Se me acabaron los planes. Incluso tenía algo
preparado para escribir y resulta que lo he perdido. Pablo y yo estamos solos
en casa. Él duerme. Yo no. Para acentuar el tono fantasmal del silencio de la
casa, he tapado el zumbido del frigorífico poniendo un disco de Chet Baker.
Tecleo descalzo. Voy elegante como siempre intento ir, pero estoy descalzo, no soporto llevar zapatos en casa. Fiel a mi dispersión, esto va sobre nada. He empezado “Los
ingrávidos” de Valeria Luiselli. Anoche me quedé dormido leyéndolo, sentado en
la terraza. Era la una de la mañana, no era culpa del libro. Al revés. Me
gusta. De hecho necesitaba una lectura así. Vaporosa y fragmentaria, bonita y evocadora, cruel y real, colofón de
un día dinamitado que sólo salvó la sonrisa que encontré al llegar a casa. Me queda muy poco para terminar con las correcciones
finales sobre las galeradas de "La muñeca rusa". No es algo pesado, pero al hacerlo sin posibilidad
de continuidad (¿una hora, media? imposible) se está eternizando. Ya está todo
en marcha. Concretar la portada, corregir sobre la maqueta las erratas y mandar
el satélite a la imprenta. De los conocidos que se sentirán kantianamante
abocados a comprarme un ejemplar, no puedo aventurar un número. Por otro lado,
tengo contabilizados 16 pedidos en firme de excéntricos, esto es, de gente que no tengo el
gusto de conocer pero que lee esto. Eso ya de por sí es una victoria en una
guerra que me está minando a marchas forzadas. A veces me entran ganas de
soltar un sonoro, liberador y brutal grito a la manera del Living Theater o
de un Glenn Danzig con dolor de muelas o, mejor, de una cabreada Yoko incapaz de
recordar dónde dejó las bolas chinas. ¿Al final? Al final acaba Chet y pongo un disco de Jackson Browne mientras
veo dormir a un bebé. Así soy yo, insondablemente ridículo.
Esperaré a la noche para volver a salir a
leer a cielo abierto el libro de Luiselli. El consejo del día es sencillo, y
como todos los consejos que puedo dar, parte del que parten todos, del
primigenio e irrefutable, “el español siempre piensa bien, pero tarde”: Si
nunca has trabajado en una Biblioteca pública, no pierdas el tiempo, ni un
minuto siquiera, en prepararte un examen para cubrir una plaza en cualquier
biblioteca, al menos de la zona de la Mancha. Están cerrando bibliotecas y
echando gente de muchos pueblos, por lo que siempre habrá alguien que, aunque
haga un peor examen que el tuyo, quedará por encima de ti en el concurso de méritos. Lee, pasea, ofrécete
como animal de compañía, métete a fondo en la discografía de Frank Zappa, sacarás más y, lo que es mejor, no te
sentirás una puta mierda, si acaso un mierdecilla, pero con eso se puede
capear, con lo otro, no, con sentirte una puta mierda, no. Si eres como yo, del género tonto, y estudias, y quedas entre los 8 primeros, y resulta que de esos, sólo tu no has trabajado en bibliotecas (oficialmente), entonces te sentirás derrotadamente ridículo cuando hagas lo que hagas quedes relegado al final de la lista. Da lo mismo para lo que sea el concurso oposición, cambien biblioteca por "limpieza de mobilialio urbano", "educador de adultos en universidad popular", "auxiliar administrativo"… será igual de ridículo y perderán el tiempo estúpidamente. ¿En eso consiste la llamada "generación perdida", en llegar tarde todo o llegar con mal pie? No pierdan el tiempo en oposiciones, en serio; si nunca han trabajado para el puesto que oferten, ni lo intenten, déjenlo (salvo que sean personas con suerte y confíen en ella, que nunca se sabe si esa bolsa de trabajo de la que formarán parte se moverá hasta llegar a ustedes, pero si la suerte es para ustedes una falacia burguesa), hagan algo menos frustrante y positivo con sus vidas, vale desde la revolución hasta cuidar de su hijo, pero no estudiar componentes químicos utilizados en la limpieza de fachadas ni la CDU, ni mecánica de vehículos; eso no. Una vez dicho esto, tal vez sea conveniente un segundo consejo: Quiten cosas de su currículum, y más si tienen estudios superiores, si no lo hacen tendrán que responder surrealistas y vejatorias preguntas cuando les entrevisten para reponer leche en un carrefour, llevar un coche fúnebre o convertirse en mozo de almacén de una tienda de bricolaje; háganse los locos o invéntense una enfermedad para rellenar ese espacio temporal, pero quiten su licenciatura o su master. Y quéjense, formar parte de un colectivo de más de cinco millones no les inhabilita para contar su caída a los infiernos o su travesía por el desierto. Así es la vida, Caperucita, y así la
está contando el señor lobo…

