miércoles, 18 de mayo de 2016

Entrevista en Todo Literatura y Compañía. Radio.




Cuelgo la entrevista que me hicieron en el programa de radio "Todo literatura y compañía" de la emisora Gestiona Radio. Algo más de 16 minutos donde Antonio Martínez Asensio desgrana la novela "La muñeca rusa", que, recuerdo, se puede conseguir en cualquier librería o AQUI, directamente en la web de la Editorial, con descuento y regalo incluido.


http://www.ivoox.com/11449342


 

jueves, 5 de mayo de 2016

Hijos del espacio: soñadores, cosmonautas y otros selenitas. Artículo en Filosofía Hoy, número 55. Mayo 2016.


La búsqueda de una publicación a la que le interesara el siguiente artículo casi hace que tirara la toalla. Trata sobre la historia de los viajes espaciales (lunares principalmente) a lo largo de la literatura. Nadie lo quería... Tampoco sé por qué me empeñaba. Bueno, sí; el artículo me gustaba. Al final, la revista Filosofía Hoy, donde colaboro a menudo más por motivos emocionales (me ha traído una buena amistad) que económicos (no hay), lo quiso. Me pidió revisarlo. Algo le faltaba. Y era cierto. El artículo era una vuelta de un capítulo desechado de "La muñeca rusa", un capítulo que no encajaba en ningún sitio y que quedó perdido en la carpeta de "notas". Al contrario que con la novela que acabo de terminar, en la que todas las notas han sido borradas, aún aparecen cosas sueltas de "La muñeca rusa". A la par, otra revista (La aventura de la Historia) me habían encargado unos artículos sobre Sergéi Pavlovich Korolev, el Diseñador Jefe, y revisando notas, encontré ese escrito. El encargo me llenó de alegría, por qué no decirlo, ya que me vino por sorpresa y en un momento que necesitaba sentir que lo que escribía era valorado de alguna manera. Me puse a revisar mis libros y notas sobre Korolev y encontré ese capítulo perdido. Lo corregí un tanto a la ligera, para ver si encontraba el tono para encarar la biografía sobre Korolev. Cuando Pilar (la editora de Filosofía Hoy) me dijo que le gustaba pero que le faltaba algo, obsesionado como estaba por el tema, me agobié y no paré de darle vueltas. De madrugada lo encontré. Me levanté y apunté apresuradamente cuatro notas para no olvidarlo. Gran parte de la historia de ese lienzo literario se vio influido (y truncado) por el éxito de Ptolomeo en detrimento de, sobre todo, otro escritor diametralmente opuesto (Luciano de Samosata). Por cuestiones de espacio, en el número de Mayo de Filosofía Hoy ha aparecido algo recortado (pero no mucho).  Aquí incluyo el texto completo. Quien haya leído "La muñeca rusa" verá claramente por qué no encajaba (lo "relataba" el librero tras la confesión de Milos Meisner de los motivos que lo llevaron a Toulouse), pero eso lo digo solo como anécdota, porque tal y como está no se nota. 
Por último añadir que las imágenes que ilustran el artículo son viejos carteles soviéticos, preciosos por otro lado, de la época de la Carrera Espacial.


Hijos del espacio: soñadores, cosmonautas y otros selenitas.

La Luna sigue estando demasiado lejana. Durante siglos los hombres han deseado llegar hasta ella y se han imaginado y escrito libros sobre esos viajes soñados; leyendas chinas, griegas y aztecas lo prueban. Obviando al venturoso profeta Elías saliendo disparado a los cielos en un carro de fuego o al pobre Ícaro un instante antes de caer, fue Plutarco uno de los primeros que teorizó sobre la Luna más allá de los mitos, al igual que Tales y Aristóteles. Se dice en El Corán que Mahoma viajó por los espacios interplanetarios, y en el Kalevala, canto épico del pueblo finés, también se habla de otro viaje a la Luna, esta vez de una abeja.





Sin embargo, fue en el siglo II de nuestra era cuando se vivió una lucha fratricida entre dos pensadores, dos personalidades seguramente opuestas (Luciano de Samosata y Ptolomeo), que marcó durante más de diez siglos el destino de los hombres en muchos aspectos, y ninguno de ellos baladí (el Jorge de Burgos del gran Umberto Eco sería el paradigma del hombre-pensador-religioso-salvaguarda-de-la-moral que surgió de ello). Luciano y Ptolomeo nunca se conocieron ni polemizaron, pero sus respectivas obras sí. Luciano de Samosata escribió una obra satírica sobre los habitantes de la Luna (Una historia verdadera, también llamado Relatos verídicos en la edición de Gredos), un libro del cual han bebido todos los autores posteriores, desde Cyrano hasta Verne e Italo Calvino. Pero este libro era algo más, pues pone en tela de juicio la religión y sus dogmas, así como a los filósofos y sus escuelas, desacreditando a todos ellos. Luciano también escribió otra obra llamada Ícaromenipo, donde hizo volar a Menipo de Gadara desde el Olimpo hasta la Luna con un ala de águila en una mano y una de buitre en la otra, pero sin la potencia destructora de Una historia verdadera. Por su parte, la obra de Ptolomeo discurrió por otros cauces menos peligrosos para la tranquilidad social que la sátira del de Samosata. El famoso astrónomo alejandrino se dedicó a sistematizar y compilar un innumerable número de datos y doctrinas de geógrafos, astrónomos y filósofos, creando lo que se conoce como “Sistema Ptolemaico”, en el cual daba cuenta de la arquitectura física del universo. El él, la Tierra, formando un globo, está en el centro del universo, y el Sol, la Luna y las estrellas giran alrededor, en, dato importante, órbitas circulares y con movimiento uniforme. Señalo esto último como importante porque fue esa dogmatización de esos dos conceptos claramente aristotélicos lo que provocó el estancamiento durante siglos no sólo de la Astronomía, sino de la propia Física como ciencia. La sucesiva proliferación de epiciclos (algunos sin más remedio que ser concebidos como excéntricos) “salvaban las apariencias” de la supuesta irregularidad de los movimientos celestes. Esta férrea y alambicada concepción del cielo (Caelus, del cosmos) encadenó todo avance técnico y científico a una pesada bola, la cual, sumada a la poderosa institución eclesiástica como salvaguarda filosófica y moral de un mundo feudal, espejo de dicho dogma católico en lo ideológico y pilar del vasallaje y la división de la sociedad en nobleza, clero y estado llano, impidió, entre otras cosas, la escritura y divulgación de fantasiosas aventuras espaciales. Paradójicamente, la victoria de Ptolomeo trajo consecuencias nefastas para los que soñaban con surcar los cielos y llegar a las estrellas, pues resulta difícil imaginar a nadie escribiendo sobre volar a la Luna o a Marte, sabiendo que, a las consabidas dificultades técnicas, habría que sumarle el agobio de atravesar una innumerable cantidad de endiablados epiciclos encapsulados en esferas de cristal.

