Hace varios meses me escribió un amigo (desconocido apreciado y seguido de las redes sociales) para decirme que había escrito una reseña sobre mi novela "La muñeca rusa" y que un magazine digital la iba a publicar. Alex (que así se llama) y yo nos escribimos a menudo. Siempre con cierta educación y distancia, pero también a menudo con una extraña cercanía. Me hizo mucha ilusión, por supuesto, sobre todo porque me interesa muchísimo lo que Alex tenga que decir sobre la historia de Irina y Milos y lo que eso me haga repensar a mí sobre la misma. Me dijo que al director de dicho magazine le interesaría un breve escrito mío sobre una sección que tienen titulada "Cinco contra uno", es decir, cinco discos que te hayan marcado y un "díscolo" que te haya defraudado o al que le tengas cierta tirria. Dije que sí, por supuesto. Estas cosas me hacen mucha ilusión y me las suelo tomar muy en serio. Además, tampoco quería defraudar a Alex, así que me puse. Se lo envié y me dijo que gustó. Como sé que los ritmos de edición en estas cosas son muy lentos, no quise pecar de impaciente y, puesto que la novela ha pasado, no ya sin hacer mucho ruido, sino sin hacer casi ninguno, y mi editorial, aunque heroica y voluntariosa como ninguna, no es importante (dentro de ciertos esquemas), sabía que igual la reseña y este artículo no salían. Bueno, han pasado seis meses y me he vuelto a encontrar el archivo de mis "cinco contra uno" mientras ordenaba una carpeta con textos y me ha dado penilla. Y digo penilla porque me lo pensé mucho y a la vez disfrute mucho escribiéndolo, así que lo rescato. Aún no sé cómo era la critica de Alex, y me he cansado de mirar la página del magazine como un histérico obsesivo o un niño aburrido en el asiento de atrás de un coche. Son cinco y uno, con su historia personal; seguramente si lo escribiera hoy serían otros cinco y uno distintos, o quizá no, quién sabe....
Cinco contra uno
Pongámonos en situación:
Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en el páramo manchego donde al
kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista Metal Hammer y la Superpop, y
donde los jueves estaciona una furgoneta en el mercadillo municipal con vinilos
y casetes de todo tipo (tirando a serie media). Durante meses ahorro lo que me
da mi padre por currar en la lavandería y la propina de mi abuela los domingos para, aprovechando las dos semanas de vacaciones en
un apartamento enano en la playa a finales de julio, cuando vamos a hacer la
compra a un megahipermercado cerca de Alicante en primer día, visitar la
sección de discos y gastarme toda la hucha. Verano del ’88. A punto de los
catorce. Llevo una lista pero casi nunca encuentro lo que busco, así que tiro
de oídas y me fio del orden en el que está colocado. Así descubro a Fleetwood
Mac, Vanilla Fudge, Sleepy LaBeef, Love… The Cult me suenan, de la radio quizá,
no lo sé, pero esa portada es magnética. La carpeta desplegable hace que aumente
mi fascinación. Ahí están Astbury, Duffy, Stewart y Warner mirándome
amenazantes y altivos. Leo por primera vez el nombre de Rick Rubin. Lo compro
sin dudarlo un instante. He de esperar quince días para escucharlo porque allí
no hay tocadiscos (no hay ni lavadora). Cuando al final lo hago, después de
horas viendo esas fotos, sonrío como un idiota. Citar alguna canción es inútil.
Quiero una guitarra y la quiero ya. Un disco que se abre con “Wild Flower” no puede ser malo. Un disco
cuya cara A termina con “Bad Fun”, le
das la vuelta y arranca la B con “King
Contrary Man” pasa a convertirse en la coz que tu corazón necesita. “Love Removal Machine” del tirón y el “Born to be wild” más bruto y machacón
que nunca he escuchado. Al llegar “Outlaw”
estoy agotado… Pero aún está “Memphis Hip
Shake”… Me arrastro como la canción… Termina y lo pongo de nuevo… Por un
instante me siento invencible. Ese disco es sin duda lo que anuncia, eléctrico,
y el nombre del grupo pasa a convertirse en mi culto; hasta hoy, cuando escucho
Hidden City y me siguen emocionando
igual.
Ahora que han resucitado y
la justicia poética por una vez cumple lo que pregona, es de ley decir que este
disco es fundamental. “La vida qué mala
es”, “Este es nuestro tiempo”, “San Martín”, tres canciones para dejar
claro que fueron únicos y que lo siguen siendo. Sólo ellos han igualado
semejante trío inicial en sus dos discos posteriores. “Corazón Malherido” duele, y José Antonio canta como el puto amo una
letra de Lapido que toma un lugar común y lo convierte en particular, sólo para
ti. “La canción del espantapájaros”,
la cual han desnudado en directo incidiendo en su cara dramática, siempre me ha
gustado sin embargo más en esta versión, tan pop, tan resultona, tan jodida en
el fondo. Es la virtud del rock, cantar las cosas más jodidas sobre una lozana
base musical para conjurar los golpes de la vida. Las cinco canciones que
quedan son una fuente y una declaración en sí mismas. “El baile de la desesperación”, “El
lado oscuro de las cosas”, “Un camino
equivocado”, “Un día cualquiera”
y “Atrás”. Las guitarras por fin
rujen como los Cero querían después de tantos años. Una producción algo
deficiente (en comparación a lo que vino después) no borra la urgencia de unas
canciones gloriosas en sí mismas. Los Cero demostraron que, lamentablemente, en
este país, sólo era posible una retirada con la cabeza alta antes de perderla
(en el olvido o el cheque). Sé que Tormentas
Imaginarias es mejor, pero a mí me ganaron para siempre con este. Que los
dioses salven a los Cero.
Podía haber puesto
cualquiera de la banda de Jim Morrison, pero he optado por el último. Con la
misma estructura que su debut, cada cara del disco se cierra con una canción
larga. Desde su inicio con la tremenda “The
Changeling”, Morrison canta como nunca, su voz de barítono se ha endurecido
por los excesos, convirtiéndose en un arma evocadora y punzante. “Love her madly” es una manzana
envenenada, y “Been down so Long”,
nada más empezar, te parte por la mitad. El bajo de Jerry Scheff da libertad a
Manzarek para jugar con las canciones y a la vez seguir haciendo que su teclado
sea la base de las mismas. Robbie está excelso, se gusta, y se nota. Desmore
está elegante y deja de nuevo claro que no es un batería de rock de montón,
sino un músico de jazz que toca rock, o un músico de rock que quiere tocar
jazz, da igual. “Cars hiss by my window”
es una vacilada sublime. “L.A. woman”
vale toda una carrera: oda decadente que sirve de despedida a una ciudad bajo
un manto rabioso y energizante de un grupo de instrumentistas en estado de
gracia. “L’America” abre la cara B
descolocando, psicodelia que no quiere dejar de tener sabor a blues. “Hyacinth house” tiene una letra gloriosa
y premonitoria, y para mí es una de sus canciones más bonitas. La versión del
tema de John Lee Hooker (“Crawling King
Snake”) destierra una vez más todo rastro de vender a Jim como un Adonis
pop. “The Wasp” es amarga porque deja
entrever nuevos caminos por transitar de una banda que se estaba despidiendo
sin querer ser consciente de ello (dicho tema es la base para “An American Prayer”). El cierre con “Riders on the Storm”, vista a través del
famoso juicio de Miami (y lo que supuso no sólo para la historia del grupo sino
como siniestra clausura de una década llena de acontecimientos históricos
determinantes), es la canción perfecta, simple y llanamente es así, con
Morrison relatándonos el porqué de todo lo que ha hecho y qué es lo que
realmente han sido, ofreciéndonos una maravillosa letanía respaldado como nunca
(y como siempre) por Ray, Robbie y John.
Más de media vida (mía)
llevo escuchando este disco y no me canso ni un segundo. Sólo por eso merece
figurar aquí. Ian Anderson, uno de los frontman definitivos, intentó un
cuádruple salto mortal impulsado por la retranca de Monty Python y parió una
maravilla que merece veinte años de escuchas y veinte más que le dedicaré. Presentación, idea, cover art, composición, ejecución, lírica, arreglos, todo
es perfecto en este disco. El álbum total. Lo tomas o lo dejas. Obligatorio
tenerlo en vinilo, ese es su mundo y su sentido. Las capas y los niveles en los
que se mueve siguen siendo un misterio para mí. Siempre pienso que es más de lo
que aparenta o capto. ¿Una broma, una genialidad, una boutade suprema? Para mí
una de las cimas artísticas del siglo pasado. Y comercialmente encima les salió
bien, lo cual nos obliga a mirar esos años con indudable nostalgia y sorpresa.
Un disco de más de cuarenta minutos con una sola composición dividida en dos
partes basado en un supuesto poema de un niño y envuelto en un ficticio
periódico lleno de noticias brillantes, pasatiempos, horóscopo y obituarios
incluidos. La letra es una maravilla críptica, tan desvergonzada como lúcida a
la vez… “Really don´t mind if you sit this one out… My words but a whisper…
your deafness a shout…”. Un grupo en estado de gracia remata todo. Martin Barre,
John Evans, Jeffrey Hammond-Hammond y Barriemore Barlow respaldando a Anderson
e impulsándolo todo bajo una mezcla de estilos y referencias apabullantes, sin
respiro, sin un paso en falso, rematando la jugada los arreglos y dirección de
un indispensable y digno de estudio (vital y musical) David Palmer. Lo siento,
no puedo ser objetivo, amo este disco; he escrito centenares de páginas
escuchándolo y dejándome llevar.
Compré este disco después de
escuchar “Blue” en “De 4 a 3”, de
Paco Pérez Bryan en Radio 3, en 1995. Olson y Louris tocando el cielo. Nunca me
arrepentiré. “I’d run away”, “Miss Williams guitar”, la preciosísima “Two Hearts”, “Real Light”, “Over my
Shoulder”… Para cuando llega “Bad
Time” ya estás sobre aviso, pero eso no te evita el subidón. Es increíble
cómo esas voces se empastan y armonizan de ese modo, cómo la guitarra acústica
se enreda con la electricidad de una Gibson SG, cómo tocan la fibra sin parecer
pretenderlo. Y encima es una versión. La cara B sigue la estela, y cuando la calma
parece haberse instalado con “Red Song”,
como si el disco fuese a terminar con esa mirada crepuscular al desierto, llega
la subida de “Ten Little Kids”. Big
Star, CSNY, The Byrds, Gram Parsons… todo junto sonando con personalidad
propia. Este disco me salvó la vida una noche de 2002 en un hospital en obras,
lleno de cables y partido por la mitad. Me lo había grabado en una cinta en
casa para escucharlo allí porque sabía que lo iba a necesitar. Aún usaba
walkman. Cuando me fui de aquel lugar se lo regalé a una enfermera de la planta.
“I could take a little hint from you, and I’d run away”.
Contra UNO.
He estado tentado a entrar a
saco y recordar lo estafado que me sentí cuando en su día compré “Usar y Tirar” de M-Clan o el primero de
Los Planetas (y último para mí, su rollo no va conmigo), pero no. También he
pensado en intentar explicar mi frustración ante los últimos discos a medio gas
de Gov´t Mule o la complacencia del camello de Wilco. Tampoco quería hacer leña
del árbol caído del madelman Lenny Kravitz (tremendo tocomocho). En tiempos tan fugaces
como los de ahora es normal que haya bajones en las carreras de grupos longevos
(lo que hizo Bowie en cinco años, del 69 al 74, o Janis Joplin en tres, no lo
volveremos a ver jamás, pero tampoco podemos pedirle a grupos actuales que ya
llevan quince o veinte años, el mismo ardor guerrero de sus primeros años). Así
que tiro de disco con trampa…y termino como empecé. Pongámonos en situación: Mediada la década de los ochenta. Un pueblo en
el páramo manchego donde al kiosko, a lo sumo, llega, si llega, la revista
Metal Hammer y la Superpop, y donde los jueves estaciona una furgoneta en el
mercadillo municipal con vinilos y casetes de todo tipo (tirando a serie
media). Sin saber quién me había suscrito, a mi casa llegaba el boletín del Discoplay.
Empiezo a crear mi discoteca lo mejor que puedo, a base de oídas, intuición y
casetes grabadas en el patio del colegio. Tiro de primeras impresiones con las portadas del
BID. La de Uriah Heep con Abominog me llama la atención mes tras mes, pero me
da miedo, literalmente, y lo voy dejando. Me espero el infierno tras ese diablo
rabioso. Mi vecino del tercero me pasa Ride the
Lighting de Metallica y Holy Diver
de Dio. Mi mundo se llena de tachuelas; los logos de Maiden, Overkill, Raven o
Anthrax son cincelados en mi carpeta estudiantil. Ahorro un poco y me pido por
fin el de Uriah Heep… Llega a casa, lo pincho y… efectivamente, el pinchazo fue
antológico. Teclados de la época y melodías almibaradas no me dejan apreciar
las virtudes que esconden sus surcos. Maldigo cada peseta invertida, miro esa
carpeta diabólica y no entiendo nada… Llega la tercera canción (“On the Rebound”) y me rindo
definitivamente; no debería, pero la juventud es vehemente y yo creo querer
otra cosa. Levanto la aguja y lo guardo entre maldiciones gitanas. Ese fue mi
primer desencanto de muchos, y si lo rememoro es porque, curiosamente, ahora es
un disco que me encanta y escucho bastante, incluso más que sus magnas obras de
los setenta. Igual soy yo, que me he enmoñado a pasos agigantados, pero este es
uno de los casos en los que la espera y la paciencia han tenido su recompensa. “Too scared to run”, “Chasing shadows” o “Think it over” me parecen temazos. El trabajo vocal de Peter Goalby
es digno de mención, en la estela del enorme Lou Gramm. Mierda, echo en falta
cantantes así. El regreso a Uriah Heep de Lee Kerslake, trayéndose de paso a un
inmenso Bob Daisley, tras su aventura con Ozzy (y menuda aventura), recargó las
pilas del eterno Mick Box. Ya lo dijo Willie Dixon, nunca juzgues un libro por
su portada…
1 comentario:
Hermoso recorrido por los discos y por tu vida, Juanmi.
Un abrazo.
Publicar un comentario