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domingo, 30 de enero de 2011

Aquel lejano viaje a parìs del 2006... VI parte, y última

Madrid, 30 de enero de 2006.
 Bonjur queridísimos parientes:
Ya estoy de vuelta sano y salvo en Carpetovetónia. En mi última misiva finalizaba mi relato de manera un tanto brusca, acto que debéis disculpar debido no sólo a cierto cansancio acumulado sino también al hecho de que Cristina y Gaél me esperaban hambrientos y atentos para cenar y no era cuestión de hacerlos esperar.


 
He de confesar que el viaje ha finalizado de manera muy grata para el que aquí os habla (con dos años sin vacaciones, grato hubiese sido ir hasta mojarme los pinreles en Ruidera) sobre todo porque ayer, después de esa cena a la que mis anfitriones me requerían, salimos a tomar y a ver París (Montmatre) por la nuit. Todo comenzó cuando nos estábamos poniendo un poco mohínos después de tan opíparo banquete que prepararon mientras yo os escribía. Cristina había trabajado a destajo durante toda la semana y apenas la habíamos visto pero decía que por lo mismo necesitaba salir; Gaél, que había vuelto del día anterior ensayando con sus colegas en la campiña, secundó la moción con su habitual amabilidad, y yo pues, ya sabéis, aunque me seguía doliendo el pie (creo que del tropezón del otro día), no estoy todos los días en Paris; así que nos calzamos las chirucas, los gorros, los guantes, las orejeras, los chalecos reflectantes, las ruedas de repuesto y los martillos pilones y cual pandilla de enanitos salimos por ahí (siendo exactos dos enanitos y Blancanieves, elegid vosotros los enanitos que podíamos ser cada uno, yo no me atrevo). 

Para gran solaz del que aquí os habla, me llevaron, pues estaba al lado, al café donde grabaron la peli de Amelíe y que, lejos de estar lleno de turistas y gente cool (o eso me temía yo, a veces me sale una vena prejuiciosa que doy miedo, la verdad), es un sitio muy agradable y merece la pena ir, tiene un punto cutre, de verdad, que me encantó. Pedimos vino caliente, que para el frío que hacía nos sentó de maravilla (se nos fue de golpe todo el amohinamiento) y para quien no lo sepa (yo no lo sabía) el vino caliente es eso precisamente pero con un vino previamente macerado con su poquito azúcar, su canela y unas rodajas de naranja o limón (vamos, casi como nuestra sangría de toda la vida pero un poco más fino y caliente), ideal para cualquier afección respiratoria y del ánima. Una vez perfectamente acoplados allí, con el vino caliente entre las manos y sentados en el mismo sitio de “el loco de la grabadora”, coge Cristina y me suelta que en el barrio vive Audrey Tautou y que la suelen ver mucho; “comorr” dije sacando el Chiquito que todos llevamos dentro, sí, dice ella y también Irene Jacob vive por aquí ("Adiós muchachos, “Rojo”, “La doble vida de Verónica”...) pero es un retaco cabezón (ya le salió la vena prejuiciosa femenina también a ella, pensé) y Emmanuel Beard, dijo también (me estaba mantando) pero está superoperada, y yo para por favor, para, el desfribiliador, en la mochila, cógelo... así que, ala, nerviosito ya para toda la noche; para que luego me meta yo con las fans del Bisbal (bueno, yo soy un poco más comedido, no?, aunque nunca lo sabremos porque no vi a ninguna para comprobar mi reacción) Yo, con la excusa de los nervios, aproveché para ir a los servicios y eran como la película (y vi los dos, pero porque me equivoqué, y eso que había cartelitos, a saber en quién o qué estaría pensando) y no sé cómo ni por qué acabé orinando en ambos (¿estaré ya de la próstata?). En el servicio de mujeres me saqué del bolsillo el último cuaderno que había escrito (un moleskine negro cosido finito y un tanto maltratado) y lo escondí detrás de la cisterna. Adiòs, palabritas de amor inútiles, nunca os sacaré plusvalía ni harán que ninguna dama caiga rendida a mis pies pero aquí estareis mejor, que es donde debeis estar realmente, tras la cisterna de un vater, dije a modo de despedida mientras tocaban a la puerta...