De nada sirvió que los chinos derrotasen en 1232 a los mongoles usando proyectiles, pues no fue hasta la llamada “revolución copernicana” que las mentes de literatos, inventores y lunáticos varios pudieron sentirse libres de nuevo. Dicha revolución no fue sencilla ni rápida, y mucho menos indolora (no sólo por la hoguera se le llamó revolución). Tampoco fueron pocos sus actores: Al citado Copérnico hay que sumar como mínimo a Tycho Brahe, Johannes Kepler, Giordano Bruno y  Galileo Galilei, siendo quien remató la jugada un soberbio Isaac Newton, que fue quien estableció la fórmula matemática de aquello a lo que nos enfrentábamos si queríamos salir volando de la Tierra: la Gravedad. Sin embargo, una década antes de que se publicase De revolutionibus orbius coelestium de Copérnico (póstumamente por Andreas Osiander, siempre hay que decirlo), el poeta Ludovico Ariosto narró en Orlando furioso (1532) cómo Astolfo, hijo de Otón, rey de Inglaterra, viaja a la Luna en un Hipogrifo. El famoso Cyrano de Bergerac, un siglo después, narra también otro viaje a la Luna; esta vez es él su protagonista y afirma que los selenitas tienen enormes apéndices nasales como señal de inteligencia y virilidad. En las mismas fechas, dos obispos ingleses, Goldwin y John Wilkins, escriben sendos libros sobre aventureros camino de la Luna. Un profesor de matemáticas de la Universidad de Ferrara, el jesuita Francesco de Lana-Terzi, elaboró, entre el 1648 y el 1692, un interesante proyecto de astronave, incluido en uno de los volúmenes de su doctísima obra Magisterium naturae et artis. Dicho diseño es un anticipo del aerostato que aparecerá, cien años más tarde, con los hermanos Montgolfier. De 1634 también es Somnium, escrito por Johannes Kepler y considerada por Issac Asimov como el primer relato de ciencia ficción como tal; en él, el astrónomo alemán citaba explícitamente a Luciano. Así comenzaba la rehabilitación del escritor griego. El samosatense influyó enormemente a los escritores del Siglo de Oro español, llegándose incluso a calificar el relato satírico-fantástico como lucianense. Cervantes (lector de Luciano), utiliza técnicas narrativas del greco-sirio en El Quijote. Pero lo que terminó de prender la mecha de la imaginación de poetas y marcianos fue Juan Heveluis (1611-1687), que demostró que alrededor de nuestro satélite el aire estaba, por lo menos, muy rarificado. La Selenografía de Hevelius fue publicada en 1647 y causó gran impacto en la comunidad científica y literaria. En 1672 la ciencia escaló otro peldaño de cara a ver realizados los sueños de los viajeros espaciales. En esa fecha, Giovanni Cassini logró efectuar la primera medición, bastante aproximada, de las distancias entre los planetas. Aún así, todavía era preferible continuar confiándose a la fantasía, enlazándola con la realidad aunque fuese de forma disparatada, pues de otro modo no se explica cómo logró El Barón de Münchhausen subir a la Luna para recuperar su hacha de plata, sirviéndose de una planta de judía de España, que creció en un abrir y cerrar de ojos.



El escritor dálmata Bernardo Zamaga, en 1768, presentó en un libro titulado Navis Aeria, un proyecto de astronave que recuerda al de Lana-Terzi. No obstante, don Bernado, impresionado por la distancia entre los planetas señalada por Cassini, no se atrevió a empujar su astronave por los caminos que conducen a la Luna. Se limitó a hacerla volar (con la imaginación, se comprende) alrededor de la Tierra.

El propio Newton proyectó una nave cósmica a reacción, y François Voltaire hizo viajar por los cielos a un habitante de Sirio y a otro de Saturno. Otro francés de sintomático nombre, Louis Guillaume de la Follie, escribe, en 1775, El filósofo sin pretensiones. El protagonista es un habitante de Mercurio, inventor de una máquina volante.

Sirio… Saturno… Mercurio… El siglo XVIII acaba y parece que la Luna está pasada de moda; en cambio, el hombre (para la Historia el hombre se llama François Pilâtre de Rozier) no ha efectuado más que un vuelo de veinticinco metros, sujeto a un globo, mientras que la Luna sigue ahí, tan inalcanzable como siempre.

El siglo XIX es el del romanticismo, y nuestro querido satélite, más que nunca, se convierte en el refugio de los lamentos de las almas soñadoras, en el ídolo de los poetas mayores y menores. Al menos hasta la llegada de Julio Verne, donde todo comienza a adquirir un tono “peligrosamente” real y realizable… Verne hace surgir de su pluma a Barbicane, Nicholl y Michel Ardan, protagonistas de las dos novelas, De la Tierra a la Luna y Viaje en torno a la Luna. En ellas se relata la extraordinaria empresa que permitió a estos tres bigotudos caballeros “entrar en órbita” alrededor de la Luna, a bordo de un enorme proyectil, disparado por un mortero (el “Columbiad” montado en un hoyo de 100 metros de profundidad “a 27º 7´ de latitud Norte y 5º 7´ de latitud Oeste” (es decir, ¡en Cabo Cañaveral!... así que, o había un ilustrado y valiente bromista en la dirección del proyecto norteamericano de la NASA, o don Julio era vidente además de visionario).



El siglo XX se abre con un título profético, Los primeros hombres en la Luna, escrito por H.G. Wells. Con el progreso científico y los rápidos adelantos de la astronáutica, las narraciones sobre los viajes a la Luna se hacen mucho más frecuentes. En 1904, el físico ruso Konstantín Tsiolkovsky, escribe Filosofía Cósmica, donde especula sobre el futuro de la humanidad, planteando la conquista eventual del cosmos. Suya es la famosa frase: “La tierra es la cuna de la humanidad, pero no se puede vivir en la cuna para siempre”. Tsiolkosvky escribió más de 500 trabajos sobre viajes espaciales, llenos de bosquejos de cohetes de propulsión líquida, y repletos de multitud de temas relacionados con la astrofísica que sirvieron de inspiración y base para los futuros ingenieros soviéticos, que fueron los que acabaron poniendo en órbita, entre otros, a la perrita Laika y al gran Yuri Gagarin. El siglo XX es, también, el siglo del cinematógrafo. El film de Meliès, Viaje a la Luna, de 1902, proyectó en esta caverna platónica llamada Tierra, los sueños que durante miles de años los humanos habíamos tenido sobre llegar a la Luna.




Por primera vez en la historia de la humanidad, los avances científicos y tecnológicos corrían en paralelo a las históricas ansias de surcar el cosmos. Ahora sí resultaba evidente que sólo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo… Así que los temores comenzaron a ser otros. Las dos guerras mundiales casi hicieron olvidar todos esos cómicos deseos, pero aún así seguían surgiendo novelas sobre el tema. Comenzar a nombrar escritores sólo nos llevaría a olvidar a otros (¿por dónde empezamos, por Karel Capek, Alexander Bogdánov, Alexei Tolstoi, Edgar Rice Burroughs, Issac Asimov, Stalislaw Lem o Philip K. Dick?), así que sólo haremos el amago.




