La lectura de uno de los últimos post (últimos cuando escribo esto) de Juan Malherido ha terminado por animarme a dar el paso y plasmar ciertos pensamientos que llevaba tiempo rondando sin llegar a nada concreto; muy en plan Jimmy Rabbitte en la grandiosa película (cuanto más pasa el tiempo más grandísima me parece) The Commitments, normalmente cojo la alcachofa de la ducha y desbarro que ni en una entrevista de "A fondo" con Joaquín Soler Serrano, vamos. Supongo que esos soliloquios semiesquizofrénicos son unos de los pocos placeres en los que cualquier escritorzuelo de tres al cuarto puede darse el gustazo de tener. Y si sumamos al post de Malherido y al onanismo letraherido de uno, una buena dosis de nerviosismo por la llamada del editor que nunca llega y la propuesta de legalizar "La Internazional Samizdat" en plan cooperativa (pero otorgándole el estatus de editorial como los dioses mandan) que me han hecho unos amigos, pues tenemos como resultado un potaje teórico sobre eso que pueda ser "editar libros" que ahora, y sólo ahora, me apetece soltar sabiendo que lo que yo pueda pensar no le interesa absolutamente a nadie.
El mundo editorial en el capitalismo es algo demencial.
No pretendo hacer un reduccionismo rayano en lo paródico, más bien al contrario, pero no separan muchas cosas a alguien que escribe (que escribe narrativa, además) de alguien que tiene un huerto o de alguien que hace sillas. Las lechugas o las sillas que hace (que uno cultiva o fabrica) pueden ser mejores o peores, su huerto o su taller puede ser mayor o más pequeño, pero esa mercancía (en el capitalismo todo es mercancía, o al menos eso quieren hacernos creer), y hablo de mercancía como algo manufacturado (el famoso manuscrito), es comprada por alguien; ese alguien puede ser un particular o un editor. Respecto al particular no hay problema, se entiende facilmente. Respecto al editor también es sencillo, alguien que pone a disposición de un círculo de gente infinitamente mayor que el que pueda llegar el autor, el libro de éste. Es decir, reparte la mercancía por los puntos de venta, y los hay desde tiendas locales a franquicias nacionales (nos quedaremos ahí). Que hayan aparecido en la disertación "los puntos de venta" (las librerías), no significa que me vaya a explayar en ellos, los post de este blog hasta marzo del 2011 dan fe de mi pasado librero y no diré más. Sin embargo lo que me interesan son los editores, que aquí trataremos como una misma cosa en conjunción con las distribuidoras, es decir, entenderé distribuidor y editor como uno sólo (las editoriales grandes de verdad son distribuidoras de sus productos, las editoriales pequeñas se buscan quién les lleve sus libros a las librerías, por lo que para lo que nos interesa pueden ser tratadas como una misma cosa).
¿Estoy queriendo decir que las editoriales son meramente distribuidores de productos, mayoristas en cuanto a su voluntad de llegar a la gente y más o menos minoristas en sus posibilidades de poder hacerlo? Si. Lo que diferencia a Enrique Redel (Impedimenta) y a Pepo Paz (Bartleby) de Jorge Herralde o José Manuel Lara es su potencia como distribuidor real; vamos, que unos son una pequeña almazara y los otros son el jodido Mercadona. Claro, que la diferencia entre el que hace sillas y el que escribe es que en un caso el distribuidor se encarga simplemente de llevar las sillas (no se encarga de la manufactura para nada) y en el otro, antes de distribuir, se ocupa del proceso de manufacturación, llamándose "editor". Por eso digo que en el sistema capitalista el mercado del libro es demencial, pues aquí el libro se convierte en objeto, en una cosa, en algo que se vende, y es el editor el que hace tal cosa, lo cual provoca que sólo se entienda por literatura lo que el editor dice que ha de serlo, puesto que él es el que hace el objeto.
