Photo: Josef Koudelka |
Hay historias que no son historias, es decir, difícilmente darán para un libro, una película o una serie de la HBO. O tal vez no, tal vez es simplemente cómo se cuentan las cosas. Aún así hay historias gafadas desde el comienzo, historias que deben ser literaturizadas para ser historias, para alcanzar una dignidad que la vida simple y vulgar, les ha negado. La madre del marido de mi compañera en la lavandería murió la semana pasada. Él ha estado en Rumanía casi un mes. No recuerdo el nombre del pueblo; me lo ha dicho varias veces pero al no apuntarlo soy incapaz de recordarlo. Al dejar el lenguaje en lo esencial, Niculina me ha hablado en español de esa mujer que ella odiaba, de manera sintética, dejando una historia en los huesos. Al hablarme durante varios días sobre esa mujer de la que desconozco casi todo salvo su nombre, Elisabetta, no ha seguido ningún orden, y entre sus frases cortas, su voz firme de apariencia frágil, sus descontextualizaciones y la falta de adjetivos, he de reconocer que paso la media jornada vespertina junto a esa mujer preciosa y tan grande como yo, lleno de curiosidad, buscando la manera de saber más. La fácil recurrencia de utilizar la palabra vampiro, siendo ella rumana, me parece burda, pero en cierta manera real.
El marido de Niculina no sabe quién es su padre. Se crió sólo con esa mujer que a veces me parece una bruja cruel y a veces una dama chejoviana, lectora empedernida que garabateaba poemas en los márgenes de los libros y, en la primera hoja, junto a la fecha en la que compraba los libros, escribía cómo se sentía. Siempre trató con crueldad a la mujer de su hijo, con desdén evidente y puteos sibilinos. De sus dos nietos, sólo hablaba con el mayor, el que se parecía a su hijo Adrián y no a Nico. Sólo dos personas más de la familia de su marido, a parte de su madre, sabían quién era su progenitor. Uno era su abuelo, y el otro su tío. Ambos murieron con la prohibición expresa de decirle quién fue.
Su madre ha muerto sin querer decírselo. La última vez que Adrián la visitó en el hospital y ella le habló entre la fiebre, tan sólo le dijo dos cosas, que por qué había estado rebuscando entre sus cosas y que le dijese a la vecina de arriba que si quería seguir viviendo, no se fiase de quien iba a llamar a su puerta. Durante toda la estancia de Adrián en Rumanía velando la anunciada muerte de su madre, sólo un día se atrevió a buscar entre los cajones esperando encontrar algo. En los casi quince días que estuvo en su casa, sólo uno, antes de que muriera su madre, buscó en los cajones, precisamente el día que su madre le reprendió por ello. Entre la fiebre y la morfina, que la casualidad existiera, llenó de cierto halo de irrealidad todo el resto de la estancia de Adrián en su pueblo.
Adrián ha vuelto a España sin decirle nada a la vecina. Siempre ha sido un poco bruja mi puta suegra, me dijo Niculina, pero confesarle esa predicción a la vecina sería cruel, es una persona feliz y simpática, y decírselo la llenará de preocupaciones.
Adrián también ha vuelto con una caja con cosas de su madre, fotos, cartas y algún que otro libro. El resto lo ha dejado allí. Sigue sin saber quién es su padre; tampoco sabe que su mujer y yo, mientras lavamos, secamos, planchamos y doblamos kilos y kilos de sábanas, toallas, manteles y servilletas, hablamos de él, fabulamos sobre su vida, la llenamos de literatura. Casi nunca vuelvo a casa con fuerzas para plasmar todas esas variaciones sobre Elisabetta y el padre de Adrián, por lo que quedan perdidas en el aire de un sofocante taller de lavandería, en los pliegues de la ropa limpia, ropa que vestirá camas donde gente en tránsito dormirá por unas horas, o comerá en una mesa con mantelería ligeramente amarillenta, sin saber quién pudo ser el padre de un emigrante que ha acabado en mitad de la nada manchega.
Entre las variantes que manejamos Nico y yo las hay más o menos rocambolescas, más o menos simples, más o menos vulgares. Elisabetta volvió a su pueblo ya embarazada. Vivía en Bucarest, allí trabajaba de oficinista. Años sesenta, Rumanía. Es anacrónico, pero por cómo me ha dicho Nico que era Elisabetta, me la imagino como una dama bohemia de principios de siglo veinte, con algo de Bovary y Marai, amargada y hermosa, soviética y señorial, con el polvo del imperio austrohúngaro aún en sus zapatos y las arengas del farsante de Câucescu en los bolsillos. Hemos fantaseado con que el padre de Adrián pudo haber sido un político importante, un cantante de ópera famoso, un escritor nobelizable, un cura guapísimo, un gitano nómada, un mafioso estraperlista, en definitiva, un amor imposible y escabroso, tan imposible y escabroso que ha hecho que se lleve a la tumba su secreto, aún sin importarle que 45 años después, simplemente decírselo a su hijo, en vez de extrañeza y exilio interior, le hubiese traído algo de comprensión y sosiego.
Nico está preocupada porque Adirán ha vuelto demasiado sombrío, más por la negativa de su madre a decirle quién la embarazó que por su inevitable muerte. Da igual que Adrián haya trabajado en Israel como mozo de obra para una secta que espera la próxima venida del hijo de dios, que haya trabajado en Montreal haciendo casas cubierto de nieve hasta las cejas, que haya sido apaleado casi hasta la muerte en la frontera con Croacia al querer ir ha Grecia a buscar trabajo en plena guerra Balcánica, todo por robar pepinos en una granja que resultó ser propiedad del ejército de Milosevic, como también da igual que la policía austriaca le detuviese tres veces por colarse ilegalmente en el país. Da igual que abandonase a su mujer y sus hijos tres años por encontrar trabajo en otro país y así poder enviarles dinero. Da igual que una máquina de hacer grava casi le arrancase el brazo cerca de Oporto y que, una vez recuperado cruzase la frontera con España y acabase trabajando de fontanero en un mediocre pueblo de Ciudad Real, y que, cansado de estar solo, por fin se trajese a su mujer y sus hijos con él. Todo da igual porque su mujer y yo intuimos, al igual que él intuye, que posiblemente, Elisabetta, despechada por una vida incomprensible y un mal hombre, vulgar, corriente y comunista, se emborrachase un día y acabase acostándose con cualquiera, una noche de verano en Bucarest, y nunca haya querido confesárselo.
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