El mundo que quedó después de la II Guerra Mundial ya no era el mismo: había hambre, había tristeza, había muerte y había miedo. Miedo a que la próxima contienda fuese definitiva. El comunismo y el capitalismo habían descubierto el arma definitiva. El terror que se había desatado en Hiroshima y Nagasaki, si se repetía, sólo podía ser peor. El gran conflicto que parecía estar a punto de desatarse sería el que hiciera desaparecer a la humanidad definitivamente. En este sentido, fue la industria cinematográfica la que más prolíficamente nutrió la imaginación (núbil o apesadumbrada) de los hombres. Mientras la URSS intentaba encontrarse a sí misma después de la hecatombe que supuso el terror stalinista, su producción cinematográfica en este sentido fue escasa pero con impronta. De 1935 es El vuelo espacial, donde se cuenta la historia de un grupo de científicos que trabajan en la creación de una nave espacial llamada Iósif Stalin, llena de efectos especiales soberbios y asombrosos para la época. También es obligado mencionar El planeta de las tormentas, de 1961, donde un grupo de cosmonautas soviéticos vuelan a Venus, o Nebulosa de Andrómeda, de 1967, donde también se narra un viaje espacial, pero esta vez hacia un planeta imaginario.



Por su parte, en los Estados Unidos se pusieron todos los medios para erradicar el comunismo de su territorio: se crearon comités de conducta, y surgió la tan conocida Caza de Brujas del senador MacCarthy y el comité de Actividades Antiestadounidenses. Durante los años cincuenta surgieron innumerables películas, llamadas de Serie B, con pocas pretensiones pero con argumentos delirantes, realizados en un momento álgido de la Guerra Fría. Aquellas películas intentaban sublimar y canalizar todo ese miedo. Ultimatum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) de Robert Wise, es uno de los clásicos indiscutibles, así como La Guerra de los Mundos (War of the worlds, 1953), basada en la novela de H.G. Wells. Merecen también ser nombradas Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1953) y la sublime La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel, estrenada en 1956. Es cierto que en ellas hay poco viaje espacial y sí mucha invasión alienígena a la Tierra, pero quien lograra sobreponerse al susto de ser abducido, seguramente soñara con surcar el espacio. También es cierto que se hacían joyas más enfocadas a lo que nos ocupa, como Planeta Prohibido (Forbidden Planet, 1956), basada en La Tempestad de Shakespeare. Paradigma y colofón de toda esa ebullición cinematográfica es Batalla más allá del sol, película de ciencia ficción rusa, filmada en 1959 y dirigida por Mikhail Kayukov y Aleksandr Kozyr, donde se habla de “la carrera espacial” de dos naciones futuras que compiten por convertirse en los primeros en llegar a Marte. En 1962, Roger Corman compró y remontó el film, haciendo dirigir algunas escenas a Francis Ford Coppola, el cual utilizó el seudónimo de Thomas Colchart para realizar la labor. Fue definitivamente durante los años sesenta cuando el tema se desborda de tal modo que impregna todos los ámbitos, televisión incluida, por supuesto, desde la que surgen series inolvidables como la inglesa The Thunderbirds (1965) o las series de animación de Hanna Barbera, The Jetsons (1963, llamados Los supersónicos en español), The Space Kiddettes (1966, Meteogro y los niñonautas del espacio). Incluso The Beatles, en su versión cartoon, viajaron a la Luna. 

La guinda la puso Frank Sinatra al grabar en 1964 el tema Fly me to de Moon, epítome de los cientos de canciones que tienen como protagonista a tan ansiado astro. Con todo ello, no es de extrañar que 600 millones de espectadores acabasen viendo en 1969 la retrasmisión del alunizaje “real” (cada cual que quite o mantenga las comillas). Porque, mientras la ficción seguía alimentando ese ancestral sueño de surcar el cosmos, dos hombres totalmente opuestos estaban dispuestos a llevarlo por fin a cabo. De un lado, Sergei Pavlovich Korolev, ingeniero comunista, el Diseñador Jefe, responsable de todos los éxitos soviéticos en este campo, entre otros el de poner el primer satélite artificial en órbita, conseguir la primeras imágenes del lado oscuro de la luna, enviar los primeros satélites a Marte y Venus, o lanzar al primer hombre al espacio con éxito, orbitando alrededor de la Tierra, y devolverlo con vida… Y del otro lado, Werhner von Braun, ingeniero alemán de pasado nazi, creador de los temidos misiles V-2, rehabilitado por los Estados Unidos y puesto al frente de la NASA, artífice final de ese pequeño paso que dejó una huella indeleble en la superficie lunar.

No deja de resultar curioso cómo, después de todo este largo recorrido trufado de obras que daban rienda suelta a ese deseo de llegar a la Luna, una vez que por fin pudimos conseguirlo, la hayamos desterrado de nuestros sueños estelares y la pobre Selene haya dejando de ser objeto y señora de tan bellos anhelos de libertad y aventura. Con todo, la Luna fue nuestro primer amor, y eso nunca se olvida.




viernes, 29 de abril de 2016

Dos fragmentos. Andrés Sorel. Antimemorias de un comunista incómodo. Editorial Península, 2016.


Andrés Sorel. Antimemorias de un comunista incómodo. Editorial Península, 2016. 

Capítulo 17: “Con una mujer llamada Pasionaria.”

“En la intimidad cambiaba. Te encontraste a solas con ella varias veces, y en su casa, en el hotel en que te alojabas en Moscú, paseando por las calles de Praga o descansando en una playa búlgara de las acotadas para invitados comunistas, mientras llevaba en brazos a tu hija de un año de edad, su voz se tornaba suave. A veces se sumía en un profundo y prolongado silencio, tal vez meditando las cosas que tú le decías, diferentes a las palabras oficiales, aduladoras, rutinarias o triunfalistas, tan dadas a verter en sus oídos por quienes la visitaban creyendo que así halagarla. Gustaba le hablaras de lugares, ciudades y costumbres de la perdida España. Cómo eran ahora, cómo se vivía, qué diversiones tenían, hablaban los jóvenes, incluso comían, descripciones y cuadros costumbristas al margen de las consignas e informaciones políticas. Se volvía su voz, al hablar, más acogedora, dulce, humana, como si soñara, incluso como si pidiera ayuda para encontrarse a sí misma y caminar por las calles y pueblos que quería reconocer en la existencia abandonada pero que todavía encontraban huecos en su memoria, también consciente aunque nunca pudieses en público reconocerlo, de su destino, de su derrota, encerrada en una irrealidad que parecía no alcanzar fin. Los momentos más dramáticos o íntimos, tal vez sinceros, los viviste con ella en Praga, ocupada por las tropas de su país de acogida y residencia, el faro que desde su juventud iluminó sus creencias y le aportara luz a su nunca abandonados, quizá hasta ahora, sueños. Era un día en que al fin conoció el éxito de una huelga general pacífica de la que había hablado durante años, persiguiéndola en la España de Franco. El silencio se había hecho protesta para oponerse a la patria del comunismo. Y la angustia devoró la realidad de lo que comenzaba a convertirse en un comunismo inexistente, también fracasado.”
Páginas 212-213