Al salir de allí llovía un poco pero inspirados por el espíritu aventurero del ínclito Miguel de la Cuadra Salcedo (pero lamentablemente más feos que nuestro Indiana Jones patrio) nos pusimos a subir y a bajar cuestas por Montmatre como locos pues Cristina quería ver la tienda del señor Colignon (el frutero de Amelíe) que también está por allí y no recordaba dónde estaba exactamente. La encontramos pronto, es una tienda tipo chinos que no cierra nunca regentada por unos musulmanes y, la verdad, tiene algo de mágica (un diez para el director artístico) allí, en una esquina perdida bajo la ocre luz del dos bombillas baratas, con el cartel “Fruterie Colignon” coronando un toldo verde oscuro que parece recién sacado de una ilustración de cuento infantil, me juré un par de cosas que quedan en secreto entre mi corazón y mi cabeza. Después pateamos las calles adoquinadas cual Dorothy acompañada de el hombre de paja y el de hojalata (el León y Totó se fueron a olisquearse el culo, estaban en celo) y sin saber cómo topamos con la casa de Satie (sin saber cómo yo, que ellos sabían muy bien por dónde íbamos) y le rendimos pleitesía como merece y parece ser que es costumbre, y es escribiendo algo en un papel y dejándolo pegado en la pared. La noche era preciosa y en ese momento lamenté no haber hecho el viaje acompañado (algo que he lamentado todo el viaje pero en ese momento especialemente); en fin, otra vez será.

Dejamos atras los cuentos infantiles y las películas tiernamente ñoñas y nos tomarnos una (yo dos, que me entró mucha sed) cerveza blanca (rápidamente: es como la clara de limón de aquí pero sin tanto gas y de barril) en un bar (Le Rendevouz des Amis o algo así, el encuentro de los amigos, o la quedada de los amigos) que por su estética y su gente me hizo comprender y ver de golpe a Toulouse Lautrec (había una anciana elegante con un sombrero enorme que miraba como coqueteando a todo el mundo a la vez que con su mano izquierda jugueteaba con su dentadura y con la izquierda sujetaba un cigarrillo apagado, había dos amigos hablando acaloradamente frente a una botella casi vacía de vino, había un hombre que era como Punset pero en decadente y sin afeitar intentado ligarse a una veinteañera con pinta de nínfula que estaba sentada frente a él, había...). Finalmente terminamos la noche viendo bajo un reconfortante chaparrón de nuevo la casa de Erik Satie y visitando el busto de Dalida (la que cantaba eso de “Parole, parole, parole”). Yo me asusté cuando vi dicho busto, era de noche, llovía, giré la cabeza y dije, coño, Rocío Jurado, pero no, era Dalida... Gaél, en un extraordinario ataque de inspiración (y eso que habla poco), instauró a partir de esa noche el ritual de pedir un deseo mientras se posan las manos morosamente en las tetas del busto de Dalida. Debido al volumen de dichos pechos no tuvimos más remedio que pedir varios deseos. Cristina fue la que pidió más deseos (yo me conformé con dos, soy así, no porque me entrara un comedimiento candoroso ante el tamaño de tan generoso y maternal busto, sino porque en ese momento sólo se me ocurrieron dos, uno por seno), pero Gaél mientras ya nos marchábamos calle abajo le dijo a Cristina que esperaba que hubiese pedido estar con él toda la vida y la pobre echo a correr cuesta arriba a tocar de nuevo esos magníficos (y espero que magnánimos) pechos mientras Gaél me decía al oído “sabía que se le había olvidado eso”. Un hombre entrañable, sí señor; cuando me dijo eso al oído casi voy  también de vuelta a tocarle las tetas a Dalida y pedirle que yo también... No dudéis en buscar, queridos parientes, el busto de Dalida en Montmatre, ni tampoco dudéis en pedirle un deseo y, sobre todo, no os avergoncéis si al pensar qué pedir os entran unas ganas incontenibles de tocar esos preciosos y brillantes pechos de bronce.
Después llegamos a casa y dormimos como benditos.
Y ya está, ya va siendo hora de terminar esta pesada crónica, aunque al hacerlo ya no esté en París sino en Madrid, con la maleta sin deshacer del todo pero con el Sena aún en la retina. No os olvidéis de este, vuestro devoto y diletante tío-abuelo Jean Michele.


Cuidaros mucho y hasta pronto.

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