el paredón seis meses en Madrid antes de que una familia de rancio abolengo intercediera por él (de la cual mi abuela había sido sirviente y su hermano, mi tío, el hombre que siempre estuvo al lado de mi abuela y mi abuelo, y que en el año que comenzó la guerra, estudiaba pintura en Madrid gracias a su mecenazgo), conmutándose dicha pena de muerte por una cadena perpetua en un campo de concentración (de trabajo) en la sierra de Guadarrama. Allí estuvo seis años, construyendo un mausoleo infame que nunca me he atrevido a visitar. Al año de salir de allí nació mi madre. Siempre fue albañil, en una empresa militar, por un sueldo miserable, y por el cual siempre tuvo que dar las gracias. Su mujer y sus hijas fue lo único que le importó, aunque era una persona hermética y pocas veces decía algo u opinaba sobre nada. No quiso ser padrino en la boda de su hija mayor. No soportaba a la curia, pero se guardaba decirlo más allá de esas rebeliones chicas e inutilmente privadas. En su condena a muerte tras la guerra, en una sentencia escrita a máquina llena de erratas, aparece que no sólo había colaborado en el incendio de la iglesia de la Asunción de Manzanares, sino que se jactaba de ello. Mi abuela siempre dijo que eso era mentira, que eso era una acusación general que le hacían a todos los que querían fusilar y con ella se aseguraban la razón, la justicia y la moral para hacerlo. Yo hilaba todo aquello en una figura ausente y fantasmal que me llenaba de curiosidad pero de la que sabía que poco más podría conocer. Que mi abuela siempre dijera que me parecía muchísimo a él supongo que ayudó a ello.

Ahora, a pesar del tiempo, del desconocimiento, de las muertes que han acallado los puntos de fuga de la historia que pasa a traves de mí, mi abuelo y yo estamos unidos por algo que se parece más a una broma de mal gusto que a una casualidad curiosamente literaria. Él y yo estamos pintados y colgados en la iglesia del pueblo, esa que dicen que él ayudó a incendiar y que yo hace siglos que no piso por convicción y desidia. Él está representado como un Jesús yacente, yo como un querubín rollizo sujetando a una virgen que asciende beata y robusta. Ya he señalado que el hermano de mi abuela fue pintor, profesor de dibujo de la Escuela de Artes y Oficios de San Fernando durante cuarenta años. Antítesis de mi abuelo en lo concerniente a la religión, la relación entre ellos es una de las mayores lagunas de mi historia. A pesar de esa confrontación ideológico-religiosa, mi abuelo le sirvió voluntariamente de modelo todas las veces que mi tío representó a Jesucristo. Me cuesta imaginarlos a los dos, sabiendo lo que deberían saber el uno del otro, uno pintando y el otro posando. Cuando se colgó el cuadro del Cristo yacente en la iglesia de Manzanares, no sé si asistió mi abuelo a tan solemne ceremonia ni que pensó al respecto, viéndose colgado, casi desnudo y apaleado, con esa delgadez fruto de una neumonía mal curada, mostrando unas heridas que muchos de los que se las provocaron se santiguarían al verle, muerto en ese lugar, principio y fin de las cosas más sombrías de la España más triste. A veces doy vueltas y vueltas a eso y me pierdo en laberintos extraños que no logro entender y que me obsesionan sabiendo que nunca encontraré la explicación que me saque de allí.

Yo también estoy colgado en la misma iglesia, pero a diferencia de él, yo no posé voluntariamente. Yo era muy pequeño cuando se pintó ese cuadro, aunque ya había sobrepasado la edad para ser un querubín convincente alguna vez me mandaron al estudio de mi tío y él cogió apuntes de mi cara; para el cuerpo se valió de fotos viejas mías, de mis hermanas y de mis primos. Y ahí estamos todos, como angelitos inocentes, repartidos nuestros rasgos en rollizos iconos alados. Mi tío nunca quedó satisfecho con ese cuadro de la ascensión de la Virgen, pintado por obligación y hecho con cierta desidia del que hace tiempo que pinta por puro placer y sin quererlo se encuentra pintando por encargo algo para lo que sabe que ya no está tan capacitado. Sin embargo del cuadro del Cristo sí estaba contento, más de una vez me lo dijo cuando al salir de la iglesia yo lo esperaba y mascullaba que menos mal que también estaba ahí ese cuadro, pero cuando yo podía preguntarle más cosas no lo hice, y ahora miro ese cuadro y me pregunto muchas cosas, más que cuando miro a mí y a mis hermanas y primos revolotenado torpes en un cielo falsamente celestial, y me pregunto por mi abuelo, por qué pensaría, qué pensó, qué pudo sentir después de todo, y vertebrando todas esas preguntas solamente la ironía, el sarcasmo y el dudoso sentido del humor de eso que llamamos historia. Con el tiempo, y sobre todo ahora que me he armado de valor y he entrado en la iglesia a hacer la torpes fotos que atestigüan esta broma quizá macabra, la rabia, la vergüenza y lo sombrío han dado paso a cierta mueca socarrona, a casi una sonrisa malévola, a un incierto orgullo de perdedor al sentir que eso que miran algunos con devoción no son más que dos ateos fingiendo, uno ser el hijo de (un) dios y, otro, uno de sus tiernos esbirros.

2 comentarios:

Teo Serna dijo...

La vida es muy puta, sí. Pero hay que reconocer que, a veces, te hace sonreir (que no reir), como si se empeñara en reconciliarnos con ella.

Juan Almohada dijo...

Muy buena historia, Juan Miguel, que me ha traído a la memoria un dicho de mi pueblo que decía algo así como que "quien habla de la pera, se traga hasta el rabo". Aunque la expresión va dirigida principalmente a los que pecan de cotillas y habladores, yo creo percibir en ella ese matiz irónico y canalla de las jugarretas que con frecuencia nos juega el destino.

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