“Todavía en otro viaje que realizarías a Moscú verías por última vez a Dolores. La invitaste a cenar en el hotel en que te alojabas. El guía que te acompañaba en aquella visita se despidió de ti hasta las nueve de la mañana siguiente en que vendría a recogerte para llevarte a la Unión de Escritores. Os quedasteis solos Dolores y tú en el salón semivacío donde os sirvieron la cena. Esta e prolongó hasta cerca de las doce de la noche en que el chófer vino a buscarla para conducirla a su domicilio. Tú fuiste crítico con tu visión de la URSS y la deriva el comunismo tras la invasión de Praga y tu experiencia en otros países comunistas, incluso te referiste a las escisiones en el partido español y maneras de interpretar la realidad desde fuera poco acordes con lo que opinabais quienes trabajabais en el interior. Cuando se marchó Dolores subiste a la habitación. Apenas llevabas unas horas de sueño, serían las cinco de la madrugada, cuando sonaron fuertes golpes en la puerta de tu dormitorio. Dos hombres se encontraban detrás de ella, que, cuando abriste, a través del intérprete te comunicaron que prepararas rápidamente la maleta, que tu avión salía dentro de tres horas para París e iban a conducirte al aeropuerto. Sus rostros eran serios, autoritarios. La situación, la inesperada y desagradable sorpresa, cuando ocurría, te dejó prácticamente sin habla. En el aeropuerto te entregaron el billete. Hablaban entre ellos. Te acompañaron incluso en la sala de embarque. Se quedaron esperando hasta que en la paciente cola vieron cómo ascendías las escalerillas que te llevaban al interior del avión. Cuando descendiste en el aeropuerto de Orly te estaban aguardando otros dos hombres, policías franceses. Amablemente te dijeron que los acompañaras. Te condujeron a un despacho de las oficinas policiales del aeropuerto. Te interrogaron. Qué habías ido a hacer a Moscú. Cuánto tiempo pensabas permanecer en París. Les hablaste del libro que escribías y las entrevistas que debías realizar en la capital rusa para el mismo, que tenías cita en la editorial Ebro y que en menos de una semana pensabas regresar a España. Te dejaron marchar. Nunca sabrías lo sucedido. Intuías tan solo que fueron los servicios de seguridad del KGB quienes siguieron tu conversación con Dolores en el hotel y decidieron expulsarte de Moscú. ¿El resto? No eres escritor de novelas policíacas.”
Página 221.



martes, 12 de abril de 2016

55 años del viaje de Yuri Gagarin al espacio. ¿Por qué los rusos no llegaron primero a la Luna?



Hoy se cumplen 55 años del primer viaje de un ser humano al espacio exterior, a bordo de una esfera metálica dentro de un cohete balistico intercontinental (el Semyorka, el 7) tuneado para la ocasión. ¿Valor? ¿Suicidio? ¿Arrojo desmesurado? No lo sé, y aún me cuesta definirlo. También en este 2016 se cumplen 50 años del fallecimiento del responsable de dicha hazaña, Sergei Pavlovich Korolev (Koroliov). Me han encargado un par de artículos sobre dicho suceso (de Korolev) para la revista La Aventura de la Historia, que saldrán en su número de Mayo. Como no suelo tener la suerte de que me busquen a mí para algo así, terminé haciendo más artículos de los que me habían pedido. Este que reproduzco a continuación lamentablemente (para mí), se quedó fuera. 
55 años de una de las mayores aventuras que un ser humano ha podido vivir. Grande Yuri, Yura, querido Gagarin, el de la gran sonrisa, el pequeño hombre que realizó un sueño anhelado durante muchísimos siglos. 




Imagen extraída del libro "Gagarin. Hijo de Rusia" 
 ¿Por qué los soviéticos no llegaron primero a la Luna?
Como en casi toda narración histórica, las causas de una derrota o un triunfo no tienen un desarrollo lineal, sino que se bifurcan y unas se mezclan con otras. Puede sonar extraño, pero suponer que la URSS no llegó a la Luna por diferencias personales entre los tres grandes ingenieros involucrados en la carrera espacial soviética no es tan descabellado y, posiblemente, sea una de las claves para conocer la verdad.
Además de los problemas de financiación con el buró soviético tras la guerra, Sergei Pavlovich Korolev, el Diseñador Jefe, tuvo que bregar con la enemistad y animadversión evidentes que existían entre él, Glushko y Vladímir Chelomei.

I.
Valentín Petrovich Glushko, principal rival de Sergei Pavlovich y responsable de la denuncia que llevó a Korolev a Kolyma, era el ingeniero jefe del laboratorio que ayudó a crear los motores de combustible líquido de los primeros cohetes rusos, en 1929. Sucedió en Leningrado. Al igual que Korolev, Glushko era ucraniano, aunque nacido en Odessa.
Los equipos de Korolev y Glushko fueron unidos en 1933, creando así el RNII, el Instituto de Estudios Científicos de Propulsión a Reacción. Su relación se truncó de manera terrible con la entrada en escena de Stalin. Ambos fueron detenidos durante las purgas de 1938. La denuncias, inducidas u obligadas, se cruzaron y la de Glushko llevó a Korolev a Kolyma. Al declararse la guerra contra los nazis, Valentín Pretóvich fue liberado y enviado a un bureau, donde trabajó en el diseño de aviones de combate.
En 1944, los caminos de Korolev y Glushko se cruzan definitivamente con el de Chelomei, al ser enviados a trabajar bajo la dirección de éste en el diseño de un proyectil semejante al V1 alemán. Durante este periodo final de la guerra, se hace patente la rivalidad entre los tres ingenieros, aunque aún no comparable a la que se verían abocados en años posteriores, evitando quizá que fuese la URSS la primera en llevar un hombre a la Luna.
Si los tres hubiesen sido amigos, la historia podría haber sido diferente, pero la lucha por conseguir fondos y, sobre todo, por hacer prevalecer criterios tan distintos en un ambiente tan difícil, hizo que fuese imposible.
En agosto de 1946 se crea el NII-88, el Instituto de Desarrollo Científico Ruso. Korolev, libre de cargos, y habiéndose restablecido su reputación (que no así su “existencia”), crea el OKB-1. El 1 de abril de 1953 se le encarga construir el cohete intercontinental R7, siendo Glushko el ingeniero de motores. La idea de Korolev es hacer un cohete de cinco motores, pero Glushko le da un diseño con veinte, rodeando un cuerpo central, cercado de cuatro cohetes menores. A día de hoy, los cohetes Soyuz siguen manteniendo ese diseño. Puede resultar incomprensible que se aprobara dicho diseño, pero las aplicaciones militares del diseño de Glushko de cara a crear misiles de largo alcance resultaban tan evidentes que a Korolev no le quedó más remedio que trabajar con ese diseño. A todo ello hay que añadir que Korolev quería utilizar combustible criogénico, mientras que Glushko quería usar combustible hipergólico, más tóxico, pero también más barato.
Los problemas se multiplicaron para Korolev. Las bombas que llevarían los R7 debían pesar en teoría tres toneladas, pero con el diseño de Glushko llegaban a pesar casi seis, lo que obligaba a aumentar el tamaño del cohete. Los militares se frotaban las manos. Quizá no fuese un arma muy manejable, pero sus efectos propagandísticos y disuasorios resultaban evidentes. Korolev, evidentemente, no daba crédito, pero no tenía más remedio que transigir.