Mercadona le dice al agricultor que el tomate que no es redondo, de determinado color rojo y de determinado tamaño NO es realmente un tomate, es decir, ni lo distribuye ni lo vende porque está fuera de determinadas categorías estéticas que él mismo (y los de su gremio) dicta. Mercadona dice qué es un tomate, el editor dice qué es un libro. Del mismo modo que hay agricultores que venden sus tomates por su cuenta, o su aceite por su cuenta, o sus sillas por su cuenta, hay escritores que venden sus libros por su cuenta (con el hándicap de tener no sólo que escribir un libro sino que fabricar también el objeto). Del mismo modo que hay tenderos de barrio, hay editoriales localistas. Y del mismo modo que hay grandes superficies, hay grandes editoriales (con el añadido de que en este caso las grandes editoriales venden su mercancía tanto en grandes superficies como en las tiendas de barrio junto a los lápices, las gomas de borrar del cole, la fotocopiadora y los libros del paisano de turno que ha publicado su libro en la diputación de turno). En el medio es donde existe alguna diferencia, pues en el medio hay pequeñas fábricas, o fábricas familiares, que lo mismo llevan su mercancía al tendero que a la gran superficie (cómo lo hacen es el asunto importante, pues no siempre lo logran, considerando esa ausencia como una derrota, claro, queremos vender, y queremos vender mucho). ¿Está más bueno el tomate redondo y rojo del Mercadona o el tomate que, por ejemplo, me trae mi suegra y que le compra a un amigo que tiene un huerto y que parecen algunos caras de muñecas peponas de lo deformes que son? Saben diferente, eso sí. Y antes de estirar la analogía hasta la ridiculez, diré que realmente a mí me gustan los que compro en el frutero de la vuelta de casa que me dice, si le pregunto, de dónde los trae; creo que son mejores que los del Mercadona y no tienen tierra ni son tan verdes como a veces lo son los que me trae mi suegra del huerto del vecino (aunque hace poco nos trajo dos kilos que estaban para morirse de buenos).
Esto no es un intento de rebajar a los editores ni frivolizar con su labor, es simplemente un intento de comprender la labor del que escribe (para poder hacerlo) y comprender la labor del que edita (para ver cómo puede ser "La Internazional Samizdat" una editorial de verdad). Realmente el editor se ha convertido en un distribuidor de objetos, objetos que él mismo llama literatura y que pone en las librerías, pues sólo con esfuerzo, tesón y años de evolución de su labor (entendida industrialmente) se ha subrogado la potestad de llamar literatura a lo que hacen los autores cuyos escritos él mismo manufactura, consiguiendo con ello, además, despojar de todo derecho a los autores, o si no del todo, sí reduciendo su derecho al miserable y famoso 10% por derechos de autor. Saca más el librero que el autor, saca más el distribuidor que el autor, saca más el editor que el autor. ¿Que el librero tiene gastos que cubrir? ¿Que el distribuidor tiene gastos que cubrir? ¿Que el editor tiene gastos que cubrir (es lo que tiene fabricar un objeto)? Vale, pero eso no justifica el miserable 10 %. Durante muchísimos años, en este país, se ha alimentado la burbuja literaria (es decir, se ha intentado contentar a ciertos autores y se han "enriquecido" pequeños editores) con premios, en su mayoría públicos, con los que el editor ha mantenido la boca cerrada a los autores (por lo general más interesados en escribir que en saber cuánto sacan por sus libros) y de paso se ha ahorrado un buen dinero puesto que en el premio va incluido casi siempre eso de "hacer" el libro, no teniendo que poner (mucho) dinero de su propio bolsillo. Todos conocemos la cantidad de premios provinciales, comarcales, locales incluso (los nacionales juegan en otra liga, siendo curiosamente más limpios en ese sentido cuanto más grandes son: Anagrama se juega SU dinero con el premio Herralde, Lara se juega SU dinero con el Planeta; Borrás y chus Visor con los que publican y ayudan a dar, NO). Por no hablar de la norma no escrita de la compra obligada por las bibliotecas públicas de las comunidades de turno de lotes casi completos de tiradas de editoriales comarcales de turno (aunque en este sentido, esto