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viernes, 8 de junio de 2012

Cartas perdidas de Milos Meisner. Anexos imposibles de incluir en un libro invisible

Se mezclan mis esperanzas con lo que alguien podría llamar errores, camino, pasado, galera donde reman arrepentimientos y torpezas, acordes y rectas triangulares, mujeres irredimibles y demonios obtusos de tez clara y dedos torcidos. Tendría razón. Yo no, yo no puedo seguir esperando lo que sé que no puede pasar. Cuando se pierde todo y nada conmueve, cuando se espera todo y nada nos escoge. Suena un grupo llamado Mott the Hopple en un bar de Almarga. Si me tomo otra cerveza tal vez me emborrache. Una cruz de Malta, un posavasos lleno de espuma, una mesa de los años veinte, un puñado de postales de Sofía Loren cuando Sofía Loren enamoraba a obispos, generales y humanos sensibles, dos libros, un cuaderno y un bolígrafo. Vine aquí para echar de menos a casi todo el mundo e intentar sentirme de nuevo, vivo o muerto, limpio o seco, informal o retórico. Cartografías, luces ladinas, pasado imperfecto, trenes desarmados, maternidad fluorescente. A-13 es un sitio lejano y triste. La primera noche que pasé en casa de Lucien en uno de mis viajes relámpagos a París en los ochenta, éste no paró de alabar a Bowie mientras yo no paraba de pensar en que se callara y me dejara a solas de una vez con aquella amante tan fugaz como necesaria que creo recordar que se llamaba Julie. Tal vez ya era demasiado viejo y demasiado soviético en aquellos años como para apreciar esos existencialistas guitarrazos de extrarradio con posos dylanianos y beat stoniano...

No puedo focalizar, templar la espada ni la espalda contra enemigo alguno porque nadie espera ya nada de mí. Si alguna mujer quisiera llevaría la primera estatua a la luna por una de sus sonrisas. Irme de este lugar sin besar a nadie es un delito grave del que sé que no saldré indemne.

La preciosa camarera me sonríe cada vez que pasa a mi lado de una manera que podría hacer que volviera todos los días del resto de mi vida. Me acaba de preguntar si soy el francés que ha alquilado la casa vieja de Matías. Le digo que no sé quién es Matías, y que tampoco soy francés pero que sí, que soy ese que piensa que soy. Me pregunta si voy a tomar algo más mientras sus ojos miran mis manos posadas sobre un plano de una ciudad llamada Praga en donde con un boli barato e infalible estoy haciendo dibujos de ella. Cuando le voy a contestar, alguien la reclama y girando sobre sus talones como una Lolita a punto de cumplir los treinta me deja con la palabra en la boca. Pendientes rojos, piernas donde perderse por 20.000 leguas y ochenta días... Podría inventarme que también soy un escritor famoso, y que he venido aquí de retiro a escribir mi siguiente novela, puedo inventarme una biografía mientras la desnudo y la colmo de besos. O puedo irme directamente a tomar por culo, que será probablemente lo que me diga si cruzo la frontera de esta ficción...

Si por escribir aquí y ahora entendemos vaciarse y descubrirse, entonces lo quiero todo, sin cortapisas ni paños calientes, como el amor más desolador, como la puerta que si me abren arrollaré sin intención de hacer prisioneros, ni siquiera a mí mismo. El miedo corrompe la cobardía de la que hacemos gala y amputa la vida ruinosa que vivimos cuando no es procedente la desidia, igual que la valentía cuando es insolente. Aforismos torpes de "sírveme otra cerveza", haikus de baratillo, sueños rotos y pegados de nuevo mil veces con goma caliente sin solución de continuidad. La espuma aturde el alma. Si he de morir de vergüenza que sea colorado por no poder negar lo que soy. Entre un burdel y una iglesia prefiero que me hagan ruborizar en el primer lugar; antes, durante y después.
Sueños resquebrajados con lunáticas en Praga y camareras en Almarga. Pesadillas rojas en Toulouse. Siestas de comidas ligeras con planchadoras en Vladivostok. Insisto, si he de morir que sea colorado y muerto de vergüenza, soltando disparates y disculpas... Aunque es cierto que siempre me he quedado a medias en todo lo que he hecho con mi vida. Tengo la misma cantidad de libros empezados a leer y sin terminar que libros leídos. Más esculturas proyectadas que hechas, más hijos soñados que dando por saco, más sangre recorriéndome que derramada. Si grabo un corazón en esta mesa de madera con un cuchillo, pondré mi nombre dentro y dejaré espacio suficiente hasta para Maria Antonieta o Dalila. Al zar y las zarinas no las indultaría ni yo en estos momentos tan lejos de casa y tan cerca del hogar, ni siquiera por toda la bodega del Palacio de invierno. Caracol pelotero en plena crisis de los cincuenta. Cejas depiladas y culos prietos. La camarera no lleva tacones pero anda igual de erguida como si los llevara. Sonríe y le digo que sí, que me ponga otra cerveza. Me pregunta si quiero cacahuetes y me la imagino vestida de Betty Boo deseándome buenas noches después de prestarme su ordenador para pasar todo esto a limpio. Me repite la pregunta más despacio y respondo que sí, que claro, lo que ella quiera... Por primera vez, me sonríe espontáneamente...

Imposibles amores de mercadillo que inspiran al más pintado y al más tonto (ahora es cuando debería contarle la historia de cuando era niño y hacía espantapájaros en los campos de Moravia imitando estatuas famosas...) Todo tarda en llegar o no llega nunca. Desnudos al retortero, mamadas a todo trapo y espejos rotos, años de mala suerte, siete inútiles maneras de matar a un gato negro... ¿Cómo era? ¿Maldición eterna a todo aquel que lea este libro? Malédiction éternelle à tout ce qui lit ce livre, ese creo que fue el título con el que leí un libro así llamado hace muchos años en París. Manuel Puig y lecturas falibles de noches insomnes. En el fondo yo también soy un libro, al igual que todos los peces feos de las fosas abisales no ven un pimiento. Para llorar a mares y corromper monjas siempre hay tiempo, igual que para decir basta y echarse a dormir. Sé que esta noche acabaré en la playa, solo y haciendo cualquier figura con arena y agua salada antes de que salga el sol. Emborrono un plano turístico de una ciudad en la que viví con rostros hermosos y muñequitos obscenos, C-5 parece un buen lugar para vivir; perdí mi último cuaderno en un camping y sólo he encontrado esto a mano, aunque creo que hubiera robado un rollo de papel higiénico de haber sido necesario para dibujar a esta camarera. Una espiral de caracol aparece dibujada entre calles cuyo nombre desconozco y dudo si aún sé decir correctamente... Sólo me queda una cosa por hacer, levantarme, pedir la cuenta y preguntarle su nombre a la camarera...

2 comentarios:

  1. Genial entrada. Para mí la escritura es un ejercicio perfecto de redención del alma. Relajante y tonificante.

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