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martes, 2 de febrero de 2010

Underwood revisited...


Mamá, ¿qué es eso?
Eso es una máquina de escribir
¿Y para qué vale?
Pues para escribir
¿Como el ordenador de papá?
Sí, es como un ordenador pero sólo para escribir...
Qué grande...
Venga, vámonos.
¿Y dónde se conecta la impresora?
Te he dicho que nos vamos... deja de tocar ahí que este señor se va a enfadar...


La madre agarró al niño por el brazo y salió a la calle. Fue entonces cuando el dependiente salió del mostrador y volvió a colocar las teclas de la máquina de escribir que habían quedado levantadas al haber pulsado el niños varias de ellas a la vez con la palma de la mano... Ahí de pié, el dependiente se quedó mirando la vieja máquina de escribir. Una Underwood de casi cien años que le había regalado alguien al enterarse de que en la librería tenía varias máquinas de escribir (una Oliveti verde de 1965, una Periquet y Co. portátil de 1944 e incluso una Smith Corona eléctrica de los caóticos ochenta, la única propiamente suya) colocadas en algunos estantes. De las cuatro que poseía aquella Underwood ocupaba el lugar más visible, sobre una de las mesas que utilizaba como expositor, y era francamente grande y pesada. Tuvo el impulso de ponerse a hablar con la Underwood, a disculparse frente a ella por lo que había dicho aquel muchacho posmoderno y a todas luces consentido pero no lo hizo porque pensó que eso le convertía en un viejo prematuro pensando en lo desconectado que anda del mundo, con su bici, sus vinilos, su luna, sus idas y venidas al pueblo donde vive quien ama, con la sensación de tener sus días regalados desde hace seis años y porque en aquel instante también pensó que no está bien hablar con las cosas, aunque trabaje solo en aquella tienda y haya días en los que apenas habla con nadie, no pare de pensar indolencias (peores incluso que las de ese instante frente a la vieja y señorial Underwood), y pase las horas navegando por Internet, de página en página leyendo cualquier cosa, grupos de música imposibles, blogs de supuesta literatura y de no tan supuesta, páginas dedicadas al situacionismo (su última obsesión) o sobre concursos cuyo plazo siempre ha finalizado, y acabando muchas veces visitando páginas de dudosa catadura moral mientras piensa en que estaría mejor leyendo cualquier libro. Miró una a una las estanterías repletas de libros y le dio pereza coger alguno, básicamente porque hubiera tenido que decidir cuál y eso le hubiera llevado a preguntarse tal cantidad de cosas que resolvió no coger ninguno (qué le apetece leer, qué debe leer, qué dejó a medias de leer, qué quiere leer y qué lectura es la más idónea para sus relativamente nuevos hábitos de lectura, es decir lecturas como viajes cortos de metro y no como viajes largos en tren). Cuando volvía hacia el mostrador con ese último pensamiento en la cabeza se acordó de un primo suyo, con el cual hacía casi un año que no hablaba, y pensó en llamarlo pero cuando cogió el teléfono vio que tendría que buscar el número en la agenda y que ésta estaba en la habitación de arriba y se dijo que otro día, aunque siguió pensando en aquel familiar y en lo que le dijo una de las últimas veces que se vieron en Madrid, cuando él (su primo) trabajaba en un sex shop de la calle Atocha (el Mundo Fantástico cree recordar que se llamaba) y le contaba que se pasaba el día leyendo compulsivamente, como si el suicidio fuese una opción o los perros le esperasen rabiosos apostados a la salida del trabajo, sin hacer apenas caso ni a los clientes (hecho que la mayoría de ellos agradecían enormemente) ni a las múltiples películas porno que proyectaba en una monstruosa pared cubierta de pantallas de televisión.

Después el dependiente cerró Internet, cogió varios libros con el firme propósito de decidir aquella misma noche cuál de ellas leería primero (o si leería todas alternativamente a la vez; “Pulp-Rock” "El fondo del cielo", "Un hombre que duerme" "el misterio de Olga Chejova", “Sexografías", “Esta historia”), cogió su cuaderno, aquel que lleva meses deseando acabar para estrenar tras dos años otro y en el cual apunta cosas para seguir alimentando su sueño de escribir por fin esa novelita que lleva meses diciendo a sus amigos íntimos que está a punto de terminar, y escribe la conversación entre una madre y su hijo acerca de una máquina de escribir pensando en que igual consigue hacer algo con eso, aunque sea tomarla de excusa para añadir una entrada nueva a su blog.

Un par de días más tarde, cuando ya hubo colgado algo en su blog al respecto, su amigo Iván le dijo que hiciera el favor de no hablar de él en tercera persona , que ese recurso no le pegaba y el dependiente pensó que tenía razón, tuvo ganas de invitar a su amigo a comer y hablar con él horas y horas, como hacían antes, pero estaban a muchos kilómetros uno del otro, y mientras el dependiente vio que era hora de cerrar y se afanaba en encontrar en su bolsillo las llaves de la tienda pensó que la próxima vez lo haría mejor, todo lo intentaría hacer mejor, siempre y cuando exista la posibilidad de empezar de nuevo todo otra vez, aunque seguro que eso no tiene tanta importancia como le parece a él en ese momento...

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