incluso es lógico, loable y necesario para la supervivencia de ciertas editoriales y la edición de ciertos libros, pero olvidan de nuevo al autor, pues el autor no ve un duro más por una venta segura y exenta de riesgos). Es cierto que estoy simplificando mucho, hacer un libro cuesta dinero, y el editor normalmente se la juega, pero un escritor no se alimenta únicamente de ego, y con un 10 % (eso si el editor no te pide dinero directamente, escudándose en la coedición para sacarle unos cuantos cuartos al autor) y cuatro (con suerte) presentaciones no basta si queremos entender escribir como un oficio digno, pero al capital siempre le ha costado entender el arte como algo más que mercancía, y como al que escribe y no es un autor reconocido (se es reconocido de verdad cuando los que habitualmente no leen también les suena tu nombre) se le tiende a ver como a una especie de narcisista patológico pues al menos que pague porque se le lea (o se publique su libro). Desde este punto de vista es entendible lo que hacen algunos autores, agrupándose en denominaciones más o menos afortunadas (Nocilla, por ejemplo) y ayudándose entre colegas, colocándose los unos a los otros en universidades, periódicos, dando talleres o haciendo lo que sea en las delegaciones del Instituto Cervantes, cuando no directamente se dan premios unos a otros. Ahora bien, que sea entendible no significa que sea ético, pues esa degeneración capitalista-darwinista aunque es lo que promueve, no es natural, entendido esto como "lo que ha de ser"). Que Luna Miguel se convierta en producto a sí misma y se convierta en valedora irredenta de lo que escribe su marido y sus afines, que Acantilado haga lo indecible por hacer pasar un gato como "Fin" como una liebre sabrosona, que haya premios dotados de dinero público amañados, que haya premios amañados, que García Montero vaya de progresista mientras da premios a sus amigos, que se editen entre amigos, que para que lean tu manuscrito tengas que hacer malabares con tus propias pelotas y rozar el patetismo vendiéndote a tí mismo, o que la crítica (en periódicos de tirada nacional) esté, si no comprada, sí tenga un tufo rancio y gris... Todo eso es entendible, pero no significa que no sea asqueroso, realmente asqueroso, es decir, vomitiva y moralmente asqueroso.
Decía al principio que el mercado editorial en el capitalismo es demencial y he terminando diciendo además que es asqueroso. Con eso no estoy insinuando que la literatura en los regímenes comunistas (o que se demoninaron comunistas) fuese mejor; era, sencillamente, diferente; pero más allá de las vicisitudes concretas para publicar en los países de la Europa del este (y con las Samizdat mediante), el hecho de quién fuese escritor no venía dictado por una industria, era algo que se hacía y que no planteaba tantos debates (multiplicados en el mundo neocapitalista con la llegada de lo digital y la posibilidad de editarte y vender digitalmente como si fuese uno Pérez Reverte hasta lo ridículo, pues todas esas críticas y peros ante la autoedición y todas esas defensas del papel sólo son sino disertaciones sobre el negocio y el cortijo, esto es, una industria cultural particular). Independientemente de que te dejaran o no vivir de ello, en occidente, la clandestinidad literaria al este del telón de acero y su persecución política era vista como una forma de disidencia, y como tal era aplaudida y alabada (en el 99% de los casos con razón), pero uno escribía y punto (y se jugaba la vida en ello, que es mucho más determinante y lo importante de todo esto). Tanto en un caso como en otro, y una vez caído el Muro y malvendidos los ideales, lo importante es escribir, escribir, escribir, escribir y escribir, y después de escribir, revisar, revisar, revisar, y después, reescribir, reescribir, reescribir, y después volver a revisar, y después (si uno quiere seguir revisando y reescribiendo ad infinitum, tampoco pasa nada), y después, y sólo después, entonces publicar, publicar, publicar y publicar, sobre todo si nadie te quiere, sea bajo la editorial X o la editorial Y (si es bajo L.I.S., mejor, aunque eso requiera mucho esfuerzo y tiempo al menos no te robará nadie y serás dueño de tu trabajo y de lo que él te traiga).
