Es
curioso, o al menos para mí lo es, pero me reconcilio con los libros
durante los meses que trabajo como auxiliar en la biblioteca pública
de mi (ex) pueblo (si es que de algo así uno se puede separar alguna
vez en su vida). Curioseo por el depósito, leo al azar entre las
estanterías del sótano encontrando lo que parecen ser con toda
seguridad joyas olvidadas y que yo desconocía (Concha Alos, la
autobiografía de Canaris,
Kolstomero de Tolstoi en una edición de 1910), curioseo entre
artículos y me pongo podcast de conferencias que escucho en el móvil
con los cascos mientras coloco y ordeno , aprovecho mientras hago los
listados que me mandan para descubrir futuros libros y, sobre todo,
apunto cosas en el cuaderno, cosas que pienso en el coche entre
viajes de ida y vuelta o en los ratos muertos, cuando el zumbido de
los ordenadores y el silencio me resultan insoportables. Regreso a
casa tarde, pero con la literatura desparramada por los párpados, 98 km en total, con propósitos que no puedo asegurarme a mí mismo que pueda
cumplir, y me pongo a hacer lo que debo hacer, lo que llevo haciendo
años ya, quizá con algo más de relajo, es cierto, pero lavo,
plancho, limpio, recojo porque si no todo entraría en una espiral disoluta y
caótico cuyas mayores víctimas serían los niños; también mi
mujer y yo, claro, pues ahora que no estoy tanto ella coge las
riendas de muchas cosas mientras yo sigo haciendo las que sé que
ella no puede o no llega, porque aunque mis periodos de trabajo
coinciden con sus vacaciones (un mes al menos y yo, lamentablemente,
no conozco la estabilidad en este campo laboral), hay cosas que sigo
haciendo yo. Si le sumamos a ello que intentamos que la rutina de
afectividad paternofilial no se pare (el pequeño es el que más raro
está con las ausencia y los trajines de ir y venir), pues el sueño
acumulado va siendo considerable. Por eso me agarro al movimiento
mental que me supone reencontrarme con libros, lecturas y ganas de
escribir, todas esas cosas que la rutina me quita, paradógicamente
cuando no tengo trabajo fuera de casa (y recurro a los artículos
que de un tiempo a esta parte me van pagando, escasos aún pero
regulares).
Una
mañana de lavadoras y plancha, comida y recoger rápido para ir al
curre (me han cambiado el horario) me tiene ahora, esta noche,
agotado. En el camino de ida a la biblioteca, entre el calor y el
cansancio, he dado una cabezada involuntaria conduciendo, con el
consiguiente volantazo y susto. Ni la ventanilla abierta ni el
Orgasmatron de Motörhead a todo trapo me han evitado el acojone.
Luego estar, atender, colocar, hacer, cerrar, volver, las cenas, las duchas, preparar los atos del día
siguiente, los dientes, el pis y el cuento de antes de dormir… Casi
me duermo yo antes que Pavel. Hacer la lista de la compra, cenar
nosotros algo, ducharme rápido y recoger lo que irremediablemente
queda tirado por ahí; un zapato, un peluche, una T de imán de la
pizarra magnética, los calcetines que dije que llevaran al cesto de
la ropa, una revista bajo la mesa del salón. Mi mujer, agotada
también, ya duerme en el sofá con la tele prendida. Le digo que se
vaya a la cama, que mañana está de noches en el hospital y tiene
que estar descansada. Dice que no, que prefiere estar ahí conmigo,
aunque sea dormida, mientras yo me siento a leer o a intentar
escribir algo (“¿te han encargado algún artículo nuevo ya?”
“No, aún no; voy a ver si ordeno la mesa y leo algo”). Tengo la
mesa de trabajo en una esquina del salón, de espaldas a la tele,
llena de libros por leer o a medias de leer, con cd´s entre ellos
(mucho Bowie, Alfa y The Flowers Kings). Si apago la tele, ella se
despierta, así que opto por bajar el volumen lo que pueda y ponerme
los cascos esperando que ninguno de los que ya duermen se despierten
y nos llamen (y yo pueda oírlos). Escribo. Paro y miro los libros
que me he traído de la biblioteca. Es un nuevo deporte, pasear
libros, leerlos a trozos, y escribo la palabra “trozos” y en mi
cabeza aparece la imagen de un gigante arrancando ladrillos de una
pirámide en ruinas, y veo esos trozos volar por los aires. Cierro
los ojos y borro todo de mi cabeza. Me gusta escribir escuchando
“Mistrel in the Gallery” de Jethro Tull. Abro los ojos, tecleo y
mi codo izquierdo choca con unos libros. Paro, Marsé, Inma Luna,
Alos, Reig, Andrej Blatnik. Los aparto un poquito. A mi derecha, una
carta que me hace sonreír. Me la ha dado mi mujer al volver. Estaba
en el buzón y hoy no he metido la mano al regresar (perdí la llave del buzón, ella no). Una carta de rechazo de Random
House. Era obvio, quiero decir que no sé que más puedo esperar de
Random House sino una carta de rechazo. Eso no es significativo,
o no lo es lo suficiente como para hacerme sonreír por sí misma. Si
lo hago es porque me comunican que rechazan un manuscrito que les
mandé hace más de un año, quizá año y medio. Ya ni me acordaba. Sé que resulta estúpido apuntar tan alto, pero a uno ya le da igual todo. Joder, me he vuelto insensible con esas cosas. Antes me tiraba unos
días realmente fastidiado, de mal humor y triste; ahora ni me
inmuto. Ah, otra, y ya. No espero gran cosa del mundo editorial.
