Lance Miyamoto 1981 |
Una noche, marzo de 2006, acabé mi turno intensivo de tarde, abandonando aquel edificio infame y a tomar por culo de todo a las once y diez de la noche. No logro recordar qué libro leía. Aún levaba discman, uno baratero al que se le había roto la tapa y que había conseguido que volviese a funcionar con una tira de velcro adhesivo. Llevaba el disco Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco, uno de los pocos que conseguía mantenerme cuerdo. La noche estaba limpia, o todo lo limpio que puede estar el cielo de Madrid por la noche, siempre con una bruma anaranjada por culpa del alumbrado y la contaminación. Aún así, una luna llena enorme presidía todo, incluso mis pasos hasta la marquesina del autobús que debía tomar hasta la boca de metro. Aunque arrastraba los pies por el cansancio y la depresión, debía darme prisa porque era el último bus. Al llegar me apoyé en un árbol junto a la parada, rodeado de compañeros a los que no conocía, con los cascos puestos y atronando mis oídos con el giro ruidista de las clásicas composiciones de Jeff Tweedy. Me quedé mirando a la Luna. De golpe sentí una sensación de soledad enorme, sin cabos, y me eché a llorar. Durante los meses anteriores me había dedicado a emborronar una cuaderno con ideas para una novela que quería escribir pero que no sabía cómo porque no encontraba el hilo que la sustentara. Si aún seguía en Madrid era gracias al piso donde vivía, luminoso y apartado, muy tranquilo, con zonas verdes, perdido a la espalda de Arturo Soria. Me pillaba a tomar por culo de todos lados, pero era fantástico. Daba el sol todo el día, por todos lados. Era un edificio de tres plantas que lindaba con una guardería de monjas. Por las mañanas me sentaba a leer hasta que las monjas sacaban a los niños al patio a las doce, Los miraba jugar con algo de culpabilidad, me preparaba otro café y me duchaba. Luego, hacía la comida, leía algo más y me iba al trabajo. Aprovechaba los trayectos para escribir, apuntando notas sobre cualquier cosa. Escribía sobre una loca y sobre un celador enamorado de ella. No lograba saber por qué estaba loca, ni quiénes eran ellos, pero imaginaba situaciones. Mientras esperaba el autobús que me llevase casa, culpé a la luna de sentirme un fracasado. De haber llegado tarde todo o de no haber llegado, de haber perdido muchas cosas y de no saber qué hacer con un corazón remendado quirúrgicamente al que nadie me había dicho cómo cuidar. Me sentí como un cosmonauta perdido en mitad del espacio, a medio camino de la Tierra y la Luna, sin saber si podría llegar a ella o si por el contrario lo único que debía hacer era regresar. Pero, regresar, ¿a dónde? ¿para qué?
Con esas sensación entré en casa una hora y media después. Me preparé un té y me senté en el salón. Encendí el portátil y en google puse, "cosmonautas perdidos". Siempre me ha gustado más el término ruso, es más certero y, también, más evocador. Teníamos internet en casa porque una de mis compañeras era una irlandesa que daba clases en un colegio bilingüe y lo necesitaba para el trabajo y hablar con sus padres por skype. Se llamaba Cathleen. Como la canción de Phil Lynott. Era divertidísima y estaba loca por Gael García Bernal. No tenía ni idea de español y tampoco le preocupaba. A veces le pedía que me hablara de Rory Gallagher (su padre lo adoraba) y de Thin Lizzy. Me gustaba oirla hablar en gaélico con su madre. Me dejaba conectarme de vez en cuando porque nos llevábamos bien y muchos días cocinaba para ella y comíamos juntos. Ella siempre se reía de mi inglés.
La información que apareció en la pantalla del ordenado me explotó en la cara. Casi olvido todo, mi desazón, mi apatía, mi frustración. Encontré desde las teorías más disparatadas y conspiratorias, hasta la historia más académica. Después de un par de horas de "investigar", me quedé con un par de nombres, una supuesta conversación estelar y poco más. Aquella noche no dormí. Me levanté con la idea desde la cual podía partir: La hija de un cosmonauta perdido en una misión fallida a la Luna se encuentra interna en un psiquiátrico de Praga, allí le cuenta a un celador su historia y la de su padre, borrados de la historia por una burocracia inhumana. La noche que las fuerzas del Pacto de Varsovia entran en Checoslovaquia para acabar con la llamada Primavera de Praga en 1968, aquella mujer creerá que realmente han ido a por ella para acallarla definitivamente.
A la mañana siguiente me dirigí a la oficina de la ETT para comunicar que quería dejar el trabajo. Sorprendentemente no me pusieron ninguna pega. Salvo cuando dije que esa tarde ya no quería ir. Recuerdo perfectamente a la mujer que atendió. Todas las semanas tenía que ir a firmar los partes de asistencia y, en mi desbarajuste vital, me creía enamorado de ella. Eso no es relevante, porque en ese tiempo me enamoraba diez veces al día, pero me gustaba ir allí; me ponía nervioso y me sentía muy abatido si iba a sellar y no me la encontraba en la oficina. Ni idea de cómo se llamaba. Sentado frente a ella, mientras me hablaba despacio, explicándome que si aguantaba una semana más, podrían darme la carta de despido y así no perder la prestación por desempleo (que capitalicé para abrir la librería), le puse el nombre de Irina. Su apellido me lo daría el nombre del cosmonauta que apunté la noche anterior, Belokoneva. Era frágil, delgada, preciosa, y no estaba loca, pero yo sí. Cuando me despedía, le pregunté si querría tomar un café o comer conmigo. Se sonrojó y se puso nerviosa. Estoy casada, dijo. Lo siento, contesté, y deseé que la tierra me tragase.
Cosmonauts Heaven por Skoparov |
Yo inventé un cosmonauta, Alexei Belokonev, perdido en el cosmos tras no alcanzar la Luna tras las misiones de Gagarin y Titov. Y mezclé muchas más cosas, en principio por el placer de escribir (Praga, 1968, Hrabal, cine, libros...) pero luego apareció un pueblo llamado Almarga y una librería donde poder meter todas esas historias como, sí, como en una matrioska... Tardé en darle forma a todo, lo que me rodeaba ayudaba poco, así que escribir se convirtió en una actividad clandestina, Hasta que todo explotó y surgió la primera versión, en 2009. Después, con las editoriales mandándome negativa tras negativa, yo sumido en corrección tras corrección, y la Internazional Samizdat apareciendo para no sentir que había tirado mi vida a la basura. Varios años más y aparece la editorial Baile del Sol para encender la luz de la habitación donde andaba a oscuras, justo cuando termino una novela nueva con cuatro años a sus espaldas, más grande, más suicida, más inútil, y mis cuarenta primaveras para seguir insistiendo en juntar palabras.
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