Lo que quiero decir es que las editoriales, sobre todos las medianas y pequeñas, tal vez deberían de replantearse muchas cosas, primero para seguir teniendo un valor cultural en sí mismas si es que quieren seguir preservándolo editando y publicando libros, y segundo para seguir haciendo necesaria su labor, y todo eso pasa por entender su relación con los autores desde otro punto de vista, es decir, si quieren sobrevivir y sobrevivir siendo aún necesarias, han de reestructurar todos los parámetros del negocio, de SU negocio, empezando por dejar de segregar al autor de todo el proceso, desde la manufactura hasta la promoción del objeto, y terminando con su relación con el librero y el lector. Por no hablar de lo que pueda significar "de verdad" editar, esto es, trabajar un texto con el autor (¿desde dónde? ¿para qué? ¿por qué? ¿para hacerlo más vendible o para hacerlo estéticamente mejor?). Sé que todo lo que he dicho es una gilipollez y puede ser rebatido con un leve soplo, lo sé, sobre todo porque hay excepciones, como siempre y toda mi argumentación es bastante pobre. Y también sé que todo esto suena muy en plan "comercio justo", "comercio responsable" o "economía social", es decir, muy naif y bondadoso, pero lo curioso es que en el fondo me la suda, y digo que "me la suda" porque yo he terminado publicándome a mí mismo, es decir, he hecho 200 sillas iguales y las he vendido a quien ha tenido a bien quererlas comprar, llegando a donde he podido llegar con mis pocos medios y mi natural ineptitud para hacer negocio y sabiendo que "mi recorrido comercial" iba a ser ridículo, pero eso sí, al menos no he perdido el dinero que me dejaron e incluso he podido llegar a pagar un par de letras del préstamo de la librería, y si escribir es entendido como una categoría que sólo te pueden dar los otros, para algunos que no conozco de nada (dos o tres, oíga, un disparate, lo cual hace todo aún más ridículo si cabe) lo soy (cómo sea lo que yo escribo no es competencia mía, no porque no me importe, sino porque yo no puedo juzgarme como debería o como juzgo a otros, por eso me autoedité, para entender qué he de hacer para seguir). Sin embargo, leo el post de Juan Malherido, leo "En los antípodas del día", leo "Índice onomástico" de Teo Serna, hablo con Teo Serna sobre ser escritor, etc... y para colmo se me plantea la oportunidad de intentar crear una editorial y editar no sólo cosas que yo tengo en el cajón bajo la denominación editorial de "La internazional Samizdat", y claro, uno le da por desbarrar que da gusto y duda de todo, incluso de si realmente debería seguir escribiendo o intentando al menos contar historias, pero, oye, igual todo se reduce a "tratarla bien" y tener "soul". Hasta dónde quiera uno llegar y cómo en el mundillo editorial, es otro cantar, pues parece que conseguir editar es como enfrentarse al guardián del Puente de la Muerte en "Los caballeros de la mesa cuadrada". Sing with Jimmy... "I wanna tell you a story..."
2 comentarios:
Muy buena entrada, Juan Miguel.
Por cierto, te dejo un enlace de lo que publica hoy Román Piña acerca del asqueroso mundo de las editoriales y los premios literarios, en relación de la concesión del último Biblioteca Breve a Rosa Regás.
Ahí va:
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/archipielago_gulasch/2013/03/06/rosa-regas-no-ha-muerto.html
No puedo aportar nada, solo decirte que uses la razón y que seas tú mismo, siéndolo y desde la distancia y el cuasi desconocimiento, creo que lo estás haciendo bien.
Me ha gustado especialmente la última parte, eres tu esfuerzo y tu sudor y tu trabajo, tu constancia y tu perseverancia, pero también tu talento.
En lineas generales estoy de acuerdo con la columna.
Cuidesé!!
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