Imagen extraída del libro "Gagarin. Hijo de Rusia" 

II
¿Y el papel de Cheloméi en esta historia?
Vladímir Cheloméi es descrito como alguien ambicioso políticamente, pero igual de resuelto que Korolev en explorar el cosmos y formar parte de la carrera espacial. En 1959 fue designado Jefe Constructor de la Industria Aérea. Su primer golpe de efecto fue llamar al hijo de Nikita Jruschev, Sergei, a trabajar junto a él. Comenzó a diseñar naves espaciales y, en 1961, inició los trabajos del poderoso misil UR-500, con el objetivo de lanzar con él la primera estación espacial militar.
Los trabajos en paralelo de ambos ingenieros jefes quizá se hubiesen podido complementar, pero las pretensiones políticas de Cheloméi lo impedían, alimentando su rivalidad. El 13 de octubre de 1964 puede verse como la fecha de inicio del declive ruso, a pesar incluso de los logros de Korolev, pues Jruschev es destituido como Primer Secretario del Partido Comunista, siendo nombrado en su lugar Lenoid Brezhnev. Cheloméi es apartado de la carrera espacial, cancelándose casi todos sus proyectos no militares. En 1965, Sergei Pavlovich Korolev recobró el control de todos los proyectos lunares tripulados. El rencor de Cheloméi le hizo negar toda ayuda a Korolev, el cual volvía a tener problemas con Glushko, además de los habituales de financiación.
La muerte de Korolev el 14 de enero de 1966 en la mesa de operaciones, puso fin a los sueños lunares soviéticos. Su sucesor, Vasili Mishin, no tenía ni el genio ni la capacidad de motivación del Diseñador Jefe, además de carecer de los contactos políticos o la confianza de otros bureaus para conseguir llevar el programa adelante. Por si fuera poco, el primer vuelo tripulado soviético, Soyuz-1 (cuyos cosmonautas fueron seleccionados por el propio Korolev: el malogrado Vladímir Mijailovich Komarov y Yuri Gagarin, el cual terminó como suplente, ya que las autoridades le consideraban demasiado valioso para arriesgar su vida, lo cual da la medida de las esperanzas en dicha misión), acabó en tragedia el 24 de abril de 1966. Las grabaciones de dicha misión son terribles, afectando sobremanera al propio Gagarin, que había pedido hasta el último momento ser él el cosmonauta titular, quizá temiendo el desenlace, sumiéndole en una terrible depresión. El primer ser humano en el espacio nos dejaría pronto, dinamitando definitivamente las ya pocas esperanzas de llegar primeros a la Luna. El 27 de marzo de 1968 fallecería, a los 34 años, en un accidente mientras realizaba un vuelo de entrenamiento con un MiG-15.
Partes desmontadas de los cohetes y las lanzaderas aún se pueden ver paseando por el cosmódromo de Baikonur, abandonados y cubiertos de polvo, como las ruinas de uno de los sueños más ambiciosos de la humanidad.
La era romántica de los viajes espaciales se había acabado. Ahora, comenzaba el espectáculo.


martes, 15 de marzo de 2016

El día que Santillana se retiró. El drama del esférico, la pena del cancerbero y la burbuja del deporte rey.


"La pelota es mía, pero si quieres puedes
squeeze my lemon, baby..."
Después de un artículo que encontró revista que lo publicase, como el de la reseña del libro de Aléksievich, a otro que no. 
Esto que sigue surgió espontáneamente. 
Me cuesta menos escribir cuando me dan el tema: "Escribir algo personal sobre los españoles y el fútbol, Más o menos 3000 caracteres". Ambiguo y abierto. Sin problema. Pero no cuajó del todo, había otro autor apalabrado antes que yo. "Lo sentimos, otra vez será. Úsalo como quieras", me dijeron. Como quiera imagino que es ponerlo aquí para que no se quede en una carpeta perdida. En el contexto para el que me lo pidieron, con motivo de una competición que debe empezar pronto, tenía sentido el texto; aquí, en el caimán, de golpe, como que no. Pero por otro lado, bastantes textos perdidos se acumulan ya por las esquinas de mi portátil, y aunque sólo sea por echar una palada más a la cascada locomotora de este blog, aquí va...


"Y ahora, tras perseguir un rato el esférico, a componer Fear of the dark... ¿A qué hora es el bolo, dude?"

Muchas veces pienso que me gustaría que me gustase el fútbol. También me gustaría escribir mejor y no caer en la aliteración, pero es lo que hay. Mi desconexión con la pelota produce en mi entorno tanto desprecio como suspicacias. Sin más se me tacha de rarito, de querer hacerme el interesante y, lo que es peor, surgen esos cinco segundos dramáticos donde se espera que yo diga algo más, imagino que las razones de mi rechazo. Pero no digo nada. No me gusta el fútbol, punto. No debería ser una tragedia, pero a veces lo parece.

George y Paul disfrutando de lo que para mí
fue una disyuntiva. Pop o balompie 
La relación de los españoles con el llamado deporte rey es todo un enigma para mí. Como españolito de a pie que soy, también me supone un enigma el hecho de que no me guste. Supongo que el meollo está en ver en lo que se ha convertido y comprobar hasta qué punto el fútbol ha invadido nuestras vidas, convirtiendo a los futbolistas en las nuevas estrellas, en  referentes sociológicos y culturales, encarnando actualmente una serie de valores y aspiraciones que antes ocupaban otros: músicos o actores (casi pongo escritores, perdón). Sin entrar a valorar, resulta evidente la sensación de que algo se ha perdido por el camino. No digo que Cristiano Ronaldo sea peor referente para un adolescente o un cuarentón que Axl Rose o Luis Miguel en sus días de gloria, pero me temo que la comparación palidece con mayor intensidad cuanto más atrás echamos la mirada; hasta, no sé, hasta Cary Grant o Yuri Gagarin, o hasta Jesse Owens o Zátopek, por nombrar dos deportistas. Claro que, también es cierto que se ha encumbrado a unos en detrimento de otros, como Kanouté o Cantona.  Quizá mi problema no sea con el fútbol en sí mismo, sino con las consecuencias socioeconómicas del llamado fenómeno fan, aunque también es cierto que el fútbol desborda incluso esa categoría. Me gusta pachanguear en las romerías primaverales y nunca digo que no a hacer el pato con los amigos de mi hijo a la salida del colegio, pero me cuesta entender la burbuja del producto Messi; es más, pienso que todo se resuelve con la palabra empacho. Creo que el mundo fútbol se ha ido inflando de tal modo que se han pasado, y yo me perdí por el camino sin posibilidad de redención. Si el gol de Zidane en la novena no me rescató, dudo que CR7 lo haga.