Bueno, vale, miento, espero cosas, claro, pero no con la vehemencia
de antaño; si vienen bien, y si no, pues nada. Y en esa nada
estoy, esa nada que me hace incluso sonreír con los rechazos
epistolares. El rechazo de Random era para el libro de cuentos; a
buenas horas. A veces creo que “mi editorial”, la de "la muñeca rusa", los va a publicar y
otras no estoy tan seguro. No hay nada firmado, aunque hace dos meses
me pidieron la última versión para, creo, maquetarla. El manuscrito
“nuevo” sigue volando por ahí, recibiendo… sí… eso,
rechazos… Y siempre me acuerdo de lo que escribió Juan Almohada al
leerlo cuando me ayudó a pulirlo (http://elmundodejuanalmohada.blogspot.com.es/2015/12/9-yankis-y-un-manchego-mis-10-libros-de.html)… Es tan candoroso y
tan buena persona (y con tanto talento que se empeña en negar) que
es imposible no quererle. En un mes volveré a mi jornada a tiempo
completo de amo de casa y poco a poco olvidaré la literatura (o me mimetizaré totalmente con ella, que también puede ser eso), pues
la intendencia hogareña me irá comiendo (como decía mi
madre, “en casa, si quieres, tienes corte para todo el día” u,
otro clásico, esta vez de cuando hablábamos de irnos de vacaciones, “yo,
si nos vamos para terminar haciendo lo mismo que hago todo el año y
no veros el pelo, me quedo en casa“). Intentaré salvaguardar estos
ratos, como ahora mismo; sé que estaré cansado pero no con el
agotamiento de ahora. Perderé rodearme de libros y leer y descubrir
y dejar inundarme de cosas, tomar apuntes, pensar en actividades,
listas, adquisiciones, ordenar, etc, pero en casa estarán mejor, la
prisa será menos, el estrés será menor, estaré tiempo con ellos, los ingresos también serán menos,
pero estaremos aquí, sin los nervios al límite y pausando el
tiempo; podemos tirar así hasta que me vuelva a tocar en la bolsa de
trabajo o consiga introducirme en una nueva. Me gusta bañar a Pavel,
jugar con él, enseñarle a leer, bailar con Little Richard en el salón, pasear con él, tener la comida hecha, la casa
ordenada, poder dar un masaje si me lo piden (y el turno en urgencias
ha sido duro) y no escaquearme porque yo también ando agotado, saber
qué falta y llevar y recogerlos del colegio y del instituto. Me
gustaría elegir con mi mujer quién de los dos puede hacerlo, trabajar o estar en casa, turnarnos, y no que se nos imponga, pero, claro, hablar de esto
es ciencia ficción, sobre todo con la que está cayendo.
Pero
no es de esto de lo que quería hablar, o escribir o sobre lo que
quería divagar mientras me muero de sueño y me siento de nuevo tras
arropar a mi mujer y hacer la ronda por las habitaciones y ver las
posturas que adquieren al dormir los niños pequeños (y luego no les
duele nada; si fuera yo quien durmiese así, tendría que llamar al
fisioterapeuta de urgencias, si es que hay de eso), no era eso, no.
Tampoco quería hablar o escribir sobre lo cansado que estoy o lo
mucho o poco que trabajo, como si fuese extraordinario. Al revés, si
lo escribo es para comprobar y decirme que eso es la norma que me rodea, lo
habitual. Gente que se deja la vida en trabajos, las horas, la salud,
siempre y cuando se tenga trabajo, y mantienen su casa a flote lo
mejor que pueden, con niños si lo hay, sufriendo ellos la ausencia
por los turnos infames, sufriendo los nervios por el cansancio que
acumulamos, el mal humor que acumulamos, la frustración que nos
tumoriza, anquilosando a su paso todo lo demás, las ganas, los
sueños, la rutina, sobre todo la rutina. Gastos que nos hacen vender
nuestra fuerza de trabajo, alienar nuestras vidas, para acabar
malcriando a nuestros hijos mientras la vida se nos va. No hay
censura en mis palabras, y mucho menos la hay respecto a la gente que vive así,
yo el primero. Simplemente me apena vernos así, engañados por un
mundo demente que destroza todo lo antropológico y subyuga las
instituciones, convirtiendo la política en una farsa espectacular,
economizando todas las esferas de la vida. Debería dormir, mañana
lamentaré estas líneas, esta terquedad mía por escribir, lo que
sea, a estas alturas de mi vida (42), me da igual, escribir, leer un
manojo de hojas con luz, escuchar algún disco con vida real dentro
de sus composiciones. Mañana toca pasta; con tomate y bacon para
ellos, y en ensalada para nosotros. Falta leche, cebollas, tomates,
té verde y rojo, cartulina azul, huevos, calabacines, puerros y patatas. Ha pasado la medianoche, faltan diez
minutos para la una, ya es el cumpleaños de mi mujer. Hago la ronda
de nuevo (Pavel tiene el sueño inquieto y estamos intentando
quitarle el pañal para dormir, ayer tocó cambio de sábanas a las
cuatro de la mañana, hoy me gustaría dormir cinco horas seguidas),
la despierto, le doy un beso de feliz cumpleaños (mañana le
preguntaré si lo recuerda) y la llevo a la cama. Antes de levantarme de la mesa y apagar el ordenador, miro la pila de
libros a mi izquierda y elijo uno para abrirlo y ver si puedo llegar
al final de la página por la que voy sin dormirme.