1973. Saliendo al césped del Watfort F.C,
nada para subir la moral de Sir Elton
que un sudoroso vestuario mal ventilado
Antes sí, claro, hace muchos años sí me gustaba. Mi camiseta preferida en octavo de E.G.B (ya tengo una edad) era una blanca, Abanderado, de manga larga, a la que mi madre le había cosido el escudo del Real Madrid en el pecho y el número nueve a la espalda; un nueve negro de tela plastificada que daba un calor horrible. Creyéndome un superhéroe, pensaba que la camiseta me otorgaría poderes y acabaría jugando maravillosamente bien al fútbol, pero no, seguí siendo el mismo manta de siempre. Le ponía empeño, pero no había manera. Yo me la ponía a todas horas, esperando que, tarde o temprano, se me inoculase ese virus que me hiciese ser más rápido y más ducho con una pelota entre mis pies, pero la camiseta empezó a amarillear sin que por eso me eligiesen antes para jugar en un equipo u otro en el descampado detrás de la iglesia, y, sobre todo, me cansé de sudar como un pollo por la espalda. Esto último era lo que más me jodió, porque Santillana era mi ídolo y ese era su número. Por eso la explicación más extensa que suelo dar cuando se me increpa amablemente acerca de por qué no me gusta el fútbol y compruebo que mis gafas de pasta son vistas como una amenaza, es que dejó de gustarme cuando se retiró Santillana.  Total, si van a pensar que soy gilipollas, al menos que quede también como un snob.


Con el paso del tiempo me he ido alejando tanto del hecho futbolístico que, actualmente, cuando intento ver un partido en casa de mis suegros o en algún bar con los amigos, (el único sentido que encuentro para ver un partido, la camaradería) me aburro como una ostra, y no puedo dejar de pensar que desearía estar en cualquier otro lugar, quizá plantando un árbol, un laurel, por ejemplo… o un pino. Los partidos me parecen larguísimos, las pasiones que se desatan me parecen igualmente impostadas y exageradas, y no entiendo nada. El fútbol es la única cosa que me hace sentir mayor. Eso sí, también es cierto que si en ese momento me das, por ejemplo, una foto firmada por David Coverdale o Ray Charles, se me iluminará el rostro y lloraré como un púber frente al delantero brasileño de moda. A cada uno lo suyo, y a mí me ha tocado que no me guste el fútbol en un país donde el fútbol es el mayor espectáculo y casi una religión. 

Greenbank F.C. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

SVETLANA ALEKSIÉVICH. El fin del “Homo sovieticus”. EDITORIAL ACANTILADO

Reseña publicada en la revista FILOSOFÍA HOY, marzo 2016. El texto original y el editado (foto final, siempre me paso de palabras....)

SVETLANA ALEKSIÉVICH. El fin del “Homo sovieticus”. EDITORIAL ACANTILADO.

De las innumerables ideas y sensaciones que despierta la lectura de este magnífico libro, resaltaremos primeramente una, relacionada con la concesión del Premio nobel de Literatura 2015 a su autora, periodista de profesión, y es la radicalidad de su lectura, la asombrosa capacidad para hacer manifiesta a los ojos del lector la idea de que el trasfondo de todo lo que se nos está contando es terrible y necesariamente importante. Dicha idea se supone que debe ser primordial para la obtención del Nobel, pero en los tiempos que corren y dada la dominación crematística de otro mercado más, como es el editorial, no resulta tan claro. De ahí la heroicidad de la autora y la consecución de dicho premio. Este detalle resulta pertinente al recordar cómo, en los medios de este país, se citaba inmediatamente el desconocimiento que se tenía de dicha autora en muestro mercado y la sorpresa que causaba al comunicarse que había obtenido el Nobel; acto seguido se señalaba que Aleksiévich era periodista y no escritora. Ambos detalles ponen de manifiesto las paradojas en las que andan sumidos ciertos sectores de lo que llamamos “periodismo cultural” en este país.

La lectura de esta obra de Aleksiévich confirma todo lo positivo que uno espera y seguramente ha podido leer de dicha autora bielorrusa. Es un libro polifónico, terrible y hermosísimo a la vez, primorosamente escrito (y mejor traducido), donde se dan cita infinitas voces para dar cuenta del terremoto, hundimiento, y posterior desescombro de lo que supuso la caída del régimen soviético en la extinta URSS. La radicalidad de la que hablábamos en el párrafo anterior responde al hecho de que, precisamente, de lo que aquí se habla no es de acontecimientos, sino de hombres, de personas, de mujeres, hombres, ancianos, adolescentes, conserjes, carteros, “emprendedores”, olvidados y olvidadas, habla de sentimientos, de intentos de hallar una explicación que dibuje un marco en el cual poder entender no sólo el pasado, sino también el futuro. Una vez más, la lectura de esta obra nos descubre que todo aquello de lo que habla no se circunscribe únicamente a los países del eje comunista, ni siquiera de un continente, sino de una manera de vivir, de un planeta sobre-habitado, esquilmado y sobre-explotado en el cual nos movemos con la sensación de caminar constantemente al borde del abismo.


Todo este despliegue estilístico responde a un intencionado plan por parte de la autora, lo que se ha dado en llamar “novela colectiva”, “novela-oratorio” o “coro épico” entre otras fórmulas, que Aleksievich formuló junto al escritor Alés Adámovich. El resultado es una suerte de mosaico coral perfecto y apabullante en el cual se dan cita todo tipo de voces, una urdimbre polifónica de una armonía embaucadora y áspera a la vez, cuya lectura nunca hace olvidar la inherente radicalidad de lo que se nos está contando, obligando al lector a ser él mismo una voz más intentando articular el sentido y fin último de todo.

“No hago preguntas sobre el socialismo, sino sobre el amor, los celos, la infancia, la vejez, o sobre la música, los bailes, los peinados, sobre infinidad de detalles de una vida que ha desaparecido. Ésa es la única forma de mostrar, de adivinar algo, inscribiendo la catástrofe en un contexto familiar”, escribe la autora en el prólogo titulado Apuntes de una cómplice. “Y de repente nos vimos convertidos en personajes de Chéjov. Nos vimos despojados de nuestro pasado. Todos los valores colapsaron, menos los valores de la vida. De la vida sin más. Los nuevos sueños consistían en construirse una casa, comprarse un buen coche, plantar un grosellero en el jardín… La libertad resultó ser la rehabilitación de los sueños pequeñoburgueses que solíamos despreciar en Rusia. La libertad de Su Majestad el Consumo. La consagración de las tinieblas, el afloramiento de deseos e instintos tenebrosos, de toda una vida secreta de la que apenas teníamos una vaga noción.”

El libro está dividido en dos partes. Una primera titulada “El consuelo del apocalipsis. Diez historias en un interior rojo” donde Aleksiévch intenta, apoyándose en ese género coral aparentemente periodístico citado anteriormente, dar cuenta de todos los cambios por lo que atravesó ese “homo sovieticus” entre los años 1991-2001, es decir, el fin de la Perestroika, Gorbachov, Yeltsin, la liberación económica, el capitalismo salvaje, etcétera, hasta el fin de la Segunda Guerra de Chechenia. Y una segunda, llamada “El encanto del vacío. Diez historias en medio de ninguna parte”, donde aborda la transformación final de ese hombre cuya cosmovisión ha sido demolida, sobreviviendo al periodo de 2002-2012, centrándose en una emocionante plasmación de ese “nuevo hombre” y en la instauración de unas nuevas formas de represión que se parecen demasiado a las antiguas.


La citada sucesión de testimonios recuerda vivamente a otro libro, publicado en 1965 por la Editorial Noguer, llamado “El futuro es nuestro, camaradas. Conversaciones con los rusos de hoy”, de Joseph Novak, el cual aparece como una suerte de vieja fotografía que, indudablemente, no alcanza las cotas de emoción y hondura del de Aleksievich. De igual modo, el estilo de la autora bielorrusa nos remite a la personal prosa de Emmanuel Carrére (más a “Una novela rusa” que a “Limónov”), pero de nuevo el estilo de la premio Nobel resulta más potente, a pesar, o gracias, a la polifonía documental y estructural de la obra que nos atañe, la cual brilla en su plasmación de esa cosa llamada “alma rusa”, y que uno llega a sentir extraña y nítidamente muy cercana.

Las vicisitudes narradas, y que abarcan veinte años, plasman el desmenuzamiento de toda una cosmovisión vital y emocional en manos de un capitalismo que se instauró en tromba en una sociedad perpleja que soñaba con coger las riendas de su propia historia, que se pregunta qué puede salvar de lo que ha sido, qué debe defender en esa lucha que se ha visto obligada a mantener contra la mercantilización de todas las esferas de la vida. “No teníamos que haber luchado únicamente por la libertad” se lee en la página 32, “pero nos dispersamos y volvimos a nuestras casas demasiado pronto. Y los traficantes y los especuladores se hicieron con el poder”. 640 páginas asombrosas, terribles, desoladoras, pero también fértiles, donde late una suerte de dialéctica hegeliana, en la que, si la tesis fue el “homo sovieticus” y la antítesis una desconcertada “alma rusa” arrojada al capitalismo, la síntesis que tan brillantemente busca Svetlana Aleksievich se vislumbra, quizá borrosa, quizá oscura, pero sin duda traspasa las fronteras de la antigua URSS y nos atañe a todos, posibles voces de una nueva novela coral de tan soberbia escritora.

Juan M. Contreras



domingo, 14 de febrero de 2016

Fragmentos de la presentación de "La muñeca rusa" del 12 de febrero de 2016


Presentamos "La muñeca rusa" en la localidad donde resido. Mi vida de amo de casa no me ha hecho fomentar muchas amistades, por eso me sigue asombrando la cantidad de gente que se dio cita en la preciosa café-librería Ndanka Ndanka para acompañarnos a Juan Garrido y a mí. La gente estuvo muy receptiva, sobre todo a las palabras de Juan, que me emocionaron un poco y me hicieron reafirmarme en la opinión que de él me he hecho estos años. En cuanto a mí, me lancé a una diatriba sin sentido, con vergonzantes perlas que (afortunadamente) no quedaron grabadas por el amable espontáneo que grabó un par de fragmentos de la presentación (y que incluyo abajo) y algún que otro jardín del que salí como pude. Reconozco que es un incordio tener constantemente la sensación de estar a punto de cagarla., pero salvamos los trastos. El acto acabó y los libros, sorpresa, comenzaron a conseguir dueño. Si pasan las semanas y, paseando por la calle, no me tiran ninguno a la cabeza, habrá merecido la pena (y si eso sucede, también, qué coño). Al final está el link de la Editorial, por si alguien quiere pedirlo.







miércoles, 20 de enero de 2016

Origen de La muñeca rusa. Teorías conspiratorias y tozudez incomprensible.

Lance Miyamoto 1981
Causa-efecto. Ojalá fuese tan sencillo, pero no hay una única causa para "La muñeca rusa". Como todo, es un cúmulo de cosas, de ideas, de sensaciones, de anhelos. Sin embargo sí hay un momento, una noche de hace justo diez años, saliendo del edificio donde trabajaba de teleoperador. No merece la pena que recuerde el nombre de la empresa. Todo era subcontrata de subcontrata. La empresa nos contrataba a través de una ETT y, cuando te explicaban tu trabajo, te dabas cuenta que ibas a vender productos financieros incomprensibles y hacer encuestas para una empresa contratada por otra que había sido contratada para realizar un estudio y una labor de marketing para un banco. Y a tí te pagaba una empresa que era la encargada de dotar de gente a esa tarea. Así funcionan las cosas; detrás de todo, lo malo es acabar viéndolo como normal. Por el camino se van depositando mordidas para intermediarios cuya labor es nula, simplemente la de estar ahí en medio, enriqueciéndose. Huelga decir que el sueldo era miserable. Aguanté tres meses allí. No me llegaba para mantenerme, pagar el alquiler del piso compartido, los gastos y la manutención. No tenía para libros. A los tres meses dije, o cambias tu vida o te mueres de pena. No podía languidecer más allí, haciendo algo que odiaba (engañar a la gente para que comprara cosas inútiles), sin posibilidad de nada más, relaciones, proyectos, futuro, solo subsistir. Decidí dejarlo todo y apostar mi vida (incluso lo que no tenía, pidiendo un préstamo leonino avalado por mi primo mayor) en montar una librería. La cosa salió mal, pero fue bonito mientras duró y me hizo estar donde estoy ahora. Como se puede ver, estoy repleto de ideas fantásticas. 


Una noche, marzo de 2006, acabé mi turno intensivo de tarde, abandonando aquel edificio infame y a tomar por culo de todo a las once y diez de la noche. No logro recordar qué libro leía. Aún levaba discman, uno baratero al que se le había roto la tapa y que había conseguido que volviese a funcionar con una tira de velcro adhesivo. Llevaba el disco Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco, uno de los pocos que conseguía mantenerme cuerdo. La noche estaba limpia, o todo lo limpio que puede estar el cielo de Madrid por la noche, siempre con una bruma anaranjada por culpa del alumbrado y la contaminación. Aún así, una luna llena enorme presidía todo, incluso mis pasos hasta la marquesina del autobús que debía tomar hasta la boca de metro. Aunque arrastraba los pies por el cansancio y la depresión, debía darme prisa porque era el último bus. Al llegar me apoyé en un árbol junto a la parada, rodeado de compañeros a los que no conocía, con los cascos puestos y atronando mis oídos con el giro ruidista de las clásicas composiciones de Jeff Tweedy. Me quedé mirando a la Luna. De golpe sentí una sensación de soledad enorme, sin cabos, y me eché a llorar. Durante los meses anteriores me había dedicado a emborronar una cuaderno con ideas para una novela que quería escribir pero que no sabía cómo porque no encontraba el hilo que la sustentara. Si aún seguía en Madrid era gracias al piso donde vivía, luminoso y apartado, muy tranquilo, con zonas verdes, perdido a la espalda de Arturo Soria. Me pillaba a tomar por culo de todos lados, pero era fantástico. Daba el sol todo el día, por todos lados. Era un edificio de tres plantas que lindaba con una guardería de monjas. Por las mañanas me sentaba a leer hasta que las monjas sacaban a los niños al patio a las doce, Los miraba jugar con algo de culpabilidad, me preparaba otro café y me duchaba. Luego, hacía la comida, leía algo más y me iba al trabajo. Aprovechaba los trayectos para escribir, apuntando notas sobre cualquier cosa. Escribía sobre una loca y sobre un celador enamorado de ella. No lograba saber por qué estaba loca, ni quiénes eran ellos, pero imaginaba situaciones. Mientras esperaba el autobús que me llevase casa, culpé a la luna de sentirme un fracasado. De haber llegado tarde todo o de no haber llegado, de haber perdido muchas cosas y de no saber qué hacer con un corazón remendado quirúrgicamente al que nadie me había dicho cómo cuidar. Me sentí como un cosmonauta perdido en mitad del espacio, a medio camino de la Tierra y la Luna, sin saber si podría llegar a ella o si por el contrario lo único que debía hacer era regresar. Pero, regresar, ¿a dónde? ¿para qué?


Con esas sensación entré en casa una hora y media después. Me preparé un té y me senté en el salón. Encendí el portátil y en google puse, "cosmonautas perdidos". Siempre me ha gustado más el término ruso, es más certero y, también, más evocador. Teníamos internet en casa porque una de mis compañeras era una irlandesa que daba clases en un colegio bilingüe y lo necesitaba para el trabajo y hablar con sus padres por skype. Se llamaba Cathleen. Como la canción de Phil Lynott. Era divertidísima y estaba loca por Gael García Bernal. No tenía ni idea de español y tampoco le preocupaba. A veces le pedía que me hablara de Rory Gallagher (su padre lo adoraba) y de Thin Lizzy. Me gustaba oirla hablar en gaélico con su madre. Me dejaba conectarme de vez en cuando porque nos llevábamos bien y muchos días cocinaba para ella y comíamos juntos. Ella siempre se reía de mi inglés. 

La información que apareció en la pantalla del ordenado me explotó en la cara. Casi olvido todo, mi desazón, mi apatía, mi frustración. Encontré desde las teorías más disparatadas y conspiratorias, hasta la historia más académica. Después de un par de horas de "investigar", me quedé con un par de nombres, una supuesta conversación estelar y poco más. Aquella noche no dormí. Me levanté con la idea desde la cual podía partir: La hija de un cosmonauta perdido en una misión fallida a la Luna se encuentra interna en un psiquiátrico de Praga, allí le cuenta a un celador su historia y la de su padre, borrados de la historia por una burocracia inhumana. La noche que las fuerzas del Pacto de Varsovia entran en Checoslovaquia para acabar con la llamada Primavera de Praga en 1968, aquella mujer creerá que realmente han ido a por ella para acallarla definitivamente.

A la mañana siguiente me dirigí a la oficina de la ETT para comunicar que quería dejar el trabajo. Sorprendentemente no me pusieron ninguna pega. Salvo cuando dije que esa tarde ya no quería ir. Recuerdo perfectamente a la mujer que atendió. Todas las semanas tenía que ir a firmar los partes de asistencia y, en mi desbarajuste vital, me creía enamorado de ella. Eso no es relevante, porque en ese tiempo me enamoraba diez veces al día, pero me gustaba ir allí; me ponía nervioso y me sentía muy abatido si iba a sellar y no me la encontraba en la oficina. Ni idea de cómo se llamaba. Sentado frente a ella, mientras me hablaba despacio, explicándome que si aguantaba una semana más, podrían darme la carta de despido y así no perder la prestación por desempleo (que capitalicé para abrir la librería), le puse el nombre de Irina. Su apellido me lo daría el nombre del cosmonauta que apunté la noche anterior, Belokoneva. Era frágil, delgada, preciosa, y no estaba loca, pero yo sí. Cuando me despedía, le pregunté si querría tomar un café o comer conmigo. Se sonrojó y se puso nerviosa. Estoy casada, dijo. Lo siento, contesté, y deseé que la tierra me tragase.

Cosmonauts Heaven por Skoparov
Las teorías acerca de los cosmonautas perdidos se basan principalmente en grabaciones sonoras de supuestas conversaciones, donde lo poco que se escucha parece más una psicofonía. Cualquier cosa sustenta esas historias, la especulación estalla y da pie a imaginar sucesos que de puro increíbles pueden perfectamente ser ciertos. Y más cuando la Luna está de por medio, la Luna y los gobiernos, lo viajes espaciales y las ganas de poner en entredicho la Historia Oficial de, en este caso, la Carrera Espacial. Cierto es que la realidad siempre supera a la ficción, y posiblemente quepa la posibilidad de que algún día aparezca un documento desclasificado que de un vuelco a esa narración oficial, pero de momento no hay nada seguro. Con respecto a las conversaciones que circulan por ahí intentando dar fe de esas misiones secretas fallidas (una sustenta La muñeca rusa, "soledad atroz, soledad atroz") la realidad es, en este caso, más prosaica: En las múltiples pruebas de despegue y orbitación se prueban los sistemas de comunicación con grabaciones, música y bromas. Por ejemplo, durante años se ha especulado sobre una grabación de 1961, Tras Laika, en marzo despega la Sputnik 5. Dentro viaja otra perrita, Zvyozdochka ("Estrellita"), bautizada con ese bonito nombre por el mismísimo Gagarin. Junto con el can, volará por segunda vez un maniquí con el traje de presión Sokol SK-1, apodado afectuosamente "Iván Ivanóvich". Durante la misión se prueba el sistema de comunicación, utilizando voces grabadas y música coral. Son los cinco cosmonautas del proyecto los que graban las conversaciones, dando rienda suelta a su humor y su sorna (a sus miedos y a su temeridad), Eso daría pie a las diversas leyendas sobre esos "cosmonautas perdidos". Como anécdota de aquella misión está la historia de "Iván". Tras una misión exitosa, el asiento eyectable con "Iván" se separa de la cápsula mientras ésta desciende por la atmósfera. Cuando el equipo de rescate llegó a la zona de aterrizaje, los aldeanos de la zona se indignaron al comprobar que el "piloto" permanecía tendido sin recibir ayuda. La revuelta se aplacaría después de que un representante de la aldea comprobase que "Ivan" no era un verdadero humano. lamentablemente, de "Estrellita", no he conseguido información. Mi ruso es nulo.

Yo inventé un cosmonauta, Alexei Belokonev, perdido en el cosmos tras no alcanzar la Luna tras las misiones de Gagarin y Titov. Y mezclé muchas más cosas, en principio por el placer de escribir (Praga, 1968, Hrabal, cine, libros...) pero luego apareció un pueblo llamado Almarga y una librería donde poder meter todas esas historias como, sí, como en una matrioska...  Tardé en darle forma a todo, lo que me rodeaba ayudaba poco, así que escribir se convirtió en una actividad clandestina, Hasta que todo explotó y surgió la primera versión, en 2009. Después, con las editoriales mandándome negativa tras negativa, yo sumido en corrección tras corrección, y la Internazional Samizdat apareciendo para no sentir que había tirado mi vida a la basura. Varios años más y aparece la editorial Baile del Sol para encender la luz de la habitación donde andaba a oscuras, justo cuando termino una novela nueva con cuatro años a sus espaldas, más grande, más suicida, más inútil, y mis cuarenta primaveras para seguir insistiendo en juntar